Me quiero porque quiero que me quieras
No nos miramos en los espejos, nos miramos en los ojos de los demás
El movimiento body positive promueve la aceptación y aprecio de todos los tipos de cuerpos, independientemente de su forma, tamaño, apariencia o características físicas.
¿Quién no va a estar a favor de tal reinvidicación? Es como estar a favor de la paz mundial.
El problema es que, como la paz mundial, el movimiento body positive se sustenta en una entelequia. Naturalmente, eso no significa que debamos renunciar a la lucha. Lo que significa es que la victoria no solo está lejos, sino que podría no llegar nunca. Podemos aproximarnos hacia ella, pero no alcanzarla.
En esencia, porque la belleza no es tanto algo que aprecia el que la tiene como el que la mira, y no podemos obligar a todo el mundo a que le gusten las mismas cosas (o todas las cosas) por igual.
Prima de belleza
No solo hay muchos tipos de belleza, sino que la belleza puede verse reforzada positiva o negativamente por otros atributos, como el carácter, la ropa o el poder adquisitivo. También hay otros detalles que retroalimentan unos prejuicios frente a otros. Por ejemplo, las personas con cuerpos más musculosos son percibidas como más narcisistas, según un nuevo estudio realizado por investigadores de la Universidad de Bremen.
Otro reciente estudio sobre el atractivo de los trabajadores sugiere que existe una gran 'prima salarial por belleza' para trabajos que requieren una interacción interpersonal significativa, si bien no para empleos que requieren principalmente trabajar con datos. Y como asociamos la fealdad con la maldad, quienes tienen defectos faciales suelen ser condenados más fácilmente por jurados populares en los tribunales de justicia.
Las heurísticas rigen nuestra brújula, pero a la vez las heurísticas afloran de una mezcla indisociable de universales culturales y entornos cambiantes. Un universal cultural es, por ejemplo, la preferencia por la simetría facial o la juventud, frente a la asimetría y la decrepitud. Preferimos a un príncipe antes que a un orco, como se desprende de un reciente estudio publicado en Evolution and Human Behavior que analizó toda clase de culturas en 93 países: todos, en promedio, pasamos casi horas al día intentando mejorar nuestro aspecto.
El poder del entorno
Con todo, estos universales se imbrican de formas desconocidas con el entorno, cuyo poder también es ciertamente subestimado a menudo. De hecho, estamos ante un poder tan subestimado y desconocido que difícilmente podemos manipularlo: nace de la propia interacción social, determinada por millares de factores que normalmente pasan desapercibidos incluso para el ojo más escrutador.
No obstante, sí tenemos algunas pistas bastante claras sobre el entorno. La principal de todas es que necesitamos agradar a nuestros semejantes. No a todos indistintamente, sino a nuestros pares, a los miembros de nuestro círculo, a nuestra tribu. En caso contrario, podemos ser condenados al ostracismo, el peor de los castigos sociales. Por esa razón, el primer experimento de psicología social, realizado por Norman Triplett en 1898 con ciclistas, permitió extraer la conclusión general de que los humanos actúan con más energía y motivación cuando no solo compiten con otros, sino también cuando otros simplemente los observan. El llamado efecto de facilitación social en actividades se ha observado incluso en perros, comadrejas, armadillos, ranas y peces.
Tú no quieres ser feo
Por todo ello, es de todo punto absurdo alardear de que uno quiere ser feo y que, a la vez, necesita que le quieran así. Como es una de las mentiras más repetidas en la historia que “no me importa lo que los demás piensen de mí”. Nos importa. Mucho. Por eso no dejamos de repetirnos que no es así mientras nos miramos en el espejo de los ojos de los demás.
Así, el espejo que tenemos en casa no sirve para comprobar si nos sienta bien la ropa o si hemos logrado dominar ese rebelde mechón de pelo. Al menos, no tanto como creemos. El espejo en el que nos miramos con más reverencia y temor, con más anhelo de aceptación, como un enamorado rasgando el laúd bajo el balcón de su amada, es el espejo que está inscrito en los ojos de los demás. Si nos asomamos de cerca, nos veremos ahí, pequeñitos y afanosos, componiendo mohínes y ensayando miradas ‘acero azul’.
A ese espejo es al que rendimos cuentas de verdad, no al de nuestro baño. Una suerte de espejo instalado en nuestros pares o semejantes que, como el de la malvada bruja del cuento Blancanieves, nos juzga más severamente que nosotros mismos.
Guau. Me ha encantado. Te he descubierto con esto y he quedado conquistada. Aquí me quedo.
En un estado furibundo de presunta autenticidad, me proclamaba como la más independentistas de las opiniones ajenas, pero después de muchas horas de terapia y algunas dosis de psilocibina aterrice de barriga en mi vil humanidad, ¡¡¡siempre he dado importancia a como soy vista!!!