A veces hay que ser nazi solo porque alguien te llama nazi
Pablo Iglesias llama nazi a mucha gente, y dice, también, que hablar con ellos nos convierte en nazis.
En la vida social, nadie escapa a ser, en algún momento y para alguien, el antagonista. Como ha señalado el psicólogo Kurt Gray, cada individuo acaba encarnando, de forma inevitable, el «villano» en la narrativa de otra persona.
Por más generoso o afectuoso que uno se perciba, habrá siempre una mirada ajena —condicionada por otros valores, otras normas, otro relato— que le atribuya inmoralidad. Esta constatación no es sólo anecdótica: apunta a la naturaleza profundamente relacional de la moral.
Todos nazis (menos los míos)
En el fragmento de la entrevista que encabeza este artículo, Pablo Iglesias sostiene que figuras como Bertrand Ndongo o Vito Quiles no deben ser consideradas periodistas, sino más bien "nazis" o "fascistas". A su juicio, estas personas se "disfrazan de periodistas" cuando en realidad actúan como "escuadristas" cuyo propósito no es informar, sino agredir.
Según Iglesias, el fascismo contemporáneo se caracteriza por rechazar los principios básicos de la democracia, no respetar los derechos humanos, normalizar la mentira y justificar la violencia política contra los adversarios. Como ejemplos de estas actitudes, menciona agresiones con micrófonos, acoso domiciliario y declaraciones sexistas o violentas dirigidas a mujeres y personas migrantes.
Desde esta perspectiva, otorgarles voz equivale, para Iglesias, a ser cómplice de su ideología y contribuir a su legitimación. Llegado a este punto, establece una analogía provocadora: equiparar a estas personas con interlocutores válidos sería tan inadmisible como situar al mismo nivel a nazis y judíos, o a fascistas y antifascistas.
En contraste, el entrevistador, Ricardo Moya, adopta una postura más orientada al diálogo y a la comprensión del fenómeno. Su motivación al entrevistar a personas con ideas polémicas, según explica, es tratar de "salir del radicalismo" y descubrir "quién es la persona detrás", con el fin de entender las razones que hay detrás de sus posiciones.
Aunque rechaza prácticas como la invasión de la intimidad, cuestiona la rapidez con la que se etiqueta a alguien como "nazi" y pide a Iglesias que concrete los criterios que justifican tal calificativo. Moya defiende que intentar comprender un fenómeno no implica justificarlo. Además, señala que vivimos en una sociedad polarizada donde algunas acciones procedentes de sectores de izquierda —como hostigar a determinados periodistas— podrían interpretarse, desde otra óptica, como similares a las de la ultraderecha. Incluso compara ciertos métodos con los del programa Caiga Quien Caiga.
Finalmente, introduce el caso de Venezuela y de Nicolás Maduro como un contrapeso a las críticas de Iglesias, insinuando que la represión o la falta de libertades no son exclusivas de la extrema derecha y merecen también ser cuestionadas en otros contextos ideológicos.
Pablo Iglesias es politólogo. Ricardo Moya, cantautor.
Soy así para que me quieras más
El juicio moral no se emite en abstracto, sino que se inscribe en comunidades específicas, con sus propios criterios de virtud, su repertorio de agravios y sus mecanismos de sanción. Por ello, la desaprobación moral afecta de manera muy distinta según su procedencia.
Cuando proviene del grupo al que se desea pertenecer —el círculo de amistades, la familia, el colectivo profesional o ideológico que sirve de referencia simbólica— duele, amenaza la pertenencia, pone en riesgo el estatus. Pero si el reproche moral emana de una comunidad ajena o incluso despreciada, puede experimentarse con indiferencia, e incluso como una forma de reafirmación identitaria.
La ofensa moral, en ese caso, refuerza la cohesión del propio grupo y alimenta la sensación de autenticidad frente a lo que se percibe como hipocresía o estupidez externa.
En este marco, la moral deja de ser una brújula universal para convertirse en un GPS local, calibrado no tanto por principios eternos como por el reconocimiento de los demás. A escala íntima, muchos actos están motivados por la necesidad de afecto y pertenencia: se adoptan los códigos morales dominantes del entorno inmediato no porque sean universalmente válidos, sino porque el afecto depende de ellos.
En este sentido, la moral es una estrategia de vinculación social, un contrato tácito para garantizar aceptación. No se trata de actuar bien en un sentido absoluto, sino de actuar de acuerdo a lo que los otros consideran aceptable o admirable.
Sin embargo, esta lógica no es extrapolable sin más a las sociedades complejas. Las normas que funcionan dentro de un grupo reducido, con una historia compartida y vínculos emocionales estables, no pueden trasladarse sin fricción al ámbito social más amplio. En una sociedad plural, los sistemas morales no son homogéneos ni intercambiables: lo que para un grupo constituye virtud, para otro puede ser violencia.
Esta tensión entre moral tribal y moral pública explica muchas de las guerras culturales contemporáneas, donde cada bando intenta imponer su código como el único legítimo, ignorando que dichos códigos se forjaron en contextos distintos y responden a necesidades diferentes.
La moral personal, en este contexto, se construye de manera ambivalente. Por un lado, se ajusta constantemente a las señales afectivas del entorno: la mirada del otro funciona como espejo y termómetro. Pero también se define por oposición: se rechaza aquello que emana de los grupos considerados enemigos, inferiores o despreciables. Así, se afianza no sólo mediante la empatía con los propios, sino también a través del antagonismo. La moral no se calibra únicamente para ser querido, sino también para marcar distancias, para desafiar, para provocar.
Cuando este juego se lleva al extremo, puede derivar en paradojas inquietantes: uno se adhiere a posiciones que no comparte sinceramente, no por convicción sino por alianza; no por amor a la verdad, sino por fidelidad a los suyos o por desprecio a los otros.
De este modo, incluso lo que parece una deriva extrema —una afiliación a ideologías radicales, por ejemplo— puede obedecer más a necesidades relacionales que a convicciones racionales. No se es nazi, por así decirlo, por fe en el ideario, sino por cohesión tribal, por inercia del grupo, o por el simple deseo de “molestar a Pablo Iglesias, parecernos lo menos posible a él o a sus seguidores, etc”.
Por el simple hecho de desvincularte de determinada hegemonía cultural y universitaria. Tan simplona y maniquea que hasta un simple cantautor, sin apenas conocimientos profundos sobre el tema objeto de glosa, puede dejar a la vista de burda tramoya ideológica de un intelectual.
El tal caso, sí, mejor ser nazi. Mejor ser tildado como el villano. Mejor formar otra comunidad moral.
La moral como trinchera
Dicho todo esto, imaginemos que Pablo Iglesias tiene razón. Que no habla como si fuera un completo intransigente con birrete. Que la universidad no es un lugar capaz de producir semejantes engendros intelectuales.
Imaginemos que los nazis son los que él determina como tal, cual juez Dredd, desde una atalaya moral rayana en la omnisciencia.
En tal caso, ¿su discurso podría ser legítimo?
A primera vista, la respuesta parece obvia: sí. El nazismo encarna uno de los idearios más atroces y violentos del siglo XX, responsable de genocidios, guerras y crímenes contra la humanidad. Estigmatizar a quien se adhiere a dicha ideología parece no solo legítimo, sino necesario. Sin embargo, conviene ir más allá de esta reacción automática y preguntarse qué significa exactamente estigmatizar, por qué lo hacemos y con qué consecuencias.
En las democracias liberales, se considera inaceptable estigmatizar a alguien por su origen, religión o raza, porque se trata de condiciones que no dependen de la voluntad del individuo. En cambio, se acepta —y a menudo se exige— estigmatizar a quienes promueven ideas que amenazan la dignidad y la seguridad de otros, como ocurre con los discursos supremacistas, antisemitas o autoritarios. El caso del nazi entra de lleno en esta segunda categoría: no se le rechaza por su identidad, sino por una ideología activa que glorifica el odio, el exterminio y la jerarquía racial.
Ahora bien, incluso en este caso extremo, conviene no perder de vista una distinción importante: estigmatizar una ideología no es lo mismo que deshumanizar a quien la sostiene. Aunque el nazismo merezca el más firme rechazo moral y político, no todo el que se adhiere a él lo hace por maldad pura. A veces lo hace por ignorancia, por desesperación, por haber sido captado en un momento de vulnerabilidad o por haber crecido en un entorno donde esa ideología era la norma. En otras palabras, el nazi no siempre es un monstruo: a menudo es una persona rota, resentida o confundida que ha encontrado en el odio una forma de sentido o pertenencia.
Este reconocimiento no implica indulgencia. Implica comprender que el mal no siempre se presenta con cuernos y tridente, sino con rostro humano. Que la ideología nazi es aberrante, sí, pero que sus adherentes no siempre son conscientes del alcance de lo que defienden. Algunos reproducen lemas, símbolos o narrativas sin haber reflexionado a fondo sobre su contenido histórico o su violencia implícita.
La estigmatización, en estos casos, cumple una función social clara: señalar límites morales, proteger a las víctimas potenciales y dejar constancia de que hay ideas que no pueden ser normalizadas. Pero si se convierte en un simple mecanismo de expulsión, puede volverse contraproducente. Un joven seducido por el discurso neonazi, al verse etiquetado sin posibilidad de redención, puede aferrarse aún más a su tribu ideológica. El estigma, en lugar de disuadir, solidifica la identidad.
Por eso, aunque sea legítimo —y necesario— estigmatizar el nazismo, conviene distinguir entre el rechazo de la ideología y la posibilidad de rescatar al individuo. Porque el objetivo no puede ser solo castigar: debe ser también prevenir, comprender y, si es posible, desradicalizar. Una sociedad madura no solo identifica el mal, sino que estudia sus causas. No se limita a levantar muros, sino que busca también ventanas.
En definitiva, estigmatizar al nazi puede ser justo, pero no siempre es suficiente. Y a veces, cuando se hace sin matices, puede resultar incluso inútil. Porque si queremos erradicar el nazismo, no basta con señalarlo desde fuera: hay que comprender qué vacíos, qué resentimientos y qué fracturas lo siguen alimentando por dentro.
Negarse a hablar con el otro —por infame que sea— no es señal de fortaleza ética, sino de fragilidad intelectual. Como en los rituales de purificación, lo que se excluye dice más sobre el miedo de la comunidad que sobre la maldad del individuo. Tal vez haya que recordar que el verbo "dialogar" viene del griego dia (a través) y logos (palabra): atravesar juntos el sentido, incluso cuando el otro nos repugne.
Eso implica, irónicamente, que también debamos hablar con Pablo Iglesias. Incluso podemos entrevistarle. A pesar de que muchos creamos que su discurso es, a efectos prácticos, tan nazi como el de los nazis.
El discurso de Pablo Iglesias no es nazi, llamemos a las cosas por su nombre, es comunista, al más puro estilo estalinista, ideología tan o más aberrante incluso que el nazismo, responsable de más muertes y atrocidades que cualquier otra ideología, pero que, incomprensiblemente, sigue gozando de buena prensa y sus acólitos siguen siendo considerados como defensores de la democracia.
Por lo menos los nazis no engañaban a nadie, no iban de demócratas, por eso los comunistas son más peligrosos.
Madre mía...la entrevista es difícil de ver. Pablo diparando una falacia argumental tras otra. Ha perdido la soltura y ya no engaña a nadie.