La culpa, la vergüenza y el altruismo son los (perversos) fundamentos psicológicos del wokismo
Las decisiones colectivas comienzan a estar cada vez más condicionadas por una sensibilidad que premia la entrega incondicional, la culpa interiorizada y un altruismo llevado al extremo.
Imaginemos que realizamos un travesía por diversos paisajes del pensamiento, como si cada modelo fuera una tierra con sus propias leyes, su clima intelectual y su geografía conceptual.
Hemos surcado mapas cronológicos, donde el tiempo no se percibe como una simple línea continua, sino como un conjunto de bloques, ventanas y umbrales que delimitan lo posible y lo probable.
Nos hemos detenido también en retratos de personalidad, modelados como arquetipos: figuras universales que condensan tendencias humanas y nos permiten reconocer patrones en la complejidad del comportamiento.
Más adelante, hemos ensayado diferentes posturas frente a la toma de decisiones, encarnadas en doctrinas: marcos normativos o estratégicos que orientan nuestras elecciones en escenarios de incertidumbre.
Y, como quien desvela el secreto de los cartógrafos, hemos abierto la caja de herramientas de nuestra mirada, descubriendo un metamodelo sobre cómo construimos y utilizamos esos modelos mentales, esas lentes invisibles a través de las cuales damos forma a la realidad.
Pero también podríamos adentrarnos en una selva más espesa, menos cartografiada: los modelos de historias. Y no hablamos aquí de cuentos ni anécdotas, sino de estructuras narrativas profundas que acuñan la percepción de lo que es posible, justo o inevitable.
Son relatos que, más que describir la realidad, la preconfiguran. Si los modelos mentales convencionales actúan como plantillas, las historias profundas son como semillas: contienen un patrón, sí, pero su crecimiento depende del terreno, del clima y del tiempo. Afloran, se transforman y, en ocasiones, mutan por completo.
Mientras que un modelo mental puede entenderse como una maqueta: una representación simplificada, portátil, reutilizable de situaciones que comparten una lógica interna reconocible, una historia profunda es más bien un teatro en marcha. No parte de un guion cerrado, sino de una improvisación continua que se despliega en el acto de vivir. No explica el mundo con fórmulas, sino con sentido.
Estos modelos de historias son, en última instancia, lo más parecido a un espejo en movimiento: no nos reflejan tal como somos, sino tal como creemos que podríamos ser. Y ese matiz lo cambia todo.
El cuento de la élite simbólica
En Estados Unidos, los enfáticos discursos del antirracismo, el feminismo, el ecologismo o los derechos LGBTQ no flotan en el aire como ideas neutras: están encarnados, mayormente, por una clase social muy concreta.
Quienes los abrazan con más entusiasmo y ortodoxia suelen formar parte de lo que podríamos llamar la élite simbólica: profesores universitarios, periodistas, creadores de contenido, diseñadores, guionistas, editores, curadores culturales, activistas digitales… profesiones, en suma, que no producen bienes materiales, sino significados, relatos, lenguajes y marcos de interpretación del mundo.
Estos capitalistas simbólicos —porque comercian con símbolos más que con objetos— se identifican mayoritariamente como liberales, progresistas o de izquierdas. No solo se expresan así: también votan así. Y lo hacen cada vez con más claridad: en Estados Unidos, por ejemplo, están alineados con el bloque con el Partido Demócrata, que se ha convertido en el gran aglutinador de su sensibilidad moral y política.
Este imaginario compartido, a menudo designado como wokismo —y por la cultura china como baizuo—, no es solo un conjunto de causas nobles. Es también una identidad de clase: una forma de habitar el mundo desde la virtud pública, la vigilancia moral y la gestión del lenguaje. Sin embargo, cuanto más se institucionalizan estas ideas en los entornos culturales y educativos, más surgen preguntas incómodas en el ámbito científico. Y más aflora la sensación de que, detrás de todo, solo hay artificio, códigos estéticos, modas cíclicas y anhelo de estatus.
Las paradojas del wokismo
Los estudios más recientes sobre el denominado «paradigma de la igualdad de género» revelan un fenómeno contradictorio: cuanto más libres, ricas y equitativas son las sociedades, más se acentúan ciertas diferencias psicológicas entre hombres y mujeres. Lejos de igualar rasgos cognitivos o emocionales, el bienestar material y la libertad personal parecen liberar —no suprimir— las tendencias naturales.
La explicación más convincente de por qué las diferencias psicológicas entre sexos se amplifican en sociedades prósperas y libres reside en el concepto de correlación gen-ambiente (rGE). Este mecanismo describe cómo la genética y el entorno no actúan por separado, sino que se entrelazan en una danza mutua que puede potenciar o atenuar ciertas características individuales.
El proceso puede resumirse en cuatro pasos.
Primero, cuando desaparecen las restricciones externas —económicas, sociales o legales—, las predisposiciones genéticas tienen más margen para expresarse.
Segundo, esas diferencias innatas influyen en la forma en que cada persona crea o elige su entorno: desde el tipo de trabajo hasta las amistades, actividades o decisiones vitales.
Tercero, esos entornos elegidos refuerzan y consolidan las inclinaciones iniciales.
Y cuarto, se activa un bucle de retroalimentación: lo que era una pequeña diferencia al principio acaba amplificándose con el tiempo, como si se hubiera metido en una caja de resonancia genética.
Esto ayuda a entender que la igualdad de oportunidades no genera homogeneidad, sino libertad para que cada quien despliegue su naturaleza. Así, ceteris paribus, la igualdad de oportunidades necesariamente genera sociedades heterogeneas, desiguales. El éxito de las políticas de igualdad debe ser la desigualdad. Solo la desigualdad de oportunidades puede, eventualmente, propiciar una sociedad exenta de desigualdad.
Así, según una revisión sistemática publicada en Perspectives on Psychological Science, las diferencias sexuales en personalidad, memoria episódica, habilidades verbales y emociones negativas como la culpa o la tristeza son más pronunciadas en los países con mejores condiciones de vida. Esta idea no es menor, pues ha surgido tras revisar sistemáticamente 54 estudios y analizar 27 conjuntos de datos adicionales.
Aunque es difícil esclarecer una relación causa-efecto, este hallazgo tiene implicaciones sociales profundas. En las democracias occidentales, caracterizadas por un alto nivel de autonomía individual y políticas igualitarias, se ha ido concediendo progresivamente, y por fortuna, mayor poder simbólico y normativo a un segmento de la población —el femenino— que, según estos datos, tiende a mostrar una mayor proclividad a la autocrítica, la compasión y el sacrificio personal.
Esto no significa que todas las mujeres sean así. Ni siquiera que estos rasgos sean negativos. Lo que sucede es que la otrora pluralidad de sensibilidades podría estar deviniendo en una melodía mucho más monocorde.
Esto genera un desequilibrio que no debemos obviar: las decisiones colectivas comienzan a estar cada vez más condicionadas por una sensibilidad que premia la entrega incondicional, la culpa interiorizada y un altruismo llevado al extremo. En lugar de centrarse en corregir desigualdades objetivas con criterios de eficacia y justicia, muchas políticas públicas terminan funcionando como válvulas de escape emocional para quienes cargan con una mayor carga moral.
De este modo, el sistema no solo es incapaz de aliviar el sufrimiento real, sino que amplifica el malestar de aquellos individuos que, movidos por su sentido de responsabilidad o culpa, se colocan al frente del sacrificio colectivo. El resultado es una paradoja inquietante: una sociedad que eleva a quienes más se autocastigan corre el riesgo de tomar decisiones desde la herida, desde la ansiedad y desde una forma de liderazgo emocionalmente agotado.
De nuevo, aquí no se critica esta sensibilidad. Se cuestiona su omnipresencia y su hegemonía.
Adanismo y narcisismo
Paralelamente, los jóvenes han adquirido un protagonismo inesperado en el debate público y cultural. No solo opinan, sino que corrigen activamente a sus profesores, marcando los límites de lo que consideran aceptable decir en el aula. Señalan con dureza los errores de las generaciones anteriores, cuestionan las decisiones políticas del pasado y extienden esa crítica al conjunto de la cultura heredada. Ponen en entredicho la religión, los símbolos tradicionales, los relatos fundacionales y todo aquello que huela a autoridad antigua o a legado no escogido.
Esto no es nuevo, claro, sino que surgen cíclicamente en la mayoría de las sociedades estudiadas. El problema, de nuevo, es cuando nos hayamos en un momento del ciclo donde esta mirada es la hegemónica.
Porque su mirada no se limita a reformar, sino que muchas veces parte de un impulso por desmantelar lo que consideran obsoleto, injusto o contaminado por el tiempo. Adanismo por encima de prudencia. Retroceso en vez de progreso (o progreso ciego, que es incluso peor).
No es extraño que las personas suelan registrar puntuaciones más altas en los rasgos de la Tríada Oscura durante la adolescencia y los primeros años de la veintena. En psicología de la personalidad, este concepto engloba tres dimensiones interrelacionadas: la psicopatía, definida por la insensibilidad emocional y un desprecio marcado hacia los demás; el narcisismo, asociado a una autoimagen inflada y una sensación excesiva de derecho; y el maquiavelismo, centrado en la manipulación calculada y la instrumentalización del otro con fines personales.
La relación entre edad y Tríada Oscura se observa con especial claridad en el caso de la psicopatía, considerada el componente más extremo y perturbador del conjunto.
Salud mental y política
Como colofón de este recorrido, cabe señalar que el fenómeno woke no es simplemente una corriente ideológica, sino también un refugio emocional y una estructura de sentido. Por esa razón, los datos sugieren que el malestar psicológico no es tanto una consecuencia de la ideología política como una de sus raíces. Es decir, las personas con mayor nivel de angustia mental tienden, con el tiempo, a adoptar posturas políticas más progresistas.
En otras palabras, la salud mental deteriorada actúa como un precursor —no solo como un efecto— de ciertas inclinaciones ideológicas. Esta inversión de la causalidad cuestiona el relato dominante, según el cual serían las ideas progresistas o los discursos victimistas los que generarían fragilidad emocional. Lo que se sugiere es que muchas personas llegan a esas ideas desde un estado previo de malestar emocional.
Este patrón es particularmente visible entre las chicas adolescentes y entre quienes ya se identifican como de izquierdas o progresistas. Y, a medida que aumentan los niveles de ansiedad, depresión o sensación de vulnerabilidad, como de hecho ya está sucediendo, también crece la probabilidad de abrazar tales ideas.
De este modo, el wokismo surge, en gran medida, de un perfil muy concreto: mujeres jóvenes, solteras y sin hijos, que habitan entornos psicosociales donde sus emociones más intensas —la culpa, la tristeza, la ansiedad o la vergüenza— no solo se reconocen, sino que se dignifican y canalizan. En esos contextos, el activismo no es solo una respuesta política: es una forma de metabolizar el malestar, de dotar de propósito a un dolor que, de otro modo, sería estéril. Porque lo único más insoportable que el sufrimiento es el sufrimiento sin relato.
Así, el wokismo funciona como una narrativa terapéutica. Dice: «siento culpa y angustia no porque algo esté mal en mí, sino porque vivo en una sociedad racista, patriarcal y opresora». Y esa explicación, aunque simplificadora, aporta alivio. En Estados Unidos —y en buena parte del mundo anglosajón— las jóvenes liberales presentan las tasas más altas de trastornos de salud mental. No es solo una coincidencia: es la convergencia de un clima cultural y un perfil emocional.
Probablemente, siglos atrás, esta misma convergencia impulsaba a las monjas de la Cruz Roja a entregarse al sufrimiento de los demás como forma de redención personal. También movía a las beatas medievales a flagelarse públicamente, a las damas victorianas a desmayarse ante el dolor ajeno, o a ciertas mujeres puritanas a buscar la gracia divina a través del sacrificio y la culpa.
Cambian los lenguajes y los símbolos, pero persiste la necesidad de dotar de sentido al propio malestar.
Así, el wokismo no nace del exceso de virtud, sino del exceso de sensibilidad. Su combustible no es el odio, sino una mezcla profunda de culpa, vergüenza y un altruismo desesperado por hallar su lugar en el mundo. Una estructura narrativa profunda que acuña la percepción de lo que es posible, justo o inevitable.
A veces tengo la sensación de que esa hipersensibilidad del mundo anglosajón es menor en España o está más arrinconada. ¿Qué opinas?
"Una mezcla profunda de culpa, vergüenza y un altruismo desesperado por hallar su lugar en el mundo". Y falta un factor en muchas ocasiones: la envidia.
Me ha encantado, Sergio