Solo me dejo contagiar por ti si me caes bien
"La guerra de los mundos", la empatía y la contraempatía.
Se suele decir que las ideas y las emociones se propagan como un virus. Tal vez por eso se censuran ciertos discursos y se fulminan libros o tuits: no por lo que son, sino por lo que podrían llegar a hacer. Tememos que una frase con filo, si no se controla, acabe infectando conciencias, deslizándose por la mente como una semilla peligrosa que transforma al que escucha.
No debemos permitir que el mal flote en el ambiente, aunque sea en forma de memes, porque ese mal podría controlarnos tal y como la varilla de virtudes gobierna al títere.
Sin embargo, la metáfora del contagio de ideas patógenas es tan seductora que ha eclipsado lo que realmente sucede en nuestras interacciones.
En realidad, las ideas o las emociones no nos invaden como lo hacen los patógenos, no perforan la carne ni se deslizan por la sangre para replicarse ciegamente en el organismo ajeno.
Las ideas no nos someten sin resistencia. Son memes, sí, pero memes que se filtran, se modelan, se esculpen por las creencias que nos constituyen, por los contextos que nos envuelven, por el crédito que le otorgamos a quien nos mira a los ojos.
De hecho, la historia de nuestra especie podría contarse como una larga y obstinada huida de los contagios de todo pelaje: mutaciones de defensa, estructuras de evasión, rituales de aislamiento.
Nombrar la transmisión emocional como «contagio» es un acto de prestidigitación verbal. Un simulacro de explicación. Como si al cubrirla con la máscara de lo viral, la emoción revelara de golpe su mecanismo. Pero no. Lo que hace es ocultarlo. Es como tratar de entender la caída de un imperio leyendo horóscopos. El contagio real —el de los cuerpos— sigue reglas, tiene trayectorias que podemos rastrear, curvas que podemos modelar.
Las ideas no se propagan como un resfriado. No hay estornudo que baste. Su trayecto es más sinuoso, más humano, más desobediente.
Lanzetta y Englis lo demostraron con un experimento revelador: los participantes imitaban de forma automática la sonrisa o el ceño de otra persona, pero solo si creían que en el futuro seguirían colaborando con ella. Si en cambio anticipaban una relación de rivalidad, ocurría lo contrario: sonreían al ver sufrir al otro y fruncían el ceño cuando recibía una recompensa. A esa inversión emocional la llamaron contraempatía.
Contraempatías
Numerosos experimentos han mostrado que no solo importa lo que se expresa, sino quién lo expresa.
Las lágrimas, por ejemplo, no siempre pesan lo mismo: nos parecen un reflejo más auténtico de tristeza cuando brotan de un adulto que cuando las derrama un bebé. La fuente modifica el valor emocional del mensaje, como si la biografía del emisor se filtrase en cada gota.
Las mujeres dejan de reflejar las emociones en el rostro cuando quien las expresa ha sido injusto con ellas. Como si su rostro dijera: no mereces mi empatía.
Cuando se trata de aficionados de un rival deportivo, los hombres expresan emociones positivas si los otros exhiben miedo, y emociones negativas si los otros se alegran. La emoción del otro se convierte en termómetro invertido del propio estado de ánimo. No por maldad, sino por identidad.
Igual que los bebés, los adultos también afinan el radar emocional con la experiencia. Poco a poco, aprenden a desconfiar de quienes manipulan sus gestos, como esos que fingen enfado para sacar ventaja en una negociación. La emoción impostada se convierte en sospecha, y la confianza se resquebraja.
Incluso los bostezos, ese gesto que parece puro contagio automático, tienen su filtro social: tendemos a imitarlos más cuando vienen de alguien cercano que de un desconocido. No es tanto un reflejo como un guiño de afinidad.
El mito de ‘La guerra de los mundos’
La noche del 30 de octubre de 1938, los relojes marcaban las ocho cuando una voz interrumpió la programación habitual: «Señoras y señores, les traemos un boletín especial…». Así comenzaba La guerra de los mundos, la emisión radiofónica de Orson Welles que, según cuenta la leyenda, sumió a Estados Unidos en un estado de pánico colectivo. Hombres armados que salían a defender sus casas, familias que huían aterradas por carreteras secundarias, oyentes convencidos de que los marcianos estaban invadiendo la Tierra.
Un claro ejemplo de la viralidad de las ideas. De su capacidad de anular nuestro juicio. De la facilidad con la que, incluso una pequeña pieza de ficción, puede arrebatarnos la libertad.
Pero es un mito. Un mito muy arraigado.
En realidad, casi nadie cayó en la trampa. Los datos reales apuntan a que el supuesto pánico fue mínimo, casi inexistente. La mayoría de oyentes ni siquiera sintonizó el programa. El escándalo posterior no fue causado por marcianos ficticios, sino por periódicos reales que vieron en Welles una amenaza al dominio informativo. El verdadero fenómeno no fue la histeria... sino el mito construido en torno a ella.
El mito persiste no solo por lo que cuenta, sino por lo que revela: una inquietud latente sobre el dominio que los medios ejercen sobre nuestra mente. Como escribe Jeffrey Sconce, de la Universidad Northwestern, en Haunted Media, «la ‘transmisión de pánico’ puede ser tanto una fantasía como un hecho». Lo que realmente tememos, sugiere, no es a los marcianos descendiendo sobre Nueva Jersey, sino a ABC, CBS y NBC invadiendo y colonizando nuestra conciencia. El relato del pánico, según él, cumple una «función simbólica» en la cultura estadounidense: necesitamos creer que aquella noche fue un aviso, una señal temprana de alerta sobre el inmenso poder de las ondas.
Y esa necesidad no ha hecho más que crecer. Si en los años treinta la radio representaba el umbral de una nueva era comunicativa, hoy es Internet quien nos promete una revolución... y también una amenaza. Detrás del entusiasmo tecnológico acechan viejos temores con nuevos rostros: el control mental disfrazado de algoritmo, la vigilancia sin rostro, las narrativas virales que colonizan el pensamiento. En el fondo, la fantasía del pánico masivo es un espejo: nos proyectamos en ella porque da forma a una ansiedad contemporánea. Ayer fueron extraterrestres; hoy, la inteligencia artificial. Pero el miedo es el mismo: perder el control de nuestra mente.
No hay razón evolutiva
Las ideas y las emociones no se contagian tal y como sospechamos porque, sencillamente, no hay sustento evolutivo para ello. Puede que haya ideas erróneas que se vuelvan populares, como esta misma que estamos tratando de desmontar, pero su popularidad no radica en nuestra tendencia a copiarlo todo sin criterio, sino a nuestro horizonte epistémico y nuestra necesidad de creer lo mismo que creen las personas que respetamos o queremos.
Porque si las emociones fueran verdaderamente contagiosas —si cada gesto replicara su gemelo en el rostro del otro, como si fuésemos espejos rotos que aún devuelven el reflejo— entonces estaríamos perdidos. Los impostores dominarían la tierra. Bastaría que un estafador riera con suficiente convicción para convertir a sus víctimas en cómplices gozosos. Un enemigo, mortal y silencioso, podría fingir angustia y obtener compasión. El arte de manipular sería tan rentable que dejaríamos de escuchar a los cuerpos. Los gestos perderían valor como una moneda hiperinflacionada. Y lo emocional, ese radar fino que nos ha mantenido vivos en medio de la selva social, se volvería ruido blanco.
Incluso quienes han defendido la idea del contagio han tenido que trazar líneas, imponer límites. Porque hay emociones que no se prestan al juego de la mímica. Tomemos la ira: no la lanzamos al aire para que vuelva multiplicada, como un búmeran. La lanzamos para advertir. Para decir «basta». Si cada estallido de enojo provocara otro estallido idéntico, el mundo entero estaría en llamas. La ira no busca réplica, sino sumisión. Su lógica no es simétrica, es jerárquica.
Claro, podríamos imaginar una versión más tenue, más laxa, de este supuesto contagio: una emoción provoca una reacción, aunque esa reacción no sea idéntica. Pero aún así, el modelo hace aguas. Porque si cada vez que alguien se enoja logra que los demás cedan, el mundo sería gobernado por los más iracundos. Bastaría con que el más débil rugiera para que el fuerte se encogiera. Una inversión del poder tan absurda que habría sido eliminada por la evolución como una malformación.
Y sin embargo, aquí estamos: midiendo los gestos, calibrando las emociones, sabiendo —como animales sabios— que sentir no es copiar, y que empatizar no siempre conviene.
No digamos ya llegar a un acuerdo moral.
El poliedro moral
En octubre de 2020, el Tribunal Constitucional declaró ilegal el aborto en casos de malformación fetal grave, una decisión que desató una oleada de protestas masivas, sin parangón desde la caída del Muro de Berlín.
En medio de ese torbellino social, Harvey Whitehouse, catedrático de Antropología Social y director del Centro de Estudios par ala Cohesión Social (CSSC) de la Universidad de Oxford, se asoció con colegas polacos para diseñar una encuesta minuciosa que buscaba explorar cómo las intuiciones morales moldeaban las posturas de ambos bandos del debate, con una muestra de más de quinientos ciudadanos.
Su interés se centró particularmente en la manera en que siete reglas morales fundamentales moldeaban las opiniones tanto de quienes defendían como de quienes rechazaban el derecho al aborto.
Estas siete formas de cooperación consideradas universalmente virtuosas abarcan: ayudar a los familiares, mostrar lealtad al grupo, corresponder favores, ser valiente, respetar a los superiores, compartir con justicia y respetar la propiedad ajena. El hallazgo fue tan inesperado como revelador: aunque todos compartimos los mismos pilares morales, en la cuestión del aborto se activaban de forma diametralmente opuesta.
Los opositores polacos al aborto tendían a otorgar un valor preponderante al respeto por la autoridad, la lealtad familiar y la valentía. Esta sensibilidad los hacía especialmente receptivos a narrativas que describían a los defensores del aborto como irrespetuosos con lo sagrado (por ejemplo, la religión), indiferentes a los lazos familiares (al priorizar el individualismo), o carentes de coraje (al evitar la carga de criar un hijo con discapacidades).
Por su parte, quienes apoyaban el derecho al aborto mostraban una afinidad mayor con la lealtad al grupo, lo cual sugiere que eran movilizados por discursos que exaltaban la solidaridad y la fraternidad liberal, en una suerte de comunión ideológica progresista.
En suma, aunque todos operamos desde un mismo sustrato moral, las direcciones que toma esa brújula varían significativamente entre sectores sociales, y eso se traduce en divergencias concretas de juicio moral.
Así, en última instancia, nuestras intuiciones morales no se forjan en el vacío, sino en el crisol de nuestras afiliaciones grupales. Son los miembros de nuestro propio grupo quienes, a través de la imitación selectiva y la validación mutua, consolidan nuestras brújulas éticas. A esto se suma un componente más profundo, y acaso más inquietante: cada individuo parte ya con una predisposición genética a privilegiar ciertas matrices morales sobre otras, lo cual actúa como un imán invisible que lo acerca a comunidades afines.
De este modo, los grupos no sólo se forman por afinidad moral, sino que, una vez formados, refuerzan internamente esos mismos valores en un bucle autorreferencial. No se trata de una mimesis indiscriminada, sino de una réplica estratégica: se copia a los semejantes y se rechaza al otro.
De hecho, frente a las afirmaciones morales del grupo rival, la reacción predominante no es la curiosidad ni la asimilación, sino una especie de reflejo invertido, una contraempatía que empuja a definirse por contraste, casi por negación.
Dejar paladina constancia de este patrón —de atracción selectiva y rechazo reactivo— es esencial si queremos comprender por qué el diálogo moral se ha vuelto tan difícil en la era de las redes: porque no estamos simplemente escuchando al otro, sino, casi instintivamente, preparándonos para disentir.
Así, de nuevo, podemos advertir que no hay copia acrítica, ni contagio general. No hay algo ni remotamente parecido a La guerra de los mundos. No hay virus mentales que nos manipulan. Hay reflejos en los ojos de las personas con las que queremos estar para huir de la soledad, el miedo y la muerte. Hay empatía, y contraempatía.
"Las ideas no nos someten sin resistencia. Son memes, sí, pero memes que se filtran, se modelan, se esculpen por las creencias que nos constituyen, por los contextos que nos envuelven, por el crédito que le otorgamos a quien nos mira a los ojos.
De hecho, la historia de nuestra especie podría contarse como una larga y obstinada huida de los contagios de todo pelaje: mutaciones de defensa, estructuras de evasión, rituales de aislamiento."
Veo un paralelismo entre eso y el sistema inmune: evolucionó para protegernos de los patógenos, pero de tanto en tanto los patógenos nos enferman, algunos causan daño permanente, personas distintas tienen variabilidades de fortaleza de sistema inmune, que además está influenciado por otras actividades como el ejercicio y la nutrición, análogos a ciertos hábitos mentales de resistencia a caer en virus mentales.
Del ejemplo de la ira, que dices que se utiliza para conseguir sumisión, en los campos de fútbol muchas veces provoca el efecto contrario, la ira de los demás, y "muchas" peleas comienzan por eso
O sea, no descarto el concepto de los virus mentales, aunque me gusta lo del subtítulo de la contraempatía. De todos modos, no descarto que el desacuerdo se dé por diferencias de apreciación en el alcance de la metáfora de virus mentales y que en realidad pensemos similarmente, ya que adhiero a que hay empatía y contraempatía y a tu planteamiento del funcionamiento de los grupos morales
Las redes sociales nos obligan a romper la caja de resonancia y cuestionarnos, lo que facilita la necesidad de disentir ante la disonancia cognitiva que se nos muestra de forma constante. La contaminación de ideas es más probable y factible en grupos de pertenencia específicos.
Antes para muchas personas era difícil entrar en una discusión conceptual con personas que no pensaban como ellas, muchas solo lo hacían a través de la ficción.
Ahora hay acceso constante a la información, lo que favorece a la comunicación, los acuerdos y también, cada vez más evidente, los fanatismos.