Cuanto más dejas de pensar por ti mismo, más piensa la sociedad por ti
Ante esa vastedad, buscamos consuelo en lo singular, aunque sea ilusorio. Las mentes colosales, autoorganizadas, nos inquietan precisamente por eso: porque son inasibles, impersonales, desbordantes.
El criterio más obvio para percibir un conjunto de personas como grupo es, probablemente, la noción de destino común.
No basta con la mera similitud física, la proximidad espacial, el cierre perceptual o la continuidad temporal: es la comunión de destinos lo que forja la verdadera unidad.
Por esa razón, cuando un equipo de fútbol gana el partido, no solo celebran los jugadores sobre el césped, sino también los millones de aficionados.
Y si una expedición logra conquistar la cima del Everest, todos los alpinistas, desde el guía sherpa hasta el último escalador en la cuerda, comparten el triunfo como una gesta colectiva, no como una suma de logros individuales.
Cuando ese destino compartido se fragmenta —por ejemplo, al recompensar el rendimiento individual en lugar del colectivo—, el grupo tiende a disolverse como una estructura sin cimiento.
La conjunción de estas propiedades perceptuales —proximidad, similitud, cierre, continuidad y destino común— da lugar a lo que la psicología social denomina «entitividad»: la medida en que percibimos a un grupo como una entidad coherente, como un "ente" en sí mismo. Esta percepción, ambigua y a menudo proyectiva, determina no solo cómo entendemos la mente del grupo, sino también cómo atribuimos agencia o conciencia a sus miembros.
Consideremos un caso paradigmático: las ovejas.
Pensar como una oveja
A simple vista, las ovejas no parecen poseer grandes facultades mentales. No han levantado ciudades, no saben conducir un coche ni destacan precisamente en el Trivial Pursuit (aunque hay humanos que tampoco). Y, sin embargo, subestimarlas es un error.
Investigadores de la Universidad de Cambridge evaluaron la inteligencia de siete ovejas de montaña galesas mediante complejos laberintos diseñados para medir su destreza cognitiva. Los resultados revelaron que su rendimiento era comparable al de roedores y primates, dejando paladina constancia de que bajo la lana se esconde más astucia de la que su fama sugiere.
Entonces, ¿por qué parecen tan tontas? Porque son, en verdad, profundamente cívicas. Viven en rebaños, esos grupos con alta entitividad que, desde fuera, se perciben como un bloque uniforme.
A nuestros ojos, cada oveja parece un calco de la otra, todas se mantienen juntas y comparten un mismo destino: el del pastor que las guía, los lobos que las acechan o el perro que las conduce. Bajo tales condiciones, no necesitamos imputarles pensamientos individuales. De ahí la advertencia popular —no exenta de desdén— que se dirige a quienes renuncian al juicio propio: «No seas una oveja».
Uno y muchos
Las investigaciones sugieren que cualquiera parece más tonto en un grupo, incluyendo adolescentes, estudiantes universitarios e incluso personas mayores. Dos psicólogos, Adam Waytz y Liane Young, investigaron este efecto, planteando la hipótesis de que dependía de la entitividad del grupo: cuanto más entitivo es el grupo, menos mente se deberia percibir que poseen los miembros individuales.
Para probar esta hipótesis, los participantes calificaron las mentes de individuos pertenecientes a grupos de baja entitividad como usuarios de Facebook o jugadores de golf y grupos de alta entitividad como el Cuerpo de Marines de los Estados Unidos o los Yankees de Nueva York, que exhiben los principios de similitud, proximidad, cierre, continuidad y destino común. Como se predijo, en los grupos más entitivos los miembros fueron despojados de sus mentes individuales.
También sucede lo contrario. Si se muestran fotos de individuos en grupos de diferentes tamaños y se manipula la proximidad y similitud de los individuos con el grupo, podemos hacer que un individuo destaque particularmente. Ya sea porque el individuo está en un grupo más pequeño, está más distante del resto o es diferente en algún aspecto, entonces tendemos a percibir una mayor cuota de mente, de autonomía, de individualidad de ese sujeto.
Consideremos ahora una compañía de ballet clásico. No solo todos los bailarines lucen idénticos en escena —gracias a sus trajes simétricos, peinados uniformes y movimientos sincronizados—, sino que han recibido la misma formación técnica y, durante una función concreta, ejecutan una coreografía común con un propósito compartido. En virtud de esta convergencia estética y funcional, resulta natural percibir al cuerpo de baile no como un conjunto de individualidades, sino como una sola entidad rítmica y expresiva.
El director artístico no necesita saber que la bailarina del ala izquierda sufre de nostalgia ni que su compañero del centro escucha jazz antes de cada función para concentrarse. Le basta con saber que el cuerpo entero se dispone a ejecutar el Lago de los Cisnes con precisión y belleza, convencido, como una voluntad colectiva, de que encarnará la emoción que exige la obra. En estos casos, la mente del grupo eclipsa las subjetividades individuales.
Pero la cosa cambia si el director artístico se zambulle en la biografía de uno de los bailarines. Si tiene una cita para tomar un café. Si mantiene un idilio.
Cogniciones diferentes
Mientras que las mentes individuales suelen percibirse como entidades sensibles y dinámicas, las mentes atribuidas a los grupos—ya sea al colectivo como tal o a sus integrantes—siguen un patrón distinto. Si bien un grupo puede derivar ciertos atributos mentales de sus miembros, la evidencia empírica sugiere que se le adjudica un tipo de mente cualitativamente diferente.
En un experimento conducido por los filósofos Josh Knobe y Jesse Prinz, se pidió a un conjunto de participantes que evaluaran la «naturalidad» de diversas expresiones lingüísticas.
Algunas de estas frases preguntaban acerca de la actitud reflexiva y la intención empresarial de una compañía ficticia, Acme Corp: por ejemplo, si creía que sus márgenes de beneficio aumentarían o si planeaba lanzar un nuevo producto. Dichas afirmaciones apuntaban a la agencia del grupo, a su capacidad de actuar con propósito.
Otras frases, en cambio, indagaban en su supuesta facultad de sentir y experimentar emociones. Si Acme Corp sentía alegría o dolor, por ejemplo. El veredicto fue revelador: las oraciones vinculadas a la agencia fueron percibidas como naturales; las relacionadas con la experiencia, por el contrario, resultaron artificiales y forzadas.
Estos hallazgos revelan que los grupos, a diferencia de los individuos que los conforman, suelen ser concebidos como entes capaces de pensar y actuar, pero no de sentir o sufrir. Un colectivo puede tener voluntad, pero no vulnerabilidad.
Pensar en grupo
No deberíamos esperar que una sola hormiga sea inteligente, del mismo modo en que no esperamos lucidez de una célula renal o de un microchip aislado. La inteligencia no reside en la pieza singular, sino que brota del tejido, de la urdimbre que conecta los elementos en una estructura funcional. La mente surge del enjambre, no del individuo.
Claro está, no basta con reunir miles de unidades ciegas: mil millones de cucarachas, tostadoras o hígados encerrados en una caja agitada al azar no producen una mente. La clave no reside en la masa, sino en la forma. Los elementos deben articularse con precisión, limitándose y reforzándose mutuamente en una coreografía delicada. Saber cómo conectar partes sin mente para generar una totalidad inteligente es, quizá, uno de los desafíos más sublimes de la ciencia cognitiva contemporánea.
Si la inteligencia aflora de una interconexión suficiente, entonces se abre una posibilidad inquietante: que existan mentes por encima de la nuestra. Consideremos, sin ir más lejos, España. Como nosotros —y como las colonias de insectos sociales— España está compuesta por millones de unidades especializadas: soldados que actúan en defensa, camioneros que distribuyen recursos, políticos que deliberan como neuronas en un cerebro parlamentario, juntaletras que escriben en Substack... Cuando el cuerpo nacional es atacado, como ocurre por ejemplo en un atentado terrorista, reacciona con un reflejo defensivo casi orgánico. Se alía con otros cuerpos —Francia, por ejemplo—, detecta amenazas externas —migrantes ilegales, enfermedades, influencias culturales—, consume energía y recursos, y excreta residuos: basura, emisiones, desperdicios ideológicos.
¿Podría decirse que España es consciente? Tal vez la pregunta esté mal planteada. ¿Acaso una célula renal sospecha que forma parte de una conciencia superior? Es posible que la percepción de la mente esté limitada jerárquicamente: podemos intuir la presencia de otras mentes a nuestro nivel o por debajo, pero somos ciegos a las que se sitúan por encima. Vemos intención en los gestos de nuestros congéneres, incluso atribuimos agencia a nuestros órganos o algoritmos, pero quizás somos incapaces de percibir si nosotros mismos constituimos los componentes de una mente más vasta.
Quizás los países —esas entidades que hablan a través de embajadores, acuerdos y amenazas— estén vivos, pensando a través de nuestras decisiones, actuando a través de nuestras industrias, comunicándose entre sí como nosotros lo hacemos con el lenguaje. Desde esa altura conceptual, podríamos no ser más que sus células, sus neuronas silenciosas ejecutando planes que jamás llegaremos a comprender del todo: agricultura, diplomacia, vigilancia, guerra.
Y en esta danza internacional de inteligencias emergentes, tal vez todos nosotros seamos meros peones inconscientes, orbitando al compás de mentes colosales cuya existencia nos está vedada por el propio límite de nuestra escala.
Mente galaxia
Todo esto nos obliga a replantearnos no solo nuestra individualidad, sino también nuestra agencia y nuestra noción misma de cognición.
Nuestra arquitectura mental —forjada para la supervivencia en un mundo de rostros familiares— nos permite detectar mentes en seres semejantes, incluso en animales o máquinas que se nos parezcan en gesto o mirada. Pero somos ciegos, en gran medida, ante las inteligencias que no llevan rostro. No vemos mente en el vuelo coreografiado de una bandada de aves, ni en los movimientos hipnóticos de un rebaño de ovejas, ni en la lógica silente de una colonia de hormigas. Y tampoco sentimos más empatía por una multitud que por un solo rostro. La mente colectiva nos resulta fría, distante, casi antinatural (aunque, irónicamente, nosotros formemos parte de una).
Por eso nos cuesta tanto concebirnos como meras partes de un todo. Nadie quiere ser el engranaje anónimo en una máquina sin rostro. Preferimos imaginar que somos el héroe, el elegido que rompe el hechizo, el que escapa de la caverna platónica. De ahí que nuestras ficciones hollywoodienses —Matrix, Antz, El club de la lucha o tantos otros relatos— giren en torno a una figura solitaria que se rebela contra la homogeneidad de la masa, que piensa por sí misma, que despierta.
Y sí, seguramente la autonomía es importante. El pensamiento individual y la libertad, también. Pero quizás no sean tan cruciales como nos han hecho creer. Tal vez esa fe en el yo reflexivo sea una ilusión adaptativa, un truco evolutivo que favorece la cooperación local sin comprender el diseño global. Porque estamos hechos para reconocer sujetos, no sistemas; mentes individuales, no inteligencias emergentes. Esta es la razón de que la economía no pueda entenderse en toda su amplitud, tal y como sucede con la física cuántica, y estemos obsesionados con regularla como si, al hacerlo, hubiéramos podido descodificar su secreto.
Establecemos organismos reguladores y junglas burocráticas o nos contamos relatos de héroes solitarios —como Rosa Parks, que con un simple gesto en un autobús desafió una estructura entera— no solo por convicción moral, sino por una aversión profunda a lo que no comprendemos. Necesitamos anclas narrativas en medio del caos, figuras reconocibles que nos permitan creer que el mundo es gobernable, que el cambio tiene rostro. Porque la verdad más incómoda es que la mayoría de los procesos que transforman el mundo no tienen autor visible, ni intención central, ni plan maestro.
Ante esa vastedad, buscamos consuelo en lo singular, aunque sea ilusorio.
Las mentes colosales, autoorganizadas, nos inquietan precisamente por eso: porque son inasibles, impersonales, desbordantes, pantagruélicas. Se asemejan más a inteligencias alienígenas que a voluntades humanas. Nos rehúyen la mirada, no por indiferencia, sino porque operan en escalas que nos exceden.
Y, sin embargo, podrían estar ahí. Pensando a través de nosotros, sintiendo en formas que no sabremos nombrar, actuando con una lógica que trasciende nuestras narrativas. Quizás no se trata de elegir entre el individuo y el enjambre, sino de aprender a escuchar lo que susurra la inteligencia colectiva en el zumbido de la multitud y, con cierta humildad, asumir que no pensamos tanto por nosotros mismos. Y eso está bien.
Ufff. contundente!!!, inquietante!!! y también reconfortante!!!. La sensación que me deja esta reflexión es la misma que el relato de los peces y el agua de David Foster Wallace, donde como peces tenemos agencia, pero nos debemos a un entorno, que en gran parte nos es desconocido e invisible. También me recuerda un detalle que hablo en mis cursos, donde les dijo a mis alumnos de fisioterapia que me río de la palabra "prevención", porque no se ajusta a la realidad. Siempre prefiero hablar de "reducción del riesgo"; es decir, hablemos de probabilidades y no de conceptos absolutos o deterministas. Como siempre, un placer leer los contenidos que desarrollas, porque no sólo informas, comparas o criticas con argumentos, sino que nos abres ventanas a la autorreflexión. Un saludo y gracias.