La meritocracia, el póquer y la espiral de la sabiduría
Tal y como dicen los que nunca salieron de la cueva como los que lo hicieron y regresaron deslumbrados por la realidad, «si haces cosas, pasan cosas».
Hay un momento —suele llegar tras leer una docena de libros— en el que uno siente el impulso de salir de la cueva de Platón. Descubrir la estructura ilusoria del mundo, desnudar el relato de la meritocracia, del libre albedrío, del amor, del destino. De pronto, todo se vuelve representación. Puro teatro. Y uno cree haber visto la tramoya.
Pero nadie sale realmente de la cueva. Quienes sobreviven en el exterior lo hacen pagando el precio de la cordura.
Porque no estamos diseñados para vivir sin relato. No estamos hechos para ver el mundo desnudo. Necesitamos dioses —sean teológicos, románticos o económicos— que den sentido al teatro que habitamos. Divinidades seculares que respondan a nombres como «proyecto personal», «pasión», «amor», «libre albedrío».
Son ficciones funcionales: nos permiten seguir siendo lo que somos. Una simple criatura fruto de una evolución azarosa.
En el fondo, todo esto no es ajedrez, sino póquer. No ganan los más lógicos, sino los que saben cuándo creer, cuándo fingir que creen y cuándo retirarse sin mostrar las cartas.
La espiral
La espiral. A veces uno pronuncia una idea sin saber del todo qué está diciendo. Otras veces, la misma idea nace de un largo recorrido interior. Y ahí está la diferencia: no en la opinión, sino en el camino que la ha gestado.
No importa tanto qué se opina, sino cómo se ha llegado hasta ahí. Importan las lecturas que te han moldeado, los argumentos que has confrontado, las dudas que has fermentado en silencio. La opinión, en sí misma, es apenas la punta del iceberg; lo decisivo es la arquitectura sumergida que la sostiene.
Ese trayecto, cuando es honesto y profundo, a menudo devuelve al punto de partida. Pero lo hace transformando ese lugar inicial, dándole una hondura que antes no tenía. Como si, tras muchos rodeos, por fin vieras con claridad lo que siempre estuvo ahí. T. S. Eliot lo expresó con precisión en Los cuatro cuartetos:
“No dejaremos de explorar
y al final de nuestra exploración
llegaremos a donde empezamos
y conoceremos ese lugar por primera vez.”
Así es la sabiduría: no una línea recta, sino una espiral que siempre regresa, pero nunca del mismo modo.
El contexto
En España, la fe en la meritocracia es escasa. España, junto con Hungría, los países europeos que menos creen en la meritocracia. Predomina una cierta desconfianza hacia la idea de que el esfuerzo individual pueda ser recompensado de forma justa y proporcional. No es tanto una negación explícita, sino un escepticismo arraigado, a menudo aprendido por experiencia o transmitido culturalmente.
En cambio, en otros países —China es un caso paradigmático— la meritocracia sigue siendo una creencia ampliamente compartida, casi un dogma social. Allí, el éxito suele interpretarse como el reflejo de la disciplina, la constancia o la capacidad para aprovechar las oportunidades.
Pero la percepción de la meritocracia es profundamente contextual. Tiene más que ver con la posición desde la que se mira que con un juicio objetivo del sistema. Cuando uno alcanza el éxito, tiende a atribuirlo a su talento y esfuerzo. La narrativa del mérito sirve entonces como justificación reconfortante. En cambio, cuando el éxito le es esquivo —o, peor aún, le es arrebatado— aparece el relato alternativo: el sistema está amañado, hay favoritismos, todo es azar o enchufe.
Lo curioso es que ambas visiones pueden ser ciertas según el caso. La meritocracia no es una verdad absoluta ni una farsa universal. Es, más bien, una percepción elástica que se adapta al relato personal. Creer o no creer en ella no siempre refleja una evaluación imparcial del sistema, sino una forma de ordenar emocionalmente la propia experiencia. Por eso, más que una ideología, la meritocracia es una coartada que utilizamos según el viento nos sople a favor o en contra.
Profecía autocumplida
Volviendo a China, quizá parte de su fulgurante ascenso —como ya ocurriera en otros momentos de su historia— radique precisamente en esa fe férrea en la meritocracia. No tanto en su cumplimiento real, sino en su poder como idea movilizadora. Es esa zanahoria colgada a pocos centímetros del belfo del burro: una promesa de ascenso que no siempre se alcanza, pero que basta para poner en marcha millones de pasos. La creencia actúa como incentivo, como resorte psicológico. Más que una garantía, es una narrativa funcional.
En ese sentido, funciona como una profecía autocumplida: si suficientes personas creen que esforzarse merece la pena, el sistema se activa, se vuelve más competitivo, más dinámico, más eficiente.
Incluso aunque la meritocracia no sea perfecta, el solo hecho de que se crea en ella ya genera movimiento. Como la pluma de Dumbo: no tiene poderes mágicos, pero permite volar porque otorga confianza. La fe en el mérito, en contextos así, no es tanto una descripción del mundo como una estrategia de transformación colectiva.
Así que, sí, tal y como dicen los que nunca salieron de la cueva como los que lo hicieron y regresaron deslumbrados por la realidad, «si haces cosas, pasan cosas».
Otrosí:
El socialismo sostiene que la desigualdad es intrínsecamente injusta, en virtud del hecho de que el tablero económico ha estado trucado desde sus orígenes: un juego amañado en el que algunos nacen con ventaja y otros condenados a la desventaja estructural.
El libertarismo, en cambio, interpreta dichas desigualdades como el resultado natural de diferencias en la creación de riqueza; expropiar a quienes producen más sería, según esta visión, una forma civilizada de expolio.
El primero acierta en el diagnóstico: ve con claridad que el punto de partida no ha sido neutral ni equitativo. Pero yerra —y gravemente— en las recetas, al confiar en soluciones que a menudo sacrifican libertad en nombre de una justicia que se torna coactiva, y que no solo fallan en reparar el agravio original, sino que engendran problemas nuevos, a veces de mayor calado: burocracias parasitarias, dependencia institucionalizada, o un igualitarismo tan forzado que termina por erosionar el mérito y desincentivar la excelencia.
El segundo, por su parte, opta por no intervenir: rehúye el problema de fondo y se refugia en la prudencia, temeroso de que corregir el desequilibrio mediante herramientas imperfectas provoque aún mayores distorsiones.
Gran post. Me ha recordado a Heidegger, cuando ante lo que él consideraba la pregunta esencial, “por qué hay algo y no más bien la nada”, afirmaba que lo importante no era la pregunta, lo importante era el camino que te llevaba a acabar planteándote esa pregunta.
El debate sobre la meritocracia funciona como un Macguffin, mientras discutimos si existe o no, si debería haber más o menos, si como dice el post las opiniones son o no contextuales dependiendo del triunfo social del que las emite, no se discute sobre la distancia material y reputacional que debe existir entre el primero, el segundo y el último para que una vida en comunidad que merezca la pena sea posible.