A favor de ser un 'cuñao' (sobre todo en Navidad)
Esta noche, y también mañana, muchos de nosotros compartiremos mesa con personas. La conversación puede escalar hasta límites insospechados. Y eso no es malo.
Ser un cuñao —ese personaje omnipresente en reuniones familiares, especialmente en estas fiestas— es, en esencia, encarnar la seguridad del que opina de todo sin saber de nada. Esta Nochebuena nos reúne alrededor de mesas colmadas de manjares y, no pocas veces, una pizca de efervescencia alcohólica que suelta lenguas y desata certezas absolutas.
En este escenario, el cuñadismo encuentra su caldo de cultivo perfecto: conversaciones que, inicialmente inofensivas, se ven aderezadas con juicios categóricos sobre política, economía, fútbol o cualquier tema del momento.
La cuestión es que tendemos a ver al otro como el cuñado, y a nosotros como los que disfrutan de la conversación sosegada, enriquecedora prudente. Más allá de establecer diferencias, desde aquí negamos la mayor: todos somos cuñados, en mayor o menor medida, y eso no es malo. Porque hablar con el otro no tiene tanto como objeto esclarecer la verdad sino sentir compañía, compadreo o… también enemistad.
Oda al pensamiento solitario
Yo soy muy de John Stuart Mill, uno de mis pensadores de cabecera junto a Thorstein Veblen. Y sobre todo lo soy en el sentido de que, al socializar, es mejor cuñadear. Un poco. Sobre todo durante estas fiestas.
Mill no consideraba que el libre intercambio de ideas garantizara que la deliberación y el diálogo condujeran inevitablemente a una verdad moral o política. No le habría sorprendido, por ejemplo, que muchas discusiones en redes sociales, en lugar de acercarnos a la verdad, nos alejen de ella. Porque Mill era escéptico respecto al ideal de la «colisión de opiniones» como mecanismo para alcanzar la verdad. Según él, «la verdad germina en la mente misma, y no debería ser expulsada de repente como el fuego que surge al golpear un pedernal contra otro objeto duro».
Para Mill, el entorno más propicio para que la verdad florezca es la soledad. En la soledad, decía, podemos dejar de lado las presiones de la sociedad que estigmatizan el pensamiento independiente. Este es el núcleo de su preocupación sobre los efectos de la interacción social y el discurso público en la vida intelectual: tienden a empujarnos al conformismo.
Pensadores independientes necesitan alejarse de su sociedad para ganar la distancia crítica necesaria y liberarse de las imposiciones de la mayoría. Mill afirmó que, mientras para muchos la sociedad es una forma de relajación, hay quienes necesitan «relajarse de la sociedad». Llegó a escribir que «pasar la mitad de nuestro tiempo en soledad no es solo un lujo, sino una necesidad».
El «nosotros» al que Mill se refería incluía principalmente a escritores, filósofos y poetas, quienes requieren de esa distancia para observar los defectos de la sociedad y hablar con honestidad sobre ellos. Para Mill, la soledad ofrecía el espacio esencial para ejercer la libertad intelectual. Aunque pensaba que los filósofos eran quienes más necesitaban este beneficio, su advertencia contra el conformismo intelectual aplica a todos los que aspiramos a pensar críticamente sobre nuestra cultura.
Por muy valiosa que sea la comunidad para los humanos, Mill reconocía que la sociedad puede tener un efecto adormecedor sobre la mente. Sin un espacio que permita alejarnos y evaluar críticamente lo que oímos de amigos y desconocidos, corremos el riesgo de dejarnos llevar por la corriente, aceptando sin reflexión las ideas de quienes nos rodean o rechazando automáticamente las de quienes se nos oponen. Estudios recientes en psicología han demostrado cuán vulnerables somos al pensamiento grupal, adoptando sin cuestionar las creencias de nuestro entorno.
Si Mill estaba en lo cierto, la soledad puede ser un refugio que nos permita pensar por nosotros mismos, lejos de la presión inmediata por conformarnos. Poco después de escribir Sobre la libertad, Mill afirmó en una carta que «aquellos que aspiren a fines nobles o quieran mantener un carácter elevado deben tener poco que ver con lo que se llama sociedad». Aunque esta afirmación puede parecer extrema, Mill sostenía que una buena dosis de soledad es probablemente la mejor manera de desarrollar una mente independiente, capaz de evaluar con justicia y espíritu crítico los valores de su cultura.
Así que, en cuanto estemos en sociedad, sobre todo estas noches achispadas, no elevemos con grandilocuencia impostada qué estamos haciendo al hablar. No estamos filosofando, ni siquiera intercambiando ideas de forma civilizada. Estamos bailando un tango. Ahora la llevas tú, ahora yo. Estamos cuñadeando, que es una de las herramientas más importantes para nuestro cerebro social, junto al chismorreo (¿acaso no son un poco lo mismo?).
El poder evolutivo del chimorreo-cuñadeo
A medida que los grupos humanos se hicieron más grandes y complejos, su evolución social estuvo profundamente influida por una tríada fundamental: el intercambio de información mediante el chismorreo, el altruismo como estrategia de cooperación y los castigos que reforzaban normas colectivas.
Estas dinámicas sociales crearon una creciente presión evolutiva para desarrollar cerebros más grandes, capaces de gestionar el intrincado registro de relaciones interpersonales y de procesar la información social acumulada. El cerebro humano, en este sentido, se convirtió en una suerte de archivo viviente, indispensable para navegar las interacciones sociales y transmitir conocimientos de una generación a otra.
Con el tiempo, a medida que las ideas y tecnologías culturales se acumulaban, la demanda cognitiva también creció. Los cerebros más grandes no solo permitían mayor almacenamiento de información, sino que también facilitaban simulaciones internas más avanzadas: la capacidad de imaginar escenarios, predecir comportamientos y planificar estrategias. Esta habilidad se intensificó con el surgimiento del lenguaje, que proporcionó una herramienta confiable para el intercambio de pensamientos complejos. La presión para desarrollar cerebros más sofisticados aumentó proporcionalmente con la utilidad de estas simulaciones internas, alimentando un círculo virtuoso en el que lenguaje y cognición se potenciaban mutuamente.
Sin embargo, esta expansión cerebral no fue ilimitada. A nivel biológico, existían restricciones claras: un cerebro más grande requería más calorías para su funcionamiento, lo que a su vez incentivó avances como la mejora en la caza y la cocina, actividades que incrementaron significativamente el aporte calórico disponible. A medida que los cerebros crecían, los partos comenzaron a suceder en etapas más tempranas del desarrollo fetal —dado que un cráneo demasiado grande no podría atravesar el canal de parto humano—, lo que dio lugar a infancias más prolongadas y, por ende, a periodos extendidos de aprendizaje del lenguaje y otras habilidades sociales.
Este cambio, a su vez, exigió un mayor grado de cooperación altruista dentro de los grupos humanos, ya que la supervivencia de crías dependientes requería esfuerzos colectivos. Una vez más, esta cooperación amplió el margen para cerebros aún más grandes y períodos de desarrollo más extensos.
Así, el surgimiento del lenguaje y la expansión del cerebro humano fueron el resultado de una «tormenta perfecta» de factores evolutivos interrelacionados. La improbabilidad de esta combinación podría explicar por qué el lenguaje es una capacidad tan única. De esta sinergia emergió la matriz conductual e intelectual del Homo sapiens: nuestro lenguaje, nuestro altruismo, nuestra capacidad de crueldad, nuestra habilidad culinaria, la monogamia, los nacimientos prematuros y, sí, nuestra inagotable fascinación por el chisme, forman un todo integrado que define lo que significa ser humano.
Esto implica que hablamos sin parar, unos con otros, del tiempo, de lo que está bien o mal, de otros, de nosotros mismos, de unas y otras cosas, sin descanso, no para encontrar verdades inscritas en mármol, sino para establecer amigos y enemigos, para navegar socialmente, para prosperar, para ser felices.
En este contexto, no resulta sorprendente que el cuñadeo, esa versión contemporánea y caricaturesca de nuestra propensión ancestral al intercambio de ideas y chismorreos, se manifieste con especial vigor en las cenas familiares. Al fin y al cabo, las reuniones festivas representan un microcosmos de la evolución humana: un espacio donde lenguaje, altruismo, jerarquías y vínculos sociales se entrelazan bajo el calor simbólico del hogar y el festín. En torno a la mesa, perpetuamos aquella pulsión de compartir información —aunque sea con datos a medio cocinar— y de medir fuerzas intelectuales, reflejo de un cerebro diseñado para interpretar, persuadir y, a veces, imponer. Si algo revelan estas noches de tertulias animadas es que el lenguaje, con todo su poder para conectar y confrontar, sigue siendo el hilo invisible que nos une en nuestra condición humana, incluso cuando el debate deriva en las clásicas certezas del cuñao.
Abracemos el cuñado que todos llevamos dentro. Porque eso nos hace humanos, no robots impostados. ¡Feliz Nochebuena!
Siempre leo, disfruto y encantan tus escritos, pero éste no sé por qué, me ha suscitado ciertas reflexiones que me gustaría compartir:
1.- Pienso que detrás del "cuñadismo" se esconde un intento, torpe pero genuino, de entender el mundo a través de argumentos desinformados. Algo así como una especie de filosofía popular a través de un Sócrates en modo beta, pero con ansias de marcar territorio.
2.-¡Qué hermoso recordar que no siempre hablamos para tener razón, sino para sentirnos parte de algo más grande. En esas cenas, entre risas y debates absurdos, construimos redes invisibles de afecto y pertenencia. ¡Eso también es evolución humana!
3.- Sobre la soledad. Bueno, frecuentemente compramos los ingredientes a diferentes proveedores, para luego con el toque personal y los recursos que dispongamos, cocinar nuestro mejor plato. Así que uno sin lo otro no existe o sufre de limitación o de monotonía. El pensamiento independiente, como tal, es una falacia.
4.- Y por último, el chismorreo es básicamente todo lo que tenemos. Unos desarrollándolo con más sustancia que otros, pero al fin y al cabo es todo lo que podemos hacer en un mundo de realidades particulares, opacidad causal, incertidumbre, y sobre todo....azar.
Feliz Noche Buena de lenguajes compartidos!!!!