Tienes éxito porque tienes suerte y tienes suerte porque tienes éxito
Meritocracia, igualdad y error fundamental de atribución
Con sus altibajos, Bill Gates ha logrado ser la persona más rica del mundo. ¿Se esforzó o tuvo suerte? ¿Es inteligente o simplemente estaba en el lugar adecuado? Probablemente ambas cosas. Pero ignoramos el peso específico de cada una de ellas y los bucles de retroalimentación positiva entre ambas.
Gates era brillante, pero también, en 1968, sus padres lo llevaron a un colegio privado que tenía una terminal conectada a un ordenador central, algo raro para la época. Y aquel fue, indudablemente, solo uno de la larga sucesión de golpes de suerte de su vida. Muchos de los cuales ni siquiera los podemos imaginar (y Gates, tampoco), porque resultan invisibles o no son conceptúan como golpes de suerte.
Golpes de suerte como el año en que se doctoró una persona. Un economista puede tener el doble de publicaciones en revistas académicas que un colega no solo porque tenga más talento, sino también, como señala el psicólogo social Richard Nisbett en Mindware:
Los economistas que obtienen su doctorado en un ‘año de vacas gordas’, cuando hay muchas plazas en el mercado del trabajo académico, les va mucho mejor en el mercado del trabajo académico y hacen mejores carreras que los economistas que obtienen su doctorado en un ‘año de vacas flacas’.
La suerte parece ser un factor determinante en el éxito, más que el talento, como sugiere el último IgNobel en Economía.
SUPERIORES E INFERIORES
En el mundo hay personas que son superiores o inferiores en cualquier rasgo o característica. Los hay más inteligentes y menos, más trabajadores y menos, con mayor autocontrol y con menor autocontrol. Los hay más imaginativos, más creativos y más tenaces. También los hay más procrastinadores.
En el mundo también hay contextos más o menos adecuados para reforzar rasgos o características que podemos acordar como superiores o beneficiosas. Hay ecosistemas que producen individuos más inteligentes, más tenaces o con mayor autoncontrol. Esos ecosistemas, por ejemplo, son más habituales en el contexto de una familia rica. O en una ciudad donde hay escasa intoxicación por plomo.
Corolario: así como hay personas que son superiores a otras en función del criterio que escojamos, tanto de lo mismo puede decirse de los contextos. Olvidar eso es incurrir en un evidente error de atribución fundamental: la tendencia a sobre-atribuir las características personales e ignorar factores contextuales cuando juzgamos el comportamiento de los demás.
DOS IDEAS QUE PODEMOS ABRAZAR
Habida cuenta de lo dicho, podemos rendir pleitesía a dos ideas rectoras sobre el funcionamiento del mundo, tal y como si fueran credos religiosos. A saber:
La meritocracia es fundamental. Es decir, podemos ir más allá de las personas y los contextos, lo cual es tanto como evocar al barón de Münchhausen tirando de su propio cabello para salir de un pozo. Aunque estamos frente a una entelequia, esta idea actúa como incentivo para alcanzar finisterres que de otro modo nunca alcanzaríamos (efecto Rocky). Por contrapartida, una meritocracia pura también es profundamente asfixiante, porque las personas que están arriba creen que lo está solo por su esfuerzo lo que propicia que se vuelvan más satisfechas de sí mismas y desprecien con más facilidad al inferior. También quienes están abajo acaban atrapados en una suerte de profecía autocumplida, atrapados en las redes de su propia convicción: acaban siendo abandonados porque ellos mismo se acaban abandonando.
La meritocracia es mentira. Todos somos iguales, apenas hay maniobra en un mundo repleto de condicionantes. Las dádivas se reparten injustamente. No dejemos que nadie se quede atrás. Es preferible la igualdad a la libertad. Deberíamos empezar todos desde la misma casilla y penalizar a quienes tienen ventajas para saltar casillas. Esta idea es tan ingenua y condescendiente que podría estamparse en cualquier taza de Mr. Wonderful. Llevada a su extremo, produce monstruos. Porque la gente se adocena, no encuentra tantos alicientes por esforzarse. Y los que están arriba tampoco tienen tantos incentivos para estar arriba, lo que indirectamente podría dejar de redundar en beneficios hacia los que están abajo.
Ambas ideas ideas, pues, tienen pros y contras. Lo más eficiente parece vivir en un mundo donde ambas ideas convivan y los pesos específicos de las dos sea mayor o menor en función de las circunstancias, aunque entonces el sistema que abracemos será necesariamente ambiguo.
Sí, la ambigüedad, como la incertidumbre, produce cortisol, la hormona del estrés. Pero ese es el tributo que debemos pagar cuando no tenemos las cosas claras, valga la tautología. Al menos, el que debemos pagar para no dejarnos convencer de que las tenemos claras. Al fin y al cabo, es bueno que exista el IgNobel (cuya imagen paródica del premio es la figura de El pensador de Rodin, pero caído de su pedestal y de espaldas contra el suelo). Pero también es bueno que exista el Nobel y nos lo tomemos más en serio.
Dicho lo cual, hasta luego, y gracias por el pescado.