Los nuevos ricos que parecen pobres y el advenimiento de los narcisistas colectivos
Durante siglos, la autoridad moral y el prestigio social estuvieron en manos de quienes ostentaban una conexión directa con lo trascendente o con la sangre azul. Ya no.
Durante siglos, la autoridad moral y el prestigio social estuvieron en manos de quienes ostentaban una conexión directa con lo trascendente o con la sangre azul.
Reyes, nobles y altos cargos eclesiásticos compartían un mismo juego de estatus basado en la virtud, entendida no tanto como una cualidad individual sino como una legitimidad inscrita en el orden divino.
Se premiaba la obediencia, la contención, el deber. El lujo no era ajeno a estas clases altas, pero su ostentación quedaba regulada por códigos que no derivaban únicamente de la riqueza sino del linaje y la posición en la jerarquía simbólica. El poder no se exhibía solo con oro, sino con solemnidad, liturgia, moderación y autoridad heredada.
Por radical que pudiera parecer, la ética protestante no rompió con este esquema, sino que lo reconfiguró. Para los primeros reformistas, el éxito no se hallaba escindido de la virtud: al contrario, se concebía como una prueba terrenal de la gracia divina. Si alguien prosperaba, era porque su conducta moral era recta. La competencia económica quedaba así inscrita en el marco de una lógica religiosa. Como ha señalado Max Weber, la ética protestante introdujo una relación nueva con el trabajo, el ahorro, el tiempo y el beneficio.
El enriquecimiento, en lugar de verse como una distracción del alma, se interpretaba como una señal de estar cumpliendo con el deber cristiano. De este modo, nacía una nueva élite: la burguesía. Una élite que no se justificaba por la sangre ni por la consagración, sino por la eficiencia, la laboriosidad y la capacidad de acumular capital sin renunciar del todo a una ética de contención.
El dinero: la nueva herramienta del prestigio
Con el auge de esta burguesía protestante, se produjo un giro histórico de enorme calado: el juego de estatus de la virtud fue sustituido progresivamente por un juego de estatus basado en la riqueza. Desde los siglos previos a la Reforma, los canales de ascenso social habían comenzado a ensancharse. Las rutas comerciales hacia Asia, África, Indonesia y América abrieron el mundo a una economía de lujo que se extendía más allá de la aristocracia: especias, sedas, opio, terciopelo, ébano, marfil, perfumes, esclavos, ruibarbo, patatas, juguetes sexuales. Europa empezó a importar lo exótico y a exportar lo elaborado. Los artesanos produjeron textiles, cristalería, papel y madera tallada, y los comerciantes que organizaban estos intercambios comenzaron a amasar fortunas colosales.
La movilidad social era real: empresarios sin recursos podían iniciarse como mozos de carga y terminar financiando expediciones. Aparecieron los banqueros mercantes, capaces de prestar capital a aventureros a cambio de intereses, y con ello se consolidó un nuevo modo de poder: el poder financiero. Con el tiempo, las grandes compañías comerciales fundaron colonias y contrataron ejércitos privados. Las élites tradicionales, amenazadas por este nuevo poder pecuniario, reaccionaron escandalizadas. En sus ojos, los vencedores de los nuevos juegos de éxito imitaban los símbolos del poder aristocrático sin la legitimidad de la sangre o el deber.
Para contener esta amenaza simbólica, se promulgaron leyes suntuarias. Inglaterra legisló en 1363 contra la vestimenta escandalosa y excesiva de diversas personas, contraria a su condición y rango. Estas normas especificaban qué podía gastar cada clase en ropa, alimentos o transporte. Se prohibía a ciertos ciudadanos consumir carnes o manjares lujosos. Se llegó incluso a regular la longitud de los clavos en los zapatos.
En 1574, un londinense fue encarcelado por vestir calzas de tafetán y camisa ribeteada en plata. En China, un autor se lamentaba de que una familia que vale tanto como una escoba vieja se desplaza ahora en carruajes y se viste con ropas de ricos.
El conflicto era el mismo: el ascenso de una nueva clase que amenazaba el monopolio simbólico de la virtud aristocrática mediante la ostentación crematística.
Pero esta tensión no paralizó el movimiento histórico. En ciudades como Florencia, Venecia o Génova, el dinero se convirtió en la principal herramienta de prestigio. Estas repúblicas comerciales no se fundaban sobre una desigualdad vertical extrema, sino sobre una clase media en expansión que competía por distinguirse. Y donde el dinero se democratiza, el lujo se reinventa.
Una nueva forma de ostentación: el gusto
La acumulación de bienes dejó paso a una forma más sofisticada de ostentación: la del gusto. Jardines, esculturas, arquitectura, mobiliario, apariencia personal… todo se convirtió en un terreno de competencia simbólica. Pintores, alfareros, fabricantes de dentaduras postizas y expertos en pelucas pasaron a ser intermediarios del estatus.
La gastronomía fue uno de los espacios privilegiados para esta competición. Mientras en el resto de Europa se comía de forma rústica —como observa Erasmo de Róterdam en su manual de 1530—, los italianos multiplicaban el refinamiento: vajilla de porcelana, cubertería completa, cristalería especializada.
En 1475, un banquero florentino encargó 400 vasos de vidrio. En 1565, un banquete utilizó 150 platos y 50 cuencos de porcelana. Las familias ricas acumulaban servicios de cientos de piezas. El historiador Richard Goldthwaite observa que la cocina se convirtió en un juego de competencia por el estatus en el que cada elección, cada plato y cada gesto expresaban posición. Montaigne relata cómo le ofrecieron servilletas individuales y cubiertos propios en una cena que parecía regida por un dogma. Un cocinero le habló de la ciencia de la cena con un lenguaje solemne, casi teológico.
Durante siglos, este modelo burgués se impuso: el dinero, aunque barnizado por una narrativa moral o estética, se convirtió en el principal vehículo del estatus. Tener era más importante que parecer virtuoso. Y sin embargo, en el siglo XXI, el péndulo comienza a invertirse.
El regreso de las clases aristocráticas de la virtud
Hoy asistimos a un renacimiento del viejo juego de la virtud, disfrazado bajo nuevas formas. Las élites ya no compiten tanto por ostentar riqueza como por exhibir una ética visible: la virtud ecológica, la templanza alimentaria, el compromiso con el reciclaje, la moderación tecnológica, la austeridad voluntaria.
Esta nueva aristocracia simbólica practica un ascetismo que no renuncia al lujo, sino que lo reinventa. Ya no se exhiben carruajes ni porcelana, sino prácticas moralmente superiores y difíciles de entender si uno no goza de tiempo, recursos y buenos contactos: compostaje doméstico, lactancia prolongada, yoga espiritual, abstinencia de carne, consumo de productos locales, energías renovables, crianza respetuosa, vacaciones regenerativas en retiros silvestres, retiros de silencio, mindfulness, cursos de filosofía estoica. Es una virtud de nuevo cuño, en la que lo importante no es la renuncia al bienestar, sino su teatralización consciente y políticamente alineada.
Este nuevo juego de estatus es excluyente, como lo eran los antiguos. El zero waste, por ejemplo, exige tiempo, recursos y acceso a una red de consumo alternativa. La ropa ética y orgánica tiene un coste que la vuelve inaccesible para muchas familias. El rechazo al plástico de un solo uso requiere logística, espacio y previsión. Los rituales del autocuidado y el bienestar exigen flexibilidad horaria y capital cultural. No es tanto un retorno a la virtud por convicción como una sofisticada forma de marcar la diferencia frente a una burguesía que ya no puede competir en el terreno de la conciencia simbólica.
Así, el péndulo regresa. Las élites actuales, como los reyes y sacerdotes de antaño, se presentan como custodios de un orden moral superior. Frente al exhibicionismo crematístico de la vieja burguesía —propietaria de objetos, fábricas o propiedades— y su posterior sofisticación con el gusto, estas nuevas élites se definen por su supuesta integridad espiritual, su contención medida, su estética desapegada, su ética sin mácula. El lujo no ha desaparecido: está hecho de otro material.
No es casualidad que los nuevos manuales de virtud no vengan dictados por teólogos, sino por influencers del bienestar, dietistas ayurvédicos, diseñadores de interiores sostenibles, pedagogos de la crianza natural o divulgadores de la sobriedad energética. El capital simbólico se acumula hoy no en oro, sino en compost. El prestigio no reside en gastar más, sino en gastar mejor. Y el estatus se obtiene, como antaño, mediante la virtud… siempre que pueda ser observada por los demás, sobre todo en las redes sociales.
Aquí es donde el llamado narcisista colectivo se ha hecho extraordinariamente poderoso.
Los narcisistas colectivos
los narcisistas colectivos —aquellos obsesionados con la exaltación de su grupo de pertenencia y con la constante validación externa— manifiestan una sensibilidad exacerbada ante cualquier señal que sugiera un reconocimiento insuficiente del endogrupo. No sólo perciben tales señales con agudeza, sino que tienden a magnificarlas, interpretándolas como ofensas directas.
Se ha constatado, en virtud de diversos estudios, que el narcisismo colectivo actúa como un predictor específico y sistemático de hipersensibilidad frente a agravios percibidos contra el grupo, así como de una marcada propensión a reacciones hostiles y desproporcionadas.
Este fenómeno de «juego de virtudes dominantes» se despliega con particular intensidad en las redes sociales, ese moderno coliseo donde los llamados los guerreros de la justicia social se dedican a atacar, defender y, sobre todo, a vencer —adquiriendo así estatus simbólico tanto para sí mismos como para el grupo al que representan. Sus estrategias retóricas y emocionales se dejan ver con claridad en el análisis de publicaciones en plataformas como Twitter: los mensajes que obtienen mayor difusión son aquellos cargados de lenguaje moral, de expresiones emotivas intensas y, sobre todo, de indignación moral.
Un estudio de setenta millones de mensajes en la red social china Weibo reveló que la emoción que se propaga con mayor velocidad y alcance no es el amor ni la alegría, sino la ira. Mutatis mutandis, en contextos de acoso colectivo (mobbing) en Twitter, se observa que quienes participan en actos de denuncia o crítica pública aumentan su número de seguidores con mayor celeridad que quienes optan por el silencio o la moderación.
Un ejemplo ilustrativo es el de Jameela Jamil. Más conocida por sus batallas morales en las redes que por sus papeles como actriz o presentadora, ha convertido el activismo digital en una forma de celebridad. Su foco: la salud mental y la cruzada contra los filtros y retoques. Quien publica una imagen manipulada sin admitirlo, sostiene ella, comete un crimen repugnante.
Sus dardos no han ido precisamente dirigidos a figuras menores. Ha señalado públicamente a mujeres del Olimpo pop: las Kardashian, Cardi B, Rihanna, Miley Cyrus, Nicki Minaj, Iggy Azalea, Caroline Calloway, Beyoncé o incluso J. K. Rowling. Nadie parece demasiado grande para quedar fuera de su radar ético.
En 2019, arremetió contra un programa sobre cirugía estética conducido por Caroline Flack, con quien mantuvo un tenso enfrentamiento en Twitter. Los seguidores de Jamil se volcaron entonces contra Flack, cuestionando cómo podía presentar un espectáculo tan tóxico. Cuatro meses después, Flack se suicidó tras una larga exposición mediática de su vida privada. Jamil escribió entonces: “Era solo cuestión de tiempo antes de que los medios y la avalancha de críticas la llevaran al límite”.
Paradójicamente, esta lucha constante le ha otorgado mucho prestigio. Ese mismo año, Meghan Markle la eligió como una de las quince mujeres «Fuerzas del cambio» para la portada de Vogue.
No importa que la voz de Jamil sea pequeña o grande. Lo que importa es que sea influyente y prestigiosa, y ello es relativamente fácil de lograr desde un altar moral.
Uno de los estudios más exhaustivos sobre psicología social realizados en el Reino Unido analizó las actitudes de más de diez mil personas y detectó siete grandes grupos de opinión. Entre ellos, uno destaca por encima del resto: los llamados «activistas progresistas». Son el grupo más rico y con mayor nivel educativo, y también el más ruidoso. Para ellos, la política no es una herramienta: es una identidad.
Aunque apenas representan el 13 % de la población británica (y el 8 % en Estados Unidos), su presencia en redes sociales es abrumadora. Publican sobre política seis veces más que cualquier otro grupo y generan más contenido que el resto del país junto. No es exagerado decir que dominan el discurso digital.
Pero su hegemonía en redes no refleja la realidad social, tal y como explica Will Storr en The Game of Status. Encuestas nacionales muestran que muchas de sus posiciones no gozan del respaldo general: el 80 % de los estadounidenses —incluidas tres cuartas partes de los afroamericanos y el 87 % de los hispanos— considera que la corrección política es un problema.
En el Reino Unido, lo cree el 72 %. Solo el 29 % está de acuerdo en que Gran Bretaña es un país «sistemáticamente racista». Y cuando se plantean ideas más afines al progresismo militante, el respaldo cae en picado: solo un 12 % cree justo castigar a un adulto por lo que dijo en internet cuando era adolescente; apenas un 10 % piensa que es ofensivo que alguien no japonés lleve un kimono; y apenas un 5 % cree que el próximo gobernador del Banco de Inglaterra debería ser mujer (el 87 % respondió que el sexo del candidato no importa).
Su influencia, por tanto, no se debe solo al activismo espontáneo de base. Gracias a su capital social, económico y cultural, colocan a sus representantes en las esferas más influyentes: universidades, medios, plataformas, instituciones. Y aunque sería injusto asumir que todos ellos respaldan los linchamientos virtuales, lo cierto es que esos linchamientos nacen en su seno. Las turbas que señalan, exponen y castigan no hablan en nombre de todos los activistas progresistas, pero sí se benefician de su paraguas ideológico y su silencio.
La paradoja es inquietante: una minoría dentro de una minoría ha logrado imponer su tono, su urgencia y su sensibilidad como norma. Como los extremistas de cualquier signo, construyen su influencia no solo con ideas, sino también con miedo. Su indignación se multiplica, su eco silencia a los disidentes y su furia crea la ilusión de un consenso que en realidad no existe. Y en esa jaula social, disfrazada de virtud, nos invitan —o nos fuerzan— a entrar todos.
Pero lo más irónico es que todo ese ruido solo tiene un fin distal: la acumulación de estatus y de prestigio, como el que otrora acumuló el dinero y, mucho antes, la sangre azul.
Con todo, en virtud de los principios de la antiperistasis, o la enantiodromía, o dicho más pedestremente, los pendulazos, es muy probable que nos venga otra época de estatus asociado al gasto suntuoso. O la sangre azul. Iremos informando.
Muy buen artículo, Sergio. Aunque todos estemos inmersos de una manera u otra en este "juego del estatus"... ¿no es acaso mejor que el porcentaje de población que puede permitirse llevar un modelo de vida más "sostenible", actúe en consecuencia?
Ya no entro en el debate de teatralizar este modo de vida y exhibirlo en las redes sociales (repulsivo, al menos para mí).
Pero prefiero una clase adinerada que opte por llevar un modelo de vida más consciente con el medio ambiente y más saludable en general (aunque tristemente sea excluyente para muchos -ahí habría que poner el foco-); que una clase social adinerada que su ostentación de la riqueza sea el número de platos que tiene su vajilla. Lo cual, si se piensa fríamente, esa acumulación de lo material no tiene ningún sentido.
¡Un abrazo!
Al final la clave de las corrientes de cambio y modificaciones estéticas del estatus está en la perseverancia. En lo que definía Taleb, como minorías intransigentes. El poder que obtienen depende tanto de la posibilidad técnica que permiten las redes sociales, la oportunidad de ser escuchadas en un mundo lleno de incertidumbre, y esa perseverancia o energía nuclear que tienen para crear, mantener y difundir sus mensajes. En ello les va la identidad, y frecuentemente la vida. Mientras tanto..... el resto de nosotros sin ese fuelle, nos debatimos entre el cansancio, el pensamiento crítico y el hastío. Es decir, un claro ejemplo de cómo ha evolucionado este mundo. Como siempre agradecido de que me hagas pensar!!