No pensamos como máquinas y por eso las máquinas no pueden pensar (de momento)
Del primer detective de la literatura a la inferencia abductiva
Muchos de nosotros ya hemos hecho nuestros primeros pinitos con Dall-E, Midjourney o Stable Diffusion, que son impresionantes generadores de imágenes nuevas y únicas. Tan solo hemos de introducir nuestros deseos y voilà. La inteligencia artificial de Facebook, Meta AI, ya es capaz de conseguir lo mismo creando vídeos. En YouTube corre en directo una canción infinita.
Todo esto es muy impresionante. Pero no es tan impresionante.
A pesar de que pudiéramos pensar que los artistas humanos están a punto de extinguirse, ¿quién va a escoger, entre los millones de imágenes, las más apropiadas para un fin? ¿Quién encontrará sentido? ¿Quién captará el grano de la paja? Estas tareas distan de ser posibles con una inteligencia artificial porque la inteligencia artificial no sabe lo que más nos gusta, ni para qué queremos la imagen, ni si determinada distorsión pudiera encender la mecha de una nueva corriente artística que la sociedad está a punto de aceptar como interesante.
Todas estas herramientas, que no dejan de ser martillos y clavos muy sofisticados, no saben nada de todo eso, porque entonces deberían saber mucho sobre el mundo. Y ni siquiera estamos remotamente cerca (en el sentido de que aún no se ha diseñado una arquitectura porque ni siquiera sabemos cómo hacerlo) de una inteligencia artificial que tenga en cuenta diversos campos del conocimiento en sus creaciones: sociológicos, artísticos, psicológicos, económicos, etc.
Una inteligencia artificial puede llegar a ser una receta muy minuciosa para elaborar un cocido. Pero aún hay aspectos, incluso en un ámbito tan aparentemente sencillo como el gastronómico, que exceden a las recetas que somos capaces de explicitar. Sencillamente no sabemos qué enseñarle a una inteligencia artificial para que aprenda a cocinar porque ni siquiera sabemos qué sabemos que sabemos nosotros para hacerlo.
Podemos programar una inteligencia artificial muy competente en un tema donde las reglas son explícitas, pero no podemos programarla para integrar diversos temas (incluso campos enteros del conocimiento con sus propias disciplinas) donde muchas reglas son implícitas.
Este fenómeno es mucho más claro en el proceso creativo de inventar una nueva tecnología (por ejemplo, la propia inteligencia artificial) o de pronosticar qué cambios producirá dicha tecnología. Enseñar a inventar es como inventar. Pronosticar excede a la capacidad de inventar. O como lo explicó el filósofo Alasdair MacIntyre en Tras la virtud:
La invención de la rueda no se puede predecir. Y es que una parte necesaria a la hora de predecir un invento consiste en decir lo que la rueda es, y decir lo que la rueda es implica inventarla […] La idea de predecir una innovación conceptual radical es en sí misma una incoherencia conceptual.
En resumidas cuentas: no sabemos (aún) como inventar un inventor (aún necesitamos a un tutor humano que determine qué vale la pena y qué no) y no sabemos si podremos (aún) inventar a un inventor.
Es decir, que la Inteligencia Artificial General (IAG) podría existir algún día. Pero no existe ningún proyecto para llegar a ella. Ni sabemos si algún día existirá. Todo lo que hemos logrado hasta ahora son herramientas asombrosamente productivas. Recetas maquinales. Detectores de patrones. Inteligencia no humana.
En busca de la inteligencia
La IAG es la búsqueda de la inteligencia humana, pero no sabemos lo que es la inteligencia humana. Tan solo tenemos algunas pistas sobre la naturaleza de la misma. Un buen ejemplo de ello aparece en la que quizá sea el primer relato de detectives de la historia: Los crímenes de la calle Morgue, de Edgar Allan Poe.
En él, el detective aficionado Auguste Dupin (una suerte de proto Sherlock), una criatura híbrida de la Ilustración y el romanticismo decimonónico. Un ser racional pero también intuitivo. En sus andanzas, observamos que no solo emplea el análisis de los datos, sino también las conjeturas. No es un pensador algorítmico, sino también heurístico. Su razón es fría y caliente a un tiempo.
Algunas décadas más tarde, el extraordinario científico y filósofo norteamericano Charles Sanders Peirce leyó los relatos de Poe con una gran fascinación. Aquellas lecturas abonaron sus reflexiones acerca de cómo pensamos. Incluso llegó a capturar hasta cierto punto el estilo conjetural de Dupin en forma de símbolos lógicos. Para Pierce, aquel pensamiento, en suma en pensamiento más propiamente humano, no es tanto un cálculo como un salto, una suposición, un abandono hacia lo desconocido sin haber resuelto todas las incertezas.
Peirce no llegó a conocer los ordenadores digitales, atrapado como se hallaba en el siglo XIX, pero su reflexión anticipó lo que iba a hacer de la inteligencia artificial un problema fundamental: si el propio pensamiento humano se basa en una serie desconcertante de conjeturas, ¿cómo vamos a poder programarlas?
Por lo que sabemos ahora, y de forma simplificada, nuestro conocimiento se construye con tres patas:
Inferencias deductivas: inferimos verdades particulares a partir de verdades
generales. Todos los hombres son mortales Sócrates es hombre. Por lo tanto, Sócrates es mortal.Inferencias inductivas: inferimos verdades generales a partir de verdades
particulares. Socrates es un hombre y es mortal. Platón es un hombre y es mortal.
Aristóteles es un hombre y es mortal. Por lo tanto, probablemente todos los
hombres sean mortales.
Ambos tipos de inferencias tienen sus ventajas y desventajas. En lo tocante a las desventajas, las deducciones no añaden conocimiento nuevo, sino que confirman la conclusión a partir de las premisas proporcionadas. El conocimiento ya se hallaba en el contenido de las proposiciones, y la conclusión se limita a hacerlo explícito. Por consiguiente, la deducción es útil para esclarecer convicciones enfrentadas cuando se han cometido errores en el razonamiento.
En cuanto a la principal desventaja de la inducción es, como ya dijo Hume, su incapacidad para detectar la causalidad. La inducción es pura correlación. La inducción permite a la inteligencia comportarse como un detector de regularidad.
Sin embargo, el mundo real es un entorno dinámico. Se halla en cambio constante de maneras tanto predecibles como impredecibles. No hay sistemas de reglas que puedan acotarlo todo. Y aquí llegamos a la tercera pata:
Inferencias abductivas: los razonamientos abductivos son silogismos en donde las premisas sólo brindan cierto grado de probabilidad a la conclusión. Son generalmente conjeturas espontáneas de la razón. Requieren del concurso de la imaginación y del instinto. La abducción es como un destello de comprensión, un saltar por encima de lo sabido. Puro Dupin.
Un nuevo invierno
La inteligencia artificial como disciplina oficial comenzó, con buenos auspicios, en 1956, en la ahora famosa Conferencia de Dartmouth. La agenda de aquel encuentro no podía ser más simple, a la par que ambiciosa: investigar la naturaleza de las capacidades cognitivas, diseñar programas que las reprodujeran e implentar y comprobar su desempeño en las nuevas computadoras electrónicas.
Desde entonces, hemos superado varios inviernos. Cíclicamente, aprece una ola optimista sobre la inteligencia artificial que no tarda en dejar a su paso una aridez en la que no germina ninguna solución. Con la llegada de los macrodatos, una nueva ola llegó. Desde hace apenas un lustro, estamos descubriendo que tampoco ha traído los sedimentos necesarios para alcanzar la IAG. Winter is coming, otra vez.
Sí, disponemos de traductores más precisos, generamos miles de imágenes únicas, diagnosticamos enfermedades, ganamos a algunos juegos de mesa. Todas tareas aisladas y perfectamente parametradas por reglas algorítmicas. Poderosas herramientas de inferencias deductivas e inductivas.
Pero no estamos ni remotamente cerca de lograr el pensamiento heurístico de Dupin o la abducción de Peirce porque ni siquiera sabemos cómo funciona ni existe una teoría para diseñar una arquitectura que pueda imitarlos. O como lo resume el experto en aprendizaje automático Erik J. Larson en El mito de la inteligencia artificial, recientemente editado por Shackleton Books:
Hacemos cosas, pero eso no significa que podamos programar todo lo que hacemos: piensa en escribir un programa que escriba una novela del orden del Ulises de James Joyce. Ese programa carecería de sentido. En su lugar, escribiríamos la novela directamente (si fuéramos Joyce).