Cómo nacieron los sapienciólogos
¿Qué es un sapienciólogo? ¿Cuáles son sus motivaciones? ¿Qué persigue incansablemente? ¿Qué los une?
Primero, vamos con lo bonito.
Puedes seguir la dirección más rápida hacia la verdad, de A a B. O puedes ser sapienciólogo. Un sapienciólogo parte de la sospecha de que las cosas no encajan del todo, o al menos no encajan con facilidad.
Como dijo Harry Clor en On Moderation, hay una división fundamental en el alma: el anhelo de orden y el deseo de desorden, lo apolíneo y lo dionisíaco, la fe y el escepticismo. El sapienciólogo no niega esa tensión: la convierte en una brújula.
Aprende a habitar contradicciones sin desmoronarse, buscando equilibrios, proporciones, treguas entre verdades parciales. Sabe que una vida coherente no nace de la rigidez, sino de una sucesión de acuerdos situados, sutiles, conscientes.
El sapienciólogo entiende que no se trata de resolver para siempre la tensión entre seguridad y riesgo, entre libertad y contención. Se trata de ajustar el paso. Como quien navega en mitad de una tormenta: cargas el peso a estribor cuando la embarcación se inclina, y luego a babor, una y otra vez. La estabilidad no se impone, se practica.
El sapienciólogo no aspira a una vida pura ni a una respuesta definitiva. Comprende que muchos de los dilemas que importan no tienen solución limpia. Que agrandar la libertad puede erosionarla. Que contener el caos puede apagar la creatividad. No hay resolución final para esas disyuntivas. Lo único que puede hacerse es cultivar un carácter lo bastante firme y flexible para sostenerlas. Tomar distancia, incorporar perspectivas opuestas, ver mérito donde otros solo ven amenaza. Porque las culturas políticas no son bloques homogéneos: son tradiciones en conflicto. Tensiones eternas entre igualdad y mérito, centralización y autonomía, comunidad y libertad.
El sapienciólogo no idolatra planos abstractos. No legisla desde un sueño platónico, sino desde el suelo firme de la condición humana. Aspira, como escribió Max Weber, a una vida en la que convivan una pasión ardiente y un frío sentido de la proporción. Desea fines nobles, sí, pero se obsesiona con los medios. Su alma puede arder, pero su carácter sabe contenerla.
El verdadero sapienciólogo desconfía del fanatismo porque desconfía de sí mismo. Sospecha de la pasión que no se revisa y de la audacia que no duda. Porque ha aprendido que los errores de los poderosos dejan cicatrices más hondas que los aciertos. Por eso practica la cautela, no como cobardía, sino como respeto a lo frágil. Porque sabe que la sabiduría empieza justo donde se intuyen los límites.
Eso es ser sapienciólogo. Puede que sea una ambición alta, y puede que casi nadie lo sea del todo. Pero esa es la dirección correcta. Ese es el horizonte.
Dicho esto, vayamos con la explicación más distal de lo que significa ser sapienciólogo.
No basta con ser curioso para volverse sapienciólogo, aunque la curiosidad es el lecho del río. Tampoco basta con tener tiempo, libros, preguntas o buena educación. Lo que realmente distingue a quienes se suscriben a la newsletter Sapienciología —y se lanzan cada semana a leer sobre moral, ciencia, filosofía, psicología, sociología y pensamiento crítico— es que han sido capturados por un juego de estatus.
Sí, un juego de estatus. Y no hay nada banal en ello.
Un linaje de buscadores
Durante siglos, las personas se han agrupado en torno a formas específicas de prestigio: la virtud, la sangre, la riqueza, el arte, la violencia o el conocimiento. La historia de la humanidad es, en buena medida, la historia de esos juegos colectivos en los que se reparte el respeto, la atención y la jerarquía social.
Por ejemplo, por radical que pudiera parecer la ética protestante del siglo XVI, incluso en ese marco religioso el éxito no se concebía como mera acumulación de riqueza, sino como una manifestación externa de virtud. Prosperar era interpretado como una señal de haber sido elegido por Dios. El estatus, por tanto, seguía vinculado a lo moral: al cumplimiento del deber, a la disciplina y a la obediencia a una vida recta.
Estos nuevos jugadores no se conformaron con obedecer. Decidieron jugar a ganar. Nacieron nuevas élites comerciales, bancarias y artesanales, alimentadas por las rutas de lujo del comercio internacional. La riqueza comenzó a acumularse en manos de quienes sabían navegar los códigos del nuevo juego: los que se arriesgaban, negociaban, innovaban. Surgieron compañías, ejércitos privados, redes de crédito, y finalmente, el germen de una burguesía con ambiciones políticas, sociales y culturales propias.
El estatus ya no lo otorgaba únicamente la sangre ni la santidad: lo confería el éxito.
El saber como ornamento
Este nuevo éxito necesitaba símbolos. Y no bastaba con oro o carruajes. Las ciudades-estado italianas fueron pioneras en crear un nuevo tipo de prestigio: el buen gusto. En Florencia, en Venecia, en Génova, los jardines, los banquetes, la porcelana y los tratados de cocina competían con los tratados de teología. Pintores, escultores, arquitectos, sastres, fabricantes de vajillas y poetas competían por impresionar a una sociedad donde la riqueza era abundante, pero el respeto era escaso.
En este contexto, surgía un tipo peculiar de jugador: el virtuoso. Mezcla de erudito y cortesano, de artista y filósofo, el virtuoso jugaba al estatus a través del conocimiento. Su carta no era el linaje ni el oro: era la curiosidad. Por primera vez, la curiosidad dejó de ser un vicio y se convirtió en una virtud. Dejó de matar al gato. Así, publicar un tratado sobre silvicultura, escribir un panfleto sobre el magnetismo animal o experimentar con matemáticas era una forma legítima de escalar socialmente.
Uno de esos virtuosos fue Athanasius Kircher, jesuita barroco que escribió sobre jeroglíficos, geología, magnetismo, óptica y música de las esferas. Sus libros, profusamente ilustrados, eran tan exagerados como celebrados. Kircher no siempre tenía razón, pero era incuestionablemente culto, y eso le otorgaba estatus.
Otro ejemplo: la nobleza veneciana coleccionaba autómatas mecánicos, telescopios y artefactos exóticos como prueba de su sensibilidad hacia la ciencia. El conocimiento se volvía fetiche.
La República de las Letras
De ahí nació una tribu internacional: la República de las Letras. Científicos, filósofos, teólogos, médicos, astrónomos y lingüistas tejieron una red epistolar y editorial que desafiaba a los imperios. Jugaron con nuevas reglas: compartir las ideas, reconocer las fuentes, debatir con cortesía, buscar la verdad. Ganaban los que descubrían, sistematizaban, formulaban y demostraban.
Este juego, al principio pequeño y elitista, explotó con la llegada del sistema postal, la imprenta y los periódicos. La reputación pasó a depender del juicio de los pares, no del aplauso de un rey. Y aunque algunos ganaban dinero, lo que todos querían era lo mismo que sigue queriendo hoy un sapienciólogo: ser leído, ser reconocido, aportar claridad al mundo.
Esa era la meta de figuras como Robert Boyle, Margaret Cavendish o Antonie van Leeuwenhoek. Este último, comerciante de telas, construyó sus propios microscopios para observar la vida invisible. No tenía formación académica, pero sus cartas asombraban a la Royal Society, que lo recibió con los brazos abiertos. No era la cuna lo que importaba: era la competencia.
El salto al mundo moderno
Durante siglos, este juego fue limitado. El saber estaba encerrado en las bibliotecas, los salones y las universidades. Pero Gran Bretaña logró lo que otras naciones no: institucionalizó los juegos de éxito. Con la Revolución Gloriosa, el Parlamento limitó el poder de la monarquía y abrió las puertas a una sociedad donde las ideas podían traducirse en empresas, patentes, derechos y reconocimiento legal. El conocimiento útil se convirtió en una fuente de riqueza y transformación.
Y entonces todo se aceleró. La Revolución Industrial multiplicó el número de inventores, mecánicos, ingenieros, autodidactas y lectores. Se fundaron clubes, cafés, sociedades científicas y publicaciones periódicas. Se otorgaron premios a las mejores ideas. Las nuevas élites ya no eran nobles ni clérigos: eran solucionadores de problemas.
El conocimiento se democratizó, se organizó, se recompensó. Y, sobre todo, se volvió deseable.
El motor invisible del sapienciólogo
Uno de los pensadores que mejor comprendió esta conexión fue Adam Smith. Aunque hoy se le conoce sobre todo como el padre del capitalismo, Smith no era un apologeta de la codicia. Su obra más profunda, La teoría de los sentimientos morales (1759), antecede en casi dos décadas a La riqueza de las naciones. En ella, Smith no habla de mercados, sino de corazones. Sostenía que no buscamos ser ricos por las cosas que el dinero compra, sino por el tipo de mirada que despierta. Lo que anhelamos, decía, no es tanto poseer como ser vistos: ser notados, ser considerados, ser admirados.
Para Smith, el deseo de ser observados y estimados era uno de los resortes más fundamentales de la conducta humana. Y es justo ese resorte el que mueve también al buen sapienciólogo. Quien lee, estudia, conecta ideas, escucha podcasts, comparte artículos y debate con sus iguales no lo hace sólo por altruismo o hambre de saber. Lo hace también porque quiere brillar ante los ojos de quienes valora. Quiere formar parte de una comunidad donde el conocimiento otorga respeto.
Lo interesante es que ese deseo no degrada la búsqueda: la refuerza. Como intuía Smith, el anhelo de ser admirados puede empujarnos a perfeccionarnos, a contribuir, a crear. El sapienciólogo no quiere tener razón por vanidad, sino por una forma más elevada de orgullo: la de estar a la altura de su tribu intelectual. Y así, como escribió Smith, cultivamos la tierra, fundamos ciudades, inventamos ciencias y embellecemos la vida humana. No por avaricia, sino por reconocimiento. Por la necesidad de formar parte de algo más grande que nosotros mismos: una tribu con una gran cohesión endogrupal.
En ese sentido, Sapienciología no es sólo una newsletter: es un espacio simbólico donde se juega, semana tras semana, una partida de estatus orientada al bien. Un juego donde ser leído, ser lúcido, ser riguroso, son formas de excelencia. Y donde cada nueva entrega es un recordatorio de que, al final, el conocimiento no se acumula: se transmite, se comparte y se celebra.
Por supuesto, no todos se unieron al juego. Muchos siguieron buscando estatus en otras coordenadas: el arte, el poder, la moda, la agresividad, la espiritualidad o el carisma. Pero algunos —los más permeables a las ideas, más abiertos a la experiencia, más atentos a la complejidad— eligieron el juego del conocimiento. Nosotros no escogimos la tribu. La tribu nos escogió a nosotros.
El estatus del saber actual
Hoy, los signos externos del conocimiento han cambiado: ya no se mide por la biblioteca de casa ni por las medallas en la solapa, sino por la capacidad de ver patrones, cuestionar dogmas, leer entre líneas. El sapienciólogo no presume de saberlo todo, sino de saber preguntar mejor. Su prestigio no se mide en grados académicos, sino en la finura de sus intuiciones. No se agrupa en salones ni academias, sino en comunidades digitales, foros de suscripción, newsletters especializadas. En espacios como este.
El lector de Sapienciología es heredero directo de la República de las Letras, pero también de los círculos industriales de Birmingham, de las tertulias de los cafés del siglo XVIII, de las sociedades de inventores del siglo XIX, de las listas de correo de los años 90, de los blogs científicos de los 2000. Es parte de una larga cadena de jugadores que han comprendido algo esencial: que saber más no es solo una forma de entender el mundo, sino una forma de ser visto, valorado, recompensado y transformado.
Los sapienciólogos forman una tribu. No porque vistan igual ni tengan un lenguaje secreto, sino porque comparten una orientación: la del sentido. Buscan sentido en las ciencias, en la filosofía, en la historia de las ideas, en la psicología evolutiva, en los sesgos cognitivos, en la ética de los algoritmos. Juegan a comprender el mundo, y en ese juego encuentran una recompensa que no es dinero ni fama: es claridad.
Hay un componente genético, sí. La curiosidad profunda, la necesidad de conectar ideas, el desdén por lo superficial, la atracción por lo complejo, están en parte codificados en sus cerebros. Pero también hay una historia. Una historia de juegos colectivos en los que el saber se volvió deseable, útil y, sobre todo, prestigioso.
Ser sapienciólogo es, en el fondo, seguir jugando. Y como todo buen juego, cuanto más juegas, más quieres jugar. Cada edición de la newsletter es una jugada. Cada concepto nuevo, una carta lanzada sobre la mesa. Cada lectura compartida, una forma de decir: «Estoy en esta partida contigo».
Porque al final, la historia no la hacen individuos, sino personas conectadas en grupos. Y si esos grupos se rigen por un juego de estatus, mejor que sea el estatus del conocimiento. Porque de ahí han surgido las vacunas, los derechos, la imprenta, los satélites, las metáforas, la penicilina y los libros que nos han cambiado.
Y ahora también, cada semana, la newsletter Sapienciología o los tres volúmenes de los libros sapienciólogos:
🏴☠️ Pirate Politics
⚖️ Rubin Morality.
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Otrosí: ¿de dónde viene el término «sapienciólogo»?
El término sapienciólogo no nació en las aulas de una universidad ni en los pasillos de una academia. Nació, como tantas ideas luminosas, en el pliegue sutil entre la ciencia ficción y la filosofía. Aparece por primera vez —aunque de forma velada— en un relato breve titulado Piensa como un dinosaurio, un cuento de James Patrick Kelly donde lo humano se confronta con lo alienígena a través de un dilema ético y tecnológico: el uso de unas máquinas de teletransporte donadas por seres de otro mundo. Para comunicarse con estas criaturas y operar dichos artefactos, hacía falta una figura especial, una suerte de mediador instruido en lo más esencial de nuestra especie. En el cuento, a ese mediador se le da un nombre brillante y desconocido: sapienciólogo.
La palabra, sin embargo, no llegó a pronunciarse en su versión televisiva —una adaptación discreta y algo descafeinada del relato original para la serie The Outer Limits—, pero brillaba con fuerza en el cuento escrito, que preservaba mejor el problema filosófico central: ¿qué ocurre cuando dos versiones idénticas de un ser humano existen al mismo tiempo en lugares distintos?
Fue precisamente esa ausencia —el hecho de que «sapienciólogo» no existiera aún en ningún otro libro en español, ni en los archivos colosales de Google Books— lo que le otorgó su poder. Una palabra sin pasado, pero con destino. Alguien debía adoptarla, dotarla de sentido, darle casa y comunidad.
Y así surgió Sapienciología: como un homenaje encubierto a una historia olvidada, como una forma de rescatar esa figura medio chamánica, medio científica, que busca entender y traducir lo humano en un contexto más amplio, más profundo, más exigente. No como un gurú ni como un académico, sino como un curioso profesional del asombro. Un arquitecto de conexiones. Un viajero entre mundos.
Un sapienciólogo.
A continuación, los dos fragmentos del cuento donde aparece la palabra:
Acabo de ver reflejada mi vida en tus palabras. Niño inquieto y buscador de lo escondido. Adolescente sensible a lo que los demás pensaban de él, tratando de destacar en cualquier faceta ya fuera académica, artística o deportiva. Adulto que eligió la profesión sanitaria por vocación, pero también conocedor de que, quién sirve en situaciones de vulnerabilidad se gana un lugar en el corazón de las personas. Aprender, conocer, descubrir, conectar, y por supuesto compartir, son los verbos motores de mi existencia. Hasta ahora me consideraba un aspirante a polímata, pero tras tus reflexiones, tengo claro que sapienciólogo se adecúa mejor. A tenor de tus descripciones, somos las personas pegamento de la sociedad: escuchamos, conciliamos, mediamos, aportamos y nos implicamos porque necesitamos sentirnos parte de algo más grande que nosotros mismos. Somos hormigas o abejas, pero con mayor conocimiento general y particular, que interaccionamos en un juego de suma 1, donde nuestra motivación es adquirir el suficiente estatus para crecer y hacer el juego infinito. Esto último lo conseguimos a partir de nuestros descendientes. Como debutante sapienciólogo quiero reclamar el lugar que se merece en el altar conceptual de la sapienciología, a la palabra "DEPENDE", como respuesta predeterminada de esta nueva ciencia. Un abrazo y graciassss.
Añadiría: “encontrar sentido en el sinsentido.”
Gracias Sergio, leerte siempre resulta un bálsamo para esta pequeña existencia.