La culpa no es del sistema porque el sistema eres tú y conócete a ti mismo (pero no tanto)
Las narrativas «históricas», «estructurales» o «sistémicas» tienden a pintar un cuadro excesivamente determinista del mundo. En realidad, los acontecimientos están marcados por la contingencia.
Muchos de quienes insisten en denunciar las desigualdades como «sistémicas» evitan considerar, con la misma meticulosidad, su propio lugar dentro de ese sistema y los papeles concretos que desempeñan en el orden social. Menos aún aplican ese escrutinio a sus pares, sus allegados o las instituciones que respaldan.
Así, vociferan contra la desigualdad «sistémica» mientras sostienen la creencia de que los auténticos perpetuadores y beneficiarios de estas estructuras son, paradójicamente, los sectores más castigados por la economía: los barrios humildes, los blancos sin privilegios de élite y los trabajadores de industrias productivas y extractivas.
Por contraste, la gente más acomodada ha desarrollado la peculiar habilidad de verse a sí misma como parte de los marginados y desfavorecidos. Esta autoimagen, sin embargo, se halla profundamente desvinculada de cualquier análisis serio de las estructuras sociales o del funcionamiento de las instituciones, y necesariamente debe estarlo: una indagación rigurosa revelaría la contradicción insostenible entre su posición y sus discursos.
Esa quimera llamada sistema
El énfasis en la «estructura social»>, cuando se formula en términos puramente abstractos, no es sino una evasión conveniente: omite toda consideración sobre la capacidad de acción individual. Y, sin embargo, estructura y agencia no son realidades separadas, sino dos caras de la misma moneda.
La estructura social impone restricciones a nuestras decisiones, ciertamente, pero algunos afrontan muchas más limitaciones que otros, especialmente quienes carecen de capital financiero o estatus social. La otra cara de esta realidad, sin embargo, es que ciertos grupos disfrutan de una agencia desproporcionada, con un impacto mucho mayor en la configuración del mundo social.
Evocar «el sistema» suele ser un artilugio retórico que disimula este hecho. Al representarse como simples engranajes de una máquina, impotentemente atrapados en su dinámica, las élites contemporáneas se absuelven implícitamente de cualquier responsabilidad singular sobre los problemas sociales—y, por extensión, de cualquier obligación particular de hacer sacrificios para corregirlos.
Desigualdades estructurales
Las desigualdades raciales o sexuales actuales no son una consecuencia mecánica e inevitable de la historia de la segregación o el machismo. Son, más bien, el reflejo de elecciones concretas, tomadas en el presente, que favorecen sistemáticamente a ciertos grupos sobre otros. Un ejemplo elocuente de ello es que las grandes ciudades de Estados Unidos estaban más segregadas en 2019 que en 1990.
Las crecientes brechas raciales y sexuales no son reliquias del pasado, sino productos de prácticas contemporáneas. Sin embargo, las apelaciones recurrentes a la historia racista y sexista de nuestros países, que pretenden funcionar como crítica del orden social, a menudo operan como coartadas: el problema no somos «nosotros», sino aquellos seres oscuros y moralmente condenables del pasado —convenientemente muertos y, por tanto, incapaces de rendir cuentas.
Contingencia en vez de determinismo
Las narrativas «históricas», «estructurales» o «sistémicas» tienden, además, a pintar un cuadro excesivamente determinista del mundo. En realidad, los acontecimientos están marcados por la contingencia. Como bien señaló el sociólogo Andrew Abbott, lo verdaderamente difícil no es explicar el cambio, sino la continuidad. El cambio es la norma: las instituciones, las sociedades y las ideas están en constante transformación; el dinero cambia de manos sin cesar; los recursos son extraídos, transformados y redistribuidos; nuevos actores entran en escena, alterando incentivos y posibilidades.
Si analizamos las instituciones y los sistemas con una mirada concreta, en lugar de refugiarnos en abstracciones como "la historia" o "el sistema", advertimos que las desigualdades no se sostienen por fuerzas incontrolables, sino a través de prácticas cotidianas en contextos locales. Del mismo modo, categorías como "raza", "género", "clase" o "sexualidad" no operan como entes abstractos flotando sobre la realidad, sino que se encarnan en conductas e interacciones específicas, entre personas reales, en tiempos y espacios determinados. Y si bien es cierto que existen estructuras macrosociales, estas solo tienen efectos en la medida en que individuos concretos las implementan.
Sin embargo, muchas élites mediáticas han convertido el discurso sobre "sistemas" e "historia" en una estrategia de autoabsolución: narrativas cosméticamente radicales que, mediante un determinismo hiperbólico y un pesimismo paralizante, escamotean toda responsabilidad sobre las decisiones que tomamos. Según este marco, países como Estados Unidos o España son y siempre han sido esencialmente racistas y sexistas; el "progreso" no es más que un mito, y las injusticias son tan profundas y estructurales que solo una revolución podría corregirlas. Pero, como la revolución no está en el horizonte y no hay un camino claro hacia ella, lo único que queda por hacer es resignarse al statu quo—aunque, eso sí, con ocasionales punzadas de culpa y una condena ritual del sistema que seguimos explotando.
Paradójicamente, estos discursos, que se presentan como radicalmente críticos, operan en la práctica como mecanismos conservadores: permiten a sus adeptos a exhibirse como moralmente superiores y comprometidos con un cambio sustancial, mientras deslegitiman cualquier esfuerzo reformista y, sobre todo, los eximen de la obligación de actuar. En efecto, aunque quienes sostienen estos argumentos invocan constantemente "sistemas" y "estructuras", lo que su pesimismo les impide es, precisamente, pensar en soluciones concretas: identificar mecanismos de cambio, construir consensos, delinear estrategias para mejorar las condiciones sociales dentro del marco existente.
Curiosamente, este pesimismo solo aparece cuando se trata de justificar la inacción ante problemas sustantivos. En última instancia, muchos de los marcos ideológicos que se presentan como críticas "radicales" del orden social son, en realidad, justificaciones sofisticadas para reproducirlo. Y lo más inquietante es que los no solemos ver este mecanismo en acción, precisamente porque nuestras convicciones de justicia social (en abstracto) nos impiden examinar con claridad nuestras propias prácticas (en concreto).
Pero tampoco te obsesiones con tu agencia
Dicho esto, también eres, en gran parte, un engranaje de una ecología que excede tu comprensión. Tratar de considerarte un individuo con la capacidad de actuar y cambiar las cosas es bueno, pero un exceso de esta idea es también perniciosa. Porque implica que sabes más de lo que sabes, y que tienes más influencia de la que tienes. Como también implica mirar demasiado en uno mismo, lo cual, parece, está condenado al fracaso.
La autorreflexión, ese ejercicio de introspección en el que analizamos nuestros pensamientos, emociones y comportamientos en relación con nuestras preocupaciones personales, suele considerarse una práctica saludable, casi una virtud psicológica. Se la ha vinculado con el autoconocimiento, el crecimiento personal y la madurez emocional. Sin embargo, un reciente metaanálisis sugiere que este hábito, llevado al exceso, podría ser más perjudicial que beneficioso para la salud mental.
Un análisis de efectos aleatorios no encontró evidencia de que la autorreflexión contribuya a mejorar indicadores positivos como el bienestar subjetivo, la satisfacción con la vida o la autoestima. En cambio, sí se observó una correlación clara entre altos niveles de autorreflexión y problemas psicológicos como la ansiedad y la depresión. Dicho de otro modo: pensar demasiado en uno mismo no parece hacer a las personas más felices, pero sí parece hacerlas más propensas al sufrimiento.
Este hallazgo está en sintonía con estudios previos que advierten sobre los peligros de una introspección desmedida. De hecho, en el ámbito clínico se ha observado que, cuando los pacientes mejoran sus capacidades de autorreflexión, suelen volverse más conscientes de emociones antes ignoradas, como la tristeza. En algunos casos, este mayor autoconocimiento no conduce a la serenidad, sino a una espiral de angustia y abatimiento.
La conclusión del estudio es clara: una dosis moderada de autorreflexión puede ser útil para el funcionamiento social y emocional, pero desviaciones significativas en este hábito pueden estar vinculadas a diversas formas de psicopatología. O, dicho de otro modo, conocerse a uno mismo está bien… hasta que deja de estarlo.
Aprender a mirarnos
Esto es sumamente interesante y sugiere una comparación con las tradiciones filosóficas que han hecho de la autorreflexión una forma de terapia. Dos de ellas, el budismo y el estoicismo, se centran no simplemente en la introspección, sino en la corrección de evaluaciones erróneas del yo. Esto nos empuja a una cuestión particularmente interesante: ¿podría ser que la autorreflexión "normal"—aquella que no está guiada por un marco estructurado como el budista o el estoico—tenga una tendencia natural a la distorsión y, por ende, a la angustia?
En otras palabras, cuando nos sumergimos en la introspección sin un método que nos ayude a discernir entre pensamientos útiles e inútiles, ¿es más probable que caigamos en patrones de pensamiento rumiativos y autodestructivos en lugar de alcanzar una mayor claridad?
El budismo, por ejemplo, no promueve la autorreflexión como un simple análisis de los propios pensamientos y emociones, sino como un proceso de desapego de ellos. En su tradición, el sufrimiento surge en gran parte de identificarse demasiado con el flujo de pensamientos y sensaciones, tomándolos como realidades inmutables en lugar de eventos transitorios. La meditación y el examen de la mente tienen como objetivo desmantelar la ilusión de un "yo" sólido y separado, lo que reduce la angustia en lugar de amplificarla.
El estoicismo, por su parte, propone un enfoque similar en cuanto a la corrección de juicios erróneos. No basta con observar nuestros pensamientos: hay que someterlos a un escrutinio racional. Un estoico no se limita a sentir la ansiedad o la ira, sino que examina su origen y se pregunta si esos sentimientos están fundados en evaluaciones correctas de la realidad. Marco Aurelio, en sus Meditaciones, no reflexiona sobre sus emociones de forma pasiva: las disecciona, las cuestiona y las reorienta según los principios de la razón.
Si la investigación sugiere que la autorreflexión en su forma más común tiende a correlacionarse con un peor estado de salud mental, tal vez lo que realmente necesitemos no sea más introspección, sino una introspección mejor estructurada. Es decir, una que no nos deje atrapados en el laberinto de nuestras propias preocupaciones, sino que nos ofrezca un mapa para salir de él.
Sin un marco filosófico sólido, la introspección puede convertirse en un ejercicio de autopersecución en lugar de una vía de liberación. Tal vez, entonces, la clave no sea abandonar la autorreflexión, sino refinarla. Y entonces, en tanto que individuos, entender hasta qué punto nuestra acción en el mundo importa, más allá de abstracciones acerca de grandes sistemas e inercias culturales más allá de nosotros.
Si las desigualdades no son meramente "sistémicas", sino resultado de elecciones individuales, ¿cómo explicamos que ciertos patrones de exclusión y privilegio se repitan históricamente en sociedades distintas y bajo diferentes sistemas políticos? ¿No es esto una evidencia de que existen estructuras que condicionan esas elecciones?
No creo que exista una autorreflexión sana si no va sesgada hacia la autoprotección. Y me parece necesaria. Pero eso tiene un precio. Es decir, la filosofía que se consuela evitando los pensamientos rumiativos que conducen al sinsentido de la existencia y a cierta angustia (angst de Kierkegaard a Heidegger) ha renunciado al mandato de buscar la verdad. Me parece más honesta la desgarradura de un Cioran que la ataraxia del estoico o la ecuanimidad del budista.