Las cartas de amor se empiezan sin saber lo que se va a decir y se terminan sin saber lo que se ha dicho.
Jean-Jacques Rousseau.
Jack y Hill están enamorados. Se comunican ese sentimiento el uno al otro de diversas formas. A veces de un modo explícito, con unas palabras arrebatadoras que anegan sus ojos. En otras ocasiones, todo es más sutil, como el simple contacto visual en silencio. A menudo se sienten como en una burbuja de comprensión mutua, flotando por el cosmos.
Comúnmente utilizamos el término "química" para describir esta burbuja. De hecho, la química bulle dentro de ellos. Sus emociones los sumergen en un embelesamiento continuo y una sensación de completa felicidad.
Mientras pasean juntos, se toman de la mano y disfrutan del tacto del otro. Todo resulta más vívido, incluso prístino. Se maravillan de la belleza del mundo que los rodea. Jack le entrega a Hill una flor como muestra de su amor, un intercambio es como un beso.
Sin embargo, a veces ese amor trae consigo angustia y tristeza, pensamientos terebrantes que oscilan entre la ansiedad y el miedo a la pérdida.
Esta comprensión mutua no se limita a los humanos.
Lo vemos en otras especies. Hay contacto visual, el sentido del olfato, todos los sentidos participan en un propósito común. Al igual que Jack toca la mano de Hill, un joven mandril se acerca a un mono adulto y lo toca, provocando un intercambio de miradas.
Porque el amor no es una lógica codificada digitalmente. Es una ola de pasión. La química del amor fluye y refluye, a veces como un torrente, especialmente en la adolescencia. Una de estas sustancias químicas es la oxitocina, una hormona que desempeña un papel importante en los vínculos y la interacción social. Se libera, por ejemplo, al producirse contacto visual, causando estragos en nuestras emociones.
No obstante, el amor no es una hormona. Es una vorágine de placer y dolor. No es simplemente un conjunto de ceros y unos digitales; es una danza perpetua de interacción moldeada por la química del cuerpo, la conexión psicosocial y la constante adaptación mutua entre las personas.
También forja lazos inquebrantables, porque si se rompen, se llevan parte de nuestro corazón, de lo que fuimos.
Impulso filótico
El impulso filótico, un concepto fundamental en el vasto universo de la saga de novelas de El juego de Ender, de Orson Scott Card, representa la esencia misma de la conexión universal. Es la fuerza invisible que une a todas las formas de vida, trascendiendo el espacio y el tiempo. Este impulso filótico no solo es el hilo conductor que entrelaza las almas individuales, sino que también simboliza la interdependencia y la armonía del cosmos.
Este fenómeno se asemeja al entrelazamiento cuántico, donde dos partículas, aunque estén separadas por una inmensa distancia, permanecen conectadas de manera instantánea e inseparable.
El amor es interdependiente. Cada individuo influye y es influido por el otro, originando una red entrelazada y dinámica, en constante evolución. Este proceso es fundamentalmente analógico, no digital, invocando tanto valores discretos como continuos.
El pensamiento, como el amor, no es digital, no se se basa en circuitos que operan con valores discretos (0 y 1) como acontecen en las entrañas de un ordenador. El hardware robótico, cristalino, rígido es sustituido en los organismos vivos por un soporte líquido, húmedo, wetware.
Así, lo que Jack y Hill experimentan tiene un fundamento más analógico que digital. Opera con valores continuos. Si no fuera así, no sería amor.
Freeman Dyson, físico teórico y matemático británico-estadounidense, lo explicó de esta manera: para que cualquier ser vivo mantenga su supervivencia, el control de sus procesos vitales debe ser fundamentalmente analógico. Esto se debe a que la vida, en su interacción constante y dinámica con el entorno, requiere una flexibilidad y adaptabilidad que los sistemas digitales, con su inflexibilidad, no pueden ofrecer.
La naturaleza analógica del control biológico permite a los organismos responder de manera fluida y continua a las variaciones del entorno, ajustando sus respuestas en tiempo real sin la necesidad de un guion predeterminado como el que requieren los sistemas digitales.
La digitalización, con su capacidad para transmitir información de manera eficiente y sin errores, permite respuestas precisas y rápidas. No obstante, aunque aporta claridad y eficiencia, también supone la pérdida de ciertos matices y la riqueza del mundo analógico. Un ejemplo claro es la música y la preferencia por los discos de vinilo. Los aficionados a estos discos valoran la calidad sonora y las sutilezas que los formatos digitales no pueden capturar o reproducir fielmente. El padre de Dyson bromeó diciendo que esta es una de las razones por las que no querría que el contenido de su mente se cargara en una computadora digital, tal como sucede en obras de ciencia ficción como Matrix.
Por eso el amor, por muchos ceros y unos que se usen para su codificación, no puede ser digital. Por mucho que lo parezca, por mucho que se simule, dista de ser verdadero amor. Es otra cosa. Lo digital, como formato, se revela como incapaz de capturar su esencia evolutivamente dinámica, autoorganizada, ecológicamente invertebrada, profundamente dependiente de todos los elementos del organismo del enamorado, del organismo del objeto del amor, del propio escenario donde todo tiene lugar. El amor nunca es markoviano, sino cuántico.
Si el orden y la eficiencia de una vasta colonia de hormigas aflora de la interacción entre sus elementos y no de un planificador central que batuta lo que cada uno de los miembros de la colonia debe hacer, tanto de lo mismo puede decirse de nuestro wetware.
Invocando de nuevo la ciencia ficción de Card, el impulso filótico propicia que el amor no sea en modo alguno lo que se desarrolla algorítmicamente en un individuo. Aflora de la interacción de innumerables elementos que se modifican a sí mismos, se autocrean, hasta que el individuo se disuelve y se funde con el otro, químicamente, húmedamente. Creando un sistema complejo, enmarañado, donde todo lo que siente el uno lo siente el otro.
Mi padre, que daba clases de electrónica digital, siempre reiteraba a sus alumnos que la realidad es analógica y que la digitalización es un recurso que abstrae una estructura más simplificada de la realidad que permite muchísimas cosas, como codificarse, comprimirse, restaurarse y reproducirse. Sin embargo, hace años que, aceptándole esa idea, le incordio con otra que subyace: la realidad a su nivel más elemental no es analógica sino digital, porque al nivel subatómico es cuántica, es decir, discreta. Bajo esa química del amor existen saltos cuánticos entre órbitas y potenciales que solo admiten ciertos valores. La discusión entre los newtonianos de las fuerzas continuas a distancia y los cartesianos mecanicistas que todo lo llenan de partículas discretas sigue abierta en esa dualidad corpuscular y ondulatoria de la realidad. Bello entrelazamiento el que nos has traído hoy, ¡gracias!