Pienso lo que pienso porque llevo demasiado tiempo pensando en lo que pienso
El efecto del coste hundido, ampliamente estudiado en asuntos económicos, parece que también afecta a nuestro esfuerzo cognitivo.
El pensamiento humano, una vez comprometido, aborrece la noción de desperdicio. Es como un alfarero que, habiendo moldeado una vasija defectuosa, se niega a romperla y en su lugar agrega más arcilla, esperando redimir su obra. Cuando su esfuerzo parece disiparse como el humo, no retrocede; cavila más profundamente, invierte horas adicionales en pozos ya desfondados. Esta trampa mental, conocida como el efecto del coste hundido, nos lleva a persistir en tareas claramente infructuosas solo porque ya hemos gastado mucho en ellas.
Más allá de la economía
El efecto del coste hundido, comúnmente explorado en decisiones financieras, se define como la inclinación a seguir invirtiendo en algo que, pese a las evidencias de su inviabilidad, parece justificar más recursos debido a lo ya invertido. Pero, aunque la literatura está llena de ejemplos relacionados con dinero y economía, apenas se ha investigado cómo este sesgo podría extenderse a inversiones no monetarias, como el esfuerzo cognitivo.
Este tipo de esfuerzo, que podríamos describir como una intensificación deliberada y subjetiva de la actividad mental, no es gratuito: las personas lo perciben como un coste, a menudo incómodo y difícil de ignorar.
Si tratamos el esfuerzo mental como un coste económico, cabría esperar que las inversiones previas de este esfuerzo condicionen las decisiones posteriores, llevándonos a profundizar en una misma línea de acción solo para justificar lo ya gastado. Para explorar esta hipótesis, recientemente se diseñó un experimento basado en un paradigma bien conocido de progreso y costo hundido. En lugar de invertir dinero en proyectos virtuales, los participantes debían resolver problemas aritméticos exigentes para avanzar, obteniendo recompensas monetarias al completar con éxito cada tarea.
Los resultados fueron elocuentes: en dos experimentos, una abrumadora mayoría (84% y 92%, respectivamente) mostró una clara disposición a redoblar sus esfuerzos en proyectos donde ya habían invertido energía mental, replicando los patrones observados en elecciones económicas bajo la influencia del efecto del costo hundido.
Esto sugiere que las personas efectivamente perciben el esfuerzo pasado como un coste relevante, considerando inversiones cognitivas previas al tomar decisiones futuras. Más aún, tienden a sopesar este coste (aparentemente irrelevante) frente a las recompensas monetarias prospectivas, lo que insinúa la posibilidad de que el esfuerzo cognitivo y las ganancias materiales se conviertan en una especie de moneda común en nuestra evaluación subjetiva.
Estos hallazgos resuenan con la idea de que el esfuerzo ejercido incrementa retrospectivamente el valor subjetivo de las recompensas asociadas, quizás a través de un mecanismo de justificación del esfuerzo. En este sentido, la mente opera como un prestamista testarudo, que insiste en que su inversión, por muy errónea que parezca, puede aún transformarse en ganancia.
Una estrategia evolutiva
El efecto del coste hundido no se limita a decisiones económicas o esfuerzos cognitivos; penetra también en las fibras más profundas de nuestras ideologías, credos y convicciones. Las ideas, una vez adoptadas y defendidas, se convierten en proyectos mentales en los que invertimos no solo tiempo y reflexión, sino también identidad y autoestima. Reconocer que un sistema de creencias puede ser defectuoso o incluso erróneo equivale a admitir que una parte de nuestra vida, nuestra esencia, ha estado edificada sobre cimientos de arena. Así, la mente, renuente a aceptar la ruina, se aferra y refuerza el dogma.
En las ideologías, este sesgo actúa como una suerte de cemento existencial. Mientras más se invierte en un credo—ya sea a través de rituales, debates o sacrificios personales—más difícil se torna abandonarlo, incluso frente a evidencias contrarias. El costo no es meramente intelectual: es emocional y social. Renunciar a una idea puede implicar alienarse de una comunidad, afrontar el vacío de lo incierto o cuestionar decisiones pasadas que ahora parecen insensatas. En este sentido, las ideologías funcionan como un espejo deformante que amplifica el valor de nuestras inversiones previas, justificando más esfuerzo y fe para sostenerlas.
Este fenómeno no es un accidente del pensamiento humano, sino una estrategia evolutiva para preservar la cohesión interna y social. Sin embargo, también es una trampa. Al igual que un general que no abandona una guerra perdida por no desperdiciar a sus soldados caídos, las personas pueden persistir en ideologías que perpetúan divisiones, sufrimientos o injusticias.
Deshacerse del efecto del coste hundido en nuestras creencias requiere un coraje casi heroico: el valor de derrumbar lo construido, de mirar el vacío y de abrirse a la posibilidad de empezar de nuevo, con cimientos más sólidos y honestos. Es demasiado, así que la mayoría de nosotros seguiremos buscando la ballena blanca incluso a sabiendas de que no existe.
Muy buen articulo, yo creo que esto sirve hasta para las relaciones humanas, invertimos tanto en ello que, cuando el barco se hunde, no queremos verlo y a veces seguimos achicando el agua