Eres un zombi contagiado por un virus mental (y eso es una buena noticia)
Tu cerebro funciona mal a propósito, a fin de adquirir los superpoderes de conectarse al resto de los cerebros.
Quizás creas lo contrario, pero eres un Homo sapiens porque no piensas por ti mismo. Al menos, no demasiado. Eres un Homo sapiens porque no eres muy inteligente, y mucho menos muy sabio. Eres un Homo sapiens porque eres, en esencia, un zombi.
Intenta no serlo durante un minuto, y toma cierta perspectiva.
Vale, ahora piensa lo siguiente: tus ideas no las tienes tú. Las ideas te alcanzan y te colonizan. Se mezclan contigo y te modelan. Tú, a su vez, troquelas tus ideas. Se produce así una suerte de «moldeado mutuo simultáneo», por tomar prestado en concepto del experto en complejidad Ton Jörg,
En síntesis, pues, las ideas son como una enfermedad contagiosa.
Cada uno de nosotros tiene una enfermedad distinta. Con su propia sintomatología. Su propio acmé. Y se mezcla de forma única con nuestro sistema nervioso, que también muestra diferencias estructurales (los diferentes neurotipos).
Hay enfermedades más virulentas. Otras, pasan casi desapercibidas para los demás.
Casi la totalidad de ellas pasa desapercibida para el propio enfermo.
Así que no eres especial cuando vindicas una idea. Solo estás mostrando parte de la sintomatología de tu enfermedad.
Esta enfermedad, sin embargo, tiene su parte benigna. Quienes comparten síntomas, se llevan bien. Tu enfermedad es idónea para hacer amigos. Todos os hacináis en habitaciones, toséis, estornudáis, y os volvéis a contaminar, una y otra vez, hasta que la enfermedad establece lazos simbióticos con y entre vosotros.
Estar enfermos, entonces, nos hace felices. Es natural estar enfermo. En realidad, no es una enfermedad. Es, sencillamente, parte de nuestra cognición. Es un virus que nos da dirección, un patógeno que guía, un parásito que da propósito. Seríamos incapaces de pensar como seres humanos si estuviéramos sanos.
Quien no ha sido contagiado no es más que una mónada solitaria, insular, condenada al ostracismo, hasta fenecer. La antítesis de la inteligencia social que ha permitido alcanzar las estrellas, apuntarnos a la secta de Llados o inventar cosas tan poderosas o estúpidas como el capitalismo y/o el socialismo.
No se puede vivir sin establecer una relación simbiótica con uno de estas partículas víricas. No se puede pensar, ni actuar, ni compadrear. Pensar sin un virus en tu cerebro es como tener el cerebro seco. No hay arco voltaico entre las sinapsis. No hay actividad raquídea. Solo ruido. El runrún de un motor montado en un coche sin ruedas.
Si no estás contagiado, no estás vivo. Eres lo más parecido a una estatua salpicada óxido y verdín.
Es justo al revés de lo que sucede en La invasión de los ultracuerpos. En esta película de 1978 de la que nunca olvidaremos la mueca de Donald Sutherland, el contagio destruye la individualidad y el pensamiento propio. En nuestra realidad, el contagio los construye. O quizá los destruye, también. Según desde qué enfermedad lo mires.
El contagio es la esencia misma de nuestra humanidad: nos torna sublimes y obstinados, virtuosos y viles, pero, ante todo, funcionales. Solo así hemos podido dividir el átomo o arrasar con pueblos enteros. Solo así hemos logrado erradicar enfermedades o censurar a oradores ideológicamente indigestos.
Vale, ya han pasado esos sesenta segundos. Ya puedes volver a dejar fluir tu enfermedad. Vuelves a ser un zombi. Un Homo sapiens con un cerebro social increíblemente desarrollado.
Recuerda esto cuando quieras realizar un ejercicio meta para evaluar cuán especial te sientes a la hora de enarbolar el conjunto de ideas que te define o consideras moralmente justo. Pero no dediques demasiado tiempo a hacerlo, porque pensar así es como no pensar, en realidad. Y eres un Homo sapiens, un zombi, y no otra cosa.
No te preocupes. Seguirás pensando (o creyendo que piensas). Seguirás propagando la infección. Porque eso es lo que hacen los zombis. Eso es lo que significa ser humanos.
La fantasía del genio individual crea monstruos
La fantasía del genio individual ha engendrado monstruos. No los monstruos que pueblan las leyendas, no las quimeras de múltiples cabezas ni los dragones que custodian tesoros, sino criaturas más sutiles, más insidiosas: ideas deformadas por el orgullo, sistemas de pensamiento que se pliegan sobre sí mismos como estructuras fractales, repitiendo patrones obsesivos hasta la asfixia.
No en vano, diversos estudios genéticos han encontrado correlaciones entre ciertas inclinaciones verbales y trastornos como la depresión y la esquizofrenia. ¿Es posible que las mismas fuerzas que otorgan a un individuo la capacidad de jugar con el lenguaje sean también las que lo empujan hacia el abismo de la locura? Que la genialidad, en lugar de ser un destello divino, ¿no sea más que un vórtice de desórdenes cerebrales, un desequilibrio neurológico que se manifiesta en palabras?
Si llevamos esta idea al extremo, podríamos cuestionarnos hasta qué punto disciplinas eminentemente verbales, como la filosofía, no son más que un entramado de elucubraciones marcadas por rasgos neuróticos y esquizoides. Parte de la filosofía, pues, no sería más que un juego de espejos deformantes, un delirio colectivo sostenido por siglos de alucinación compartida. Un inmenso palacio de cristal construido sobre arenas movedizas, donde cada nueva teoría, en vez de esclarecer, multiplica la confusión.
Irónicamente, la filosofía es el campo que más se enorgullece de sí mismo. En un estudio sobre la autopercepción de la inteligencia, los graduados en filosofía se colocaron en la cima con una seguridad que rozaba la arrogancia. Pero cuando otros académicos los evaluaron, su disciplina quedó al mismo nivel que la zoología y la educación. Es decir, por debajo de la física, la biología, la ingeniería o incluso la informática, campos donde la inteligencia no es una construcción verbal sino una herramienta de resolución de problemas en el mundo real.
Y sin embargo, el lenguaje verbal no es inteligencia. Es apenas una prótesis. La inteligencia real es otra cosa: la capacidad de orientarse en la incertidumbre, de encontrar patrones en la maraña del caos. En este sentido, la palabra escrita es un arma de doble filo. Favorece a quienes han desarrollado una inclinación natural por ella, pero no refleja con precisión su capacidad cognitiva general. La inteligencia verbal no es la inteligencia, así como la elocuencia no es la verdad.
Un dato revela con claridad esta distorsión: el 20 % de los estudiantes de informática en Estados Unidos son asiáticos, en contraste con apenas un 5 % en filosofía. Muchos de ellos son inmigrantes cuya segunda lengua es el inglés, y cuya puntuación en pruebas verbales cae en promedio 5 puntos. Pero cuando se corrige este sesgo, cuando se eliminan las barreras del idioma y se evalúa la inteligencia en su forma más pura, los estudiantes de informática muestran, en promedio, un mayor cociente intelectual.
Esto nos obliga a replantearnos el lugar que le damos al lenguaje. Quizá las grandes construcciones filosóficas sean poco más que delirios sostenidos por la compulsión verbal. Tal vez, en vez de buscar en los textos de Kant o Wittgenstein respuestas a las grandes preguntas del universo, deberíamos analizarlos, en parte, como lo haría un psiquiatra que estudia los cuadernos de un esquizofrénico.
Manteniendo siempre las reservas que deberíamos sostener frente a los genios individuales, a los entronizados por la historia, que suelen ser faros que eclipsan el origen del verdadero esclarecimiento: el que aflora de las interacciones de millones de cerebros. Porque el conocimiento, lejos de ser el fruto de una única mente prodigiosa iluminada por un relámpago divino, es más bien el resultado de un lento proceso de sedimentación, un delta de ideas que convergen, se entrelazan y se erosionan mutuamente hasta que algo nuevo aflora.
Nuestra extraordinario poder, pues, reside en la complejidad de las redes que nos unen, no en los cerebros que fulguran encerrados en sus propios cráneos.
Pensamos que somos dueños de nuestras ideas, pero quizá solo somos huéspedes de pensamientos que se propagan como un virus. La inteligencia colectiva nos moldea más de lo que creemos, y la genialidad individual es, en realidad, el reflejo de una mente conectada con muchas otras. Curiosa paradoja.
Buenisimo! Felicidades por tu trabajo y gracias por contagiar nuestras mentes de una manera tan bonita.