El problema de introducir aranceles a los coches chinos
Aplicar aranceles a la importación de coches chinos es tan burdo y contraproducente como limitar los precios de los alquileres. O incluso peor.
Volkswagen ha anunciado el cierre de al menos tres fábricas en Alemania y la reducción de personal debido a la caída de beneficios y la competencia de fabricantes chinos.
Para paliarlo, en España, como parte de la Unión Europea, se han impuesto aranceles adicionales a los vehículos eléctricos importados desde China, que varían según el fabricante: hasta un 35,3% para SAIC, 18,8% para Geely y 17% para BYD, sumándose al arancel estándar del 10% aplicable a todos los automóviles importados.
En la misma línea, el gobierno estadounidense ha incrementado los aranceles a las importaciones de vehículos eléctricos chinos del 25% al 100%, con el objetivo de proteger la industria nacional frente a prácticas comerciales consideradas desleales.
Entiendo el miedo. No solo estamos hablando de coches chinos más baratos, sino más sofisticados en muchos sentidos. En mis recientes viajes a Shenzhen y Chongqing, tuve la oportunidad de visitar algunos concesionarios de BYD, entre otros, y descubrí auténticas naves espaciales de cuatro ruedas. Además, las versiones eléctricas, que son la mayoría, han desarrollado baterías de alta densidad energética que ofrecen mayores autonomías y tiempos de carga más rápidos, superando a muchos competidores internacionales.
Pero combatir la innovación china a través de aranceles es una malísima idea.
Derecha o izquierda
Para muchos, la arena política parece reducirse a un solo camino bifurcado: a un lado, el espejismo de una utopía de izquierdas, con su discurso de progreso social y libertades personales; al otro, la fortaleza conservadora de las derechas, que promueven la tradición y el mercado libre.
Los primeros defienden una cierta tolerancia en temas personales —como el derecho a la identidad de género y orientación sexual o el derecho a interrumpir el embarazo—, pero cuando se trata de la libertad económica, de la autonomía en el comercio y la empresa, se retiran espantados como si de un terreno prohibido se tratara.
La derecha, en cambio, se muestra más receptivos al libre mercado, rechazando regulaciones y controles que perciben como grilletes al espíritu emprendedor; sin embargo, cuando toca hablar de libertades individuales, se convierten en centinelas de la moral,.
Existe, sin embargo, una tercera senda, rara vez transitada: la del libertario, quien defiende la libertad humana en todas sus dimensiones, sin concesiones.
Libertarismo
El libertarismo es la única filosofía política predicada sobre la noción de «todo aquello que es pacífico». El hombre puede hacer todo lo que desee, siempre y cuando respete este mismo derecho en los demás. Todas las otras perspectivas de política económica parten de la base de que está completamente bien obligar a gente inocente a hacer cosas (como pagar impuestos, mostrar pasaportes, carnets, etc.) en contra de su voluntad, siempre que la autoridad (el dictador, el líder elegido democráticamente) lo apruebe, pero es bárbaro forzar a gente inocente a llevar a cabo acciones que no aprueban.
Esta clase de actos forzosos, cuando se aplican a la política interior, conducen al desempleo, la inflación, y el desajuste interno. Cuando se aplican a la política exterior, desencadenan guerras injustificadas.
Como explica Walter Block en Defendiendo lo indefendible, el libertarismo a menudo se confunde con una suerte de individualismo extremo, un rechazo absoluto de toda expresión colectiva. Los seguidores de Ayn Rand han contribuido en gran medida a esta confusión, promoviendo una visión en la que el individuo se erige como el único ente legítimo, en oposición a cualquier forma de colectivismo.
Pero sostener que el individualismo y el colectivismo son polos irreconciliables es como decir que la pintura solo puede ser un acto de soledad, ignorando la belleza que surge cuando los artistas colaboran en una misma obra. No hay nada de malo en actuar en colectividad, siempre que esta cooperación sea voluntaria y libre de coerción.
A lo largo del tiempo, la máxima «de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad» ha sido entronizada como símbolo de una ética altruista y, en ciertos contextos, como la encarnación misma de la moralidad. Pero ¿cómo contempla el libertarismo un principio tan generoso? ¿Debe rechazarlo de plano? No, en absoluto. Siempre que esta idea sea implementada por aquellos que la eligen libremente y solo aplicada a quienes la suscriben, no surge ningún conflicto con los principios del libertarismo.
Tomemos como ejemplo el convento, el monasterio, la comuna o el kibutz: todos son espacios que, en mayor o menor medida, operan bajo este precepto, pero lo hacen dentro de un marco de voluntariedad. Son comunidades donde los miembros acuerdan vivir bajo normas que trascienden el interés individual, y al hacerlo, construyen un tejido social en el que el bienestar común es la prioridad. Incluso en la familia tradicional, un ámbito tan cotidiano y personal, podemos ver reflejada esta filosofía: una niña pequeña, por ejemplo, come según sus necesidades y no según su habilidad para generar ingresos, una dinámica en la que el amor y la cooperación reemplazan cualquier cálculo de mérito.
Cooperación económica
Podemos ilustrar este principio de forma muy elocuente con el ejemplo del sirope de arce y las bananas. Imaginemos, por un momento, que en Canadá se quisiera cultivar bananas. Claro, sería posible; bastaría con instalar decenas de miles, quizá cientos de miles, de invernaderos colosales, con sistemas complejísimos y a un coste desmesurado. Del mismo modo, podríamos visualizar un escenario en el que Costa Rica decidiera producir sirope de arce: solo necesitaría construir vastos refrigeradores para mantener los arces en condiciones frías, un proyecto que exige más que refrigeradores normales, sino auténticos colosos de frío.
La mera idea roza lo absurdo. Es infinitamente más eficiente que Canadá continúe especializándose en la producción de sirope de arce, mientras Costa Rica cultiva sus bananas, y ambos intercambien el producto en el que son especialistas para su mutuo beneficio.
La lógica de la especialización es tan clara como el agua. Es el mismo razonamiento que nos lleva a cuestionar cómo una profesora de piano conseguiría un coche: ¿construyéndolo ella misma, o dedicándose a dar clases y adquiriendo el coche con las ganancias? La respuesta se dibuja de inmediato: es mucho más sensato que siga enseñando música, una habilidad que domina, y deje la fabricación de coches a quienes comprenden y manejan la complejidad del motor y la carrocería.
Sin embargo, lo que parece evidente en estos ejemplos concretos a menudo se pierde de vista en lo cotidiano. El mismo principio de especialización aplica, sin excepción, a todo lo que encontramos a nuestro alrededor: textiles, calzado, automóviles y hasta los bienes más complejos y sofisticados, como los dispositivos electrónicos. Como una sinfonía en la que cada músico aporta su destreza, la economía mundial se sostiene en esta danza de competencias individuales que, en conjunto, producen un equilibrio virtuoso para todos.
Interdependencia
Reflexionemos por un momento sobre el mercado de los textiles. Imaginemos que los consumidores tienen la opción de elegir entre unos vaqueros fabricados localmente que cuestan cincuenta dólares y un par idéntico, pero producido en el sudeste asiático, en Hong Kong, por ejemplo, a tan solo diez dólares. No es difícil prever que la gran mayoría de los compradores optarían por la alternativa económica, guardando cuarenta de sus dólares ganados con esfuerzo. Esto, inevitablemente, llevaría a una reducción en los puestos de trabajo en la industria local de vaqueros.
Sin embargo, detenerse en esta consecuencia, como suelen hacer los proteccionistas, es quedarse a mitad de camino en el análisis. ¿Qué sucede con esos cuarenta dólares adicionales en los bolsillos de los consumidores? Quizás los gasten en otros productos locales, favoreciendo así otras industrias de la región y abriendo oportunidades de empleo para quienes antes fabricaban vaqueros. Tal vez decidan ahorrar, lo cual permitiría a los bancos ofrecer créditos en condiciones más atractivas, fomentando la inversión en sectores como la construcción o las industrias de servicios, generando empleo adicional. Otra posibilidad es que, con esos mismos cincuenta dólares, el consumidor compre cuatro pares más de vaqueros extranjeros o, incluso, otros productos de importación, diversificando su consumo.
Pero la historia no termina aquí. Los proveedores extranjeros que reciben esos diez (o cincuenta) dólares tienen un dilema: los dólares estadounidenses no les son útiles en Hong Kong del mismo modo que los dólares hongkoneses no se aceptan para transacciones en Estados Unidos. Así que, si desean aprovechar esos dólares, hay un solo lugar en el mundo donde podrán hacerlo: en el país que les compró los vaqueros, Estados Unidos. Este flujo de capital, que retorna al país de origen, se utilizará en última instancia para adquirir bienes y servicios estadounidenses, cerrando el ciclo y generando nuevos puestos de trabajo en sectores diversos.
Esta lógica también se aplica a los automóviles.
El horror del proteccionismo
Es probable que Adam Smith esté revolviéndose en su tumba. Imaginar a un país, que profesa ser devoto de los principios del capitalismo y el mercado libre, levantando muros contra el comercio, mientras los antiguos comunistas chinos protestan por ello, es una escena ciertamente irónica. Sin embargo, los verdaderos damnificados de una política proteccionista no son los trabajadores con habilidades generales y sueldos modestos que, tras cerrar una fábrica, encuentran empleo similar en otro sector. Los auténticos perjudicados son los dueños de las fábricas protegidas y aquellos trabajadores mejor remunerados, cuyos salarios están bien resguardados bajo el paraguas de los sindicatos, y cuyas habilidades son específicas de la producción de vaqueros.
No es de extrañar, entonces, que estos sindicatos se alineen con los fabricantes en su clamor por más proteccionismo y ayudas.
Una de las mayores trabas para que los países menos desarrollados puedan aumentar sus importaciones de productos norteamericanos es la falta de dólares para comprarlos, un recurso que solo pueden adquirir si se les permite comerciar libremente. En lugar de fomentar el comercio, durante años la «ayuda extranjera» se ha presentado como la solución socialista a la pobreza en el tercer mundo. Sin embargo, tanto la experiencia como la lógica revelan un patrón distinto: la ayuda económica a menudo se convierte en limusinas para los gobernantes, armamento para sostener sus regímenes y monumentos y estatuas que celebran su vanidad.
Esencialmente, si un país es capaz de fabricar vaqueros más baratos que otro, es lógico que se enfoque en lo que hace mejor y comercie, aprovechando así los talentos únicos de cada región del mundo. Ninguna nación alcanzará su verdadera prosperidad si fuerza a sus ciudadanos a realizar tareas que otros pueden llevar a cabo más eficientemente y a menor coste. Es como el abogado exitoso que insiste en hacer su propia mecanografía, limpiar su oficina y hacer sus recados: rápidamente descubrirá que le convendría concentrarse en su labor legal, en lugar de desperdiciar su tiempo y habilidades en tareas auxiliares. Lamentablemente, Estados Unidos, y también Europa, sigue inmovilizando mano de obra en sectores que, desde una perspectiva económica global, solo pueden considerarse triviales.
El proteccionismo acarrea muchas consecuencias insospechadas, y una de las más insidiosas es el auge del «comercio compensatorio». Esta práctica, que surge como una respuesta a las restricciones comerciales impuestas, implica que los países no comercian en función de sus propias ventajas comparativas, sino en base a acuerdos bilaterales que obligan a un intercambio específico de bienes.
En lugar de permitir que el mercado determine qué productos son más eficientes y competitivos, los gobiernos fuerzan el trueque de mercancías, lo que termina por distorsionar la economía y fragmentar el flujo natural del comercio. Este tipo de intercambio es a menudo poco óptimo, porque impone la obligación de recibir productos que no necesariamente son los mejores o los más demandados. Así, el comercio compensatorio diluye los beneficios del libre comercio, enreda a las economías en acuerdos rígidos y socava el dinamismo que solo puede ofrecer un mercado sin restricciones.
En esta economía de intercambios forzados, el crecimiento global se ve asfixiado. Las naciones quedan atrapadas en un ciclo de dependencia de productos de baja competitividad y bajo valor añadido, perpetuando ineficiencias y afectando a los consumidores que, a largo plazo, terminan pagando el precio de esta intervención estatal. En lugar de una economía fluida, en la que los países producen y exportan aquello que mejor saben hacer, el comercio compensatorio actúa como una camisa de fuerza que impide la circulación efectiva de bienes y servicios, manteniendo un sistema inflado artificialmente por restricciones políticas.
Los coches chinos han dejado de ser meras copias baratas para convertirse en auténticas joyas tecnológicas, equipadas con innovaciones punteras en eficiencia, sostenibilidad y conectividad. Con una destreza en la ingeniería que rivaliza con la de los fabricantes tradicionales y precios altamente competitivos, estos vehículos representan la evolución de la industria automotriz global. Impedir su libre circulación mediante aranceles es como poner un dique en un río desbordante: el avance es imparable y la demanda, inevitable. En lugar de aislarse, los mercados deberían abrir sus puertas a esta nueva generación de vehículos, permitiendo que la competencia impulse a todos hacia un futuro más accesible, innovador y eficiente.
Interesante artículo Sergio. Sin embargo hay algo que no comparto. Cuando dices “aprovechando así los talentos únicos de cada región del mundo”, creo que he debemos ser cuidadosos cuando hablamos de talento en el contexto de países subdesarrollados donde fundamentalmente el talento se reduce a la explotación laboral. Creo que los argumentos de localización, clima, expertise, etc son completamente válidos cuando hablamos de países con condiciones laborales y de vida razonables.
Hola Sergio.
Muy correcto todo, pero hay un detalle: el gobierno chino no juega las mismas reglas de juego que planteas:
https://www.expansion.com/empresas/motor/2024/06/21/66758256468aeb91438b4585.html
¿Qué hacer si tu competidor parte con una ventaja competitiva de ese calibre?
Gracias