Por qué la realidad se resiste al guion perfecto
La buena ficción es la antítesis de la buena vida. Y viceversa. Así debería ser siempre.
Hay una ley no escrita que rige las grandes historias con más rigor que cualquier código estilístico o técnica narrativa: la fidelidad a las reglas internas del mundo ficticio. Quien la ignora, traiciona la esencia misma del pacto narrativo; quien la respeta, puede hacer creíble incluso lo imposible.
Esta es, en definitiva, la obsesión metodológica de Brandon Sanderson, uno de los arquitectos más rigurosos del imaginario fantástico contemporáneo.
Para Sanderson, la fantasía no es una carta de naturaleza para el desorden, sino ocasión para construir nuevos órdenes. Sus mundos no son meras explosiones de creatividad, sino maquinarias afinadas donde cada engranaje obedece a un principio, cada elemento mágico responde a una lógica y cada consecuencia narrativa se halla, como en la física, inscrita en leyes anteriores. Lo maravilloso no brota del capricho, sino de la coherencia.
Lo que le debemos pedir a una buena historia no es realismo, sino plausibilidad. Las mejores historias, de hecho, no son realistas, porque desde su espejo deformado somos más capaces de analizar los reflejos canónicos. Porque la perspectiva y la distancia permiten observar con más lucidez y experimentar con más intensidad.
La lógica como pacto
¿Por qué esta fijación casi escolástica por la lógica interna? En primer lugar, por una cuestión de respeto. Sanderson no escribe desde la torre de marfil del autor todopoderoso, sino desde la humildad de quien sabe que su obra depende del lector. Y el lector, aunque dispuesto a suspender su incredulidad, no lo hará si se siente engañado. Una historia sin coherencia es como una partida de ajedrez en la que el rival cambia las reglas a mitad de juego: ya no hay juego, sólo arbitrariedad. Y la arbitrariedad mata la emoción.
En segundo lugar, la lógica interna es una forma de control. No tanto de la historia en sí, como de su potencia expresiva. Una narrativa con normas firmes elimina la necesidad de soluciones improvisadas, atajos emocionales o trucos de feria disfrazados de giros dramáticos. Es, por así decirlo, un escudo contra el temido deus ex machina, ese viejo truco de marionetista que, lejos de maravillar, revela los hilos.
Sanderson no es un poeta del caos, sino un ingeniero del asombro. Sus sistemas de magia funcionan como tecnologías alternativas: tienen parámetros, restricciones, costes, consecuencias. Si la magia de un personaje puede resolverlo todo sin limitaciones, entonces ya no hay drama, ni tensión, ni humanidad. Pero si se establecen límites claros, cada uso del poder se convierte en una elección moral, un dilema técnico, una jugada estratégica. Es ajedrez, no ilusionismo. Y en ese tablero, cada movimiento cuenta.
Esta economía narrativa es lo que separa a la fantasía de calidad de la simple invención gratuita. En el universo sandersoniano, como en el de Asimov, el conflicto surge no del capricho, sino de las fisuras internas de un sistema que parecía perfecto. Las leyes de la robótica, por ejemplo, no se rompen: se retuercen, se reinterpretan, se enfrentan a situaciones límite donde su cumplimiento mismo se vuelve paradójico. Y cuando eso ocurre, el lector no se siente estafado, sino iluminado. Como quien asiste a una resolución inesperada que, sin embargo, estaba contenida desde el principio en los axiomas del mundo.
La maravilla necesita cimientos
Una historia que no respeta su propia lógica es como un edificio que desafía la gravedad… pero no porque haya encontrado una nueva física, sino porque el arquitecto olvidó establecer convenientemente los cimientos. Piense el lector en Toy Story: juguetes vivos, sí, una premisa absurda; pero rigurosamente coherente. Nunca hablan ni se mueven ante los humanos, y toda la emoción surge de ese respeto absoluto por su absurdo punto de partida. Por eso lloramos. Porque el artificio, sostenido con firmeza, se vuelve verdad.
Ahora compárese eso con ciertas entregas recientes de Star Wars, donde un personaje decreta una regla —sea sobre los poderes Jedi o sobre la estructura del universo— y, apenas media hora después, la infringe con la impunidad de quien ya ha olvidado lo dicho. Es como si un prestidigitador anunciara solemnemente que jamás tocará la baraja... y luego, ante todos, metiera la mano en la manga. El truco no sólo pierde su magia: insulta la inteligencia del espectador. Lo empuja fuera del marco narrativo. De la fantasía compartida. Del sueño lúcido.
No importa cuán fantástica sea una historia; si no respeta sus propias leyes, se desploma. En Misión Imposible, podemos aceptar máscaras imposibles que imitan rostros humanos con precisión quirúrgica… pero si luego, en otra escena, esas mismas máscaras se vuelven burdas caretas de goma, la ilusión se rompe. La incongruencia no es detalle menor: es una fractura estructural. La diferencia entre una película difícil y una película fraudulenta. Entre un error perdonable y una pereza imperdonable.
Por ello, Sanderson no escapa de la lógica: la reinventa. Y ese es, quizá, el secreto de su hechizo. En vez de abolir la gravedad, imagina nuevos planetas con nuevas gravedades. Y allí, en esos mundos imposibles pero congruentes, el lector sufre, se emociona, se eriza, no porque todo sea posible, sino porque todo obedece a una necesidad interna. Y cuando, dentro de esa necesidad, aparece una solución inesperada pero legítima —como un jaque mate que parecía improbable pero es impecable—, sentimos que algo profundo ha sido revelado. No al personaje, sino a nosotros.
En virtud de todo ello, la primera ley de toda buena narración no es la belleza del estilo, ni la originalidad de la trama, ni la emotividad de los personajes. Es la coherencia. La lealtad al propio mundo, por absurdo o imposible que sea. El compromiso férreo con las reglas internas del universo imaginado. Porque si se traiciona esa base, todo lo demás se convierte en cartón piedra. No hay emociones válidas en un mundo incoherente. No hay épica sin lógica.
En suma: no hay maravilla sin ley, sin restricciones de la libertad, sin correas, sin cadenas. Y si el lector ha de entregarse al asombro, exige a cambio una condición innegociable: que el creador, como un dios serio, sea fiel a su creación. Tan atrapado en la historia como sus propios personajes.
La coherencia del mundo real
La obsesión por la coherencia interna en la ficción revela, en su negativo, una verdad incómoda sobre el mundo real: carecemos de un sistema claro de reglas que podamos conocer, dominar y manipular a voluntad. Y sin ese sistema, el guion perfecto es una quimera.
Es precisamente aquí donde fracasan los planificadores, los arquitectos del todo, los demiurgos burocráticos que pretenden diseñar la vida como si la sociedad fuera un tablero de ajedrez y los seres humanos, piezas obedientes que se deslizan por casillas previstas.
La realidad no funciona así. La realidad es un sistema sin manual, un juego cuyas reglas cambian con cada jugada, o peor aún, cuyas reglas creemos entender pero sólo intuimos desde la niebla de nuestros prejuicios, nuestras teorías fallidas, nuestras ilusiones estadísticas. Lo que llamamos «conocimiento» de las leyes sociales o naturales es, con frecuencia, apenas una colección de metáforas estabilizadas por la costumbre. Presunciones disfrazadas de certezas.
Por eso, en la vida real, todos somos malos guionistas. Forzamos resoluciones imposibles, recurrimos al deus ex machina de la lotería de Navidad, del golpe de suerte, del amor redentor que aparecerá en el momento justo como por mandato narrativo. Nos creemos los protagonistas de una trama con sentido, cuando apenas somos personajes secundarios en una obra sin dirección clara.
Incluso en nuestra propia biografía, violamos reglas que fingimos haber establecido: ignoramos la fragilidad del cuerpo, la necesidad de límites, las consecuencias invisibles de cada decisión. Jugamos con la Bolsa como si fuera un guion previsible, diseñamos sistemas educativos como si los niños fueran pizarras en blanco, planificamos economías como si el ser humano no tuviera pasiones, inercias, traumas, ni deseos que desafían toda racionalidad.
Esto es, en última instancia, una forma de ficción tóxica. El planificador que ignora la naturaleza humana, que la reescribe en abstracto como si se tratara de un código fuente limpio, no sólo fracasa en su empeño: suele causar sufrimiento. Porque al no comprender las verdaderas reglas del juego —o al fingir que no existen—, impone normas imposibles, modelos que no encajan, utopías hechas con cartabón. Y cuando esos modelos fracasan, no es el modelo quien paga el precio, sino las personas.
Sobrevivir sin guion
Si en la ficción la coherencia interna es el cimiento indispensable de toda buena historia, en la vida real —extraña, torpe, improvisada— esa coherencia no solo es inalcanzable, sino que quizás ni siquiera sea deseable. Porque no sabemos en qué clase de relato estamos inscritos, si es que lo estamos en alguno. Ni conocemos el género —¿comedia, tragedia, distopía burocrática?—, ni a los personajes con los que compartimos escena, ni el punto de inflexión, ni el clímax, ni mucho menos el desenlace.
Y aun así, actuamos. Improvisamos. Como se hace en el jazz.
Ese es el verdadero coraje: caminar sin mapa, hablar sin saber en qué lengua se escribe el mundo. Somos como actores que despiertan a media función sin conocer su papel. Improvisamos con lo que tenemos a mano —la intuición, la experiencia, la memoria heredada— y, sí, muchas veces recurrimos a trucos de guion. Inventamos razones retrospectivas, fingimos planes que nunca existieron, adornamos azares con narrativas. Y está bien. Porque vivir exige moverse antes de comprender. La acción precede al sentido.
O como afirmaban Kenneth Stanley y Joel Lehman en Why Greatness Cannot Be Planned, lo verdaderamente valioso no surge de seguir un plan milimétrico hacia un objetivo final, sino de explorar con libertad, de perderse, de tropezar con maravillas que nunca habríamos sabido buscar.
En este sentido, la vida no es una novela de Sanderson, donde todo obedece a una arquitectura previa. Es más bien un campo abierto de posibilidades difusas, donde avanzar exige aceptar que no entendemos las reglas, ni siquiera sabemos si las hay. En lugar de grandes metas, lo que guía la evolución —biológica, cultural, individual— son señales locales de interés, pequeñas curiosidades que nos empujan hacia lo siguiente, sin saber por qué. La grandeza, si aparece, lo hace como un subproducto, no como un destino.
Y por eso, tampoco podemos ni debemos exigirnos una coherencia total. Pretender vivir con la lógica implacable de un sistema cerrado es no entender que habitamos un mundo abierto, inestable, lleno de ruido, donde muchas veces los errores son más fértiles que los planes. Quien se aferra a una idea rígida de sí mismo o del mundo se convierte en una marioneta de su propio diseño. Escribe el guion antes de vivirlo. Y fracasa no por torpeza, sino por arrogancia.
Aceptar nuestra incoherencia no es un defecto, sino un gesto de lucidez. Como quien admite que no sabe leer la partitura pero sigue tocando, con emoción, porque en ese gesto hay algo profundamente humano. Lo que no sabemos nos protege del dogma. Lo que no entendemos nos obliga a escuchar. Y lo que no controlamos nos mantiene humildes.
La vida, tal como se nos da, no puede ser planificada. Pero puede ser vivida con gracia. Con atención. Con la voluntad de responder, momento a momento, a lo que se presenta, sin necesidad de encerrarlo en una estructura artificial.
Justo al contrario de lo que sucede en las ficciones que más nos emocionan. Precisamente por eso existen. Porque son nuestro salvoconducto cuando queremos cambiar de juego (del póquer al ajedrez) o la incertidumbre resulta demasiado intolerable.
La buena ficción es la antítesis de la buena vida. Y viceversa. Así debería ser siempre.
No soy un super fan a la obra de Sanderson, pero como profesor me encanta. Es como la versión Asimov de la fantasía, muy riguroso y aplicado. Ya es uno de los grandes del género y todavía es joven, tiene mucho más para dar.