Las cosas son y no son (a menudo) y eso está bien
Por lo común, no solo somos incapaces de saber qué es verdad, sino que lo juicioso parece ser el mantener las dos versiones contradictorias de esa verdad.
Imaginemos un mundo peculiar llamado Veritópolis, una ciudad inmensa donde cada calle, cada rincón, cada cartel luminoso está hecho de afirmaciones, postulados, axiomas.
Algunas son modestas como «el agua hierve a los cien grados», otras rimbombantes como «tiene once dimensiones».
En Veritópolis, el encargado de decidir si algo es verdadero o falso es un personaje excéntrico al que todos llaman el Maquinista.
Ese demiurgo sin rostro que maneja las palancas del sentido, que decide, con la displicencia de un emperador drogado, qué es lo real y qué es lo ilusorio. Le basta con un leve giro de muñeca, un suspiro, y la verdad se pliega sobre sí misma como el papel que ha sido escrito y luego quemado.
Pero nadie lo ha visto. Y eso es lo peor: que toda esta maquinaria de certeza orbita alrededor del capricho de una sombra. En Veritópolis, una afirmación no es verdadera por ser evidente, ni falsa por ser absurda: todo depende del humor de ese operador metafísico al que solo podemos llamar por su función, como si su nombre propio nos estuviera prohibido.
Y aquí, lector, te pido perdón. No debí haberte traído a Veritópolis. Hay lugares que erosionan la inteligencia y ciudades que operan como virus semánticos. Ya debes sentirlo: esa ligera disminución de tus capacidades cognitivas. Ese zumbido. Esa duda que se aferra a tus palabras como el moho a la fruta.
Pero no he convocado esta ciudad por gusto. Su absurdo es funcional. Porque hay algo que no logro responder y que, quizás, tú puedas:
¿Se parece más la realidad a un desierto estéril, donde los significados se secan bajo un sol indiferente, o a Veritópolis, donde la verdad florece y muere al ritmo de una maquinaria sin alma?
¿Estamos solos entre ruinas mudas, o somos marionetas en un teatro de afirmaciones cambiantes?
Y si la respuesta es la segunda, entonces dime:
¿Quién, en nuestro mundo, pulsa las palancas?
De verdades y palancas
A simple vista, el mundo real no tiene nada de desierto. No es una incomensurable llanura de silencio donde nada se dice, nada se afirma, nada se discute. Al contrario, vivimos en una feria bulliciosa.
El aire vibra con opiniones, discusiones, certezas y dudas. Desde si el helado de pistacho es el mejor, hasta si Elon Musk es un visionario o un bufón, nos pasamos el día afirmando y negando, a veces incluso la misma cosa, con una diferencia de minutos. A veces, de segundos, si uno es un político o un mentiroso compulsivo.
En eso, el mundo real se parece más a Veritópolis que al Desierto Silente, ese otro mundo hipotético donde no hay nada, ni siquiera palabras para describirlo. Porque en el Desierto Silente, ni tú ni yo podríamos hablar de nada sin importar desde dónde lo intentáramos.
Cualquier frase sobre él tendría que venir desde fuera, como si habláramos de un agujero que no se puede ver porque ni siquiera lanza sombra.
Pero en nuestro mundo no estamos fuera. Estamos dentro. Hablamos desde dentro del barullo, de la contradicción, del flujo incesante de ideas que a veces se pisan entre sí.
Y eso nos deja atrapados en un dilema:
¿Puede ser que algunas afirmaciones sean a la vez verdaderas y falsas?
¿Hay, como en Veritópolis, sentencias con doble cara, como una moneda que gira en el aire y nunca cae?
Claro, hay quien, como el filósofo Archimboldo Máximus Epistemicus, preferiría que el mundo fuera más limpio, más lógico, más seco: como el Desierto Silente, pero con cosas. Un lugar donde cada frase pueda ser claramente verdadera o falsa, sin zonas grises, sin ambigüedades, sin paradojas. Lo que es bueno, es bueno; lo que es malo, es malo. Hay moral universal, hay verdades a las que uno puede acceder con paciencia y observación.
Pero ese mundo, por limpio que parezca, no se parece en nada al nuestro. Sería como tratar de entender un cuadro de Dalí con las reglas de una cuadrícula de Excel.
Y por mucho que intentemos rebatir las réplicas, siempre aparecerá otra, y otra más, como en una partida de ajedrez donde el empate nunca llega. Nos adentramos en un pantano de contraargumentos, en un duelo de espejos que no refleja una única imagen, sino infinitas variaciones de lo posible.
Quizá vivir en este mundo sea eso: aprender a navegar entre contradicciones, sin necesitar que el Maquinista nos diga en cada momento si vamos bien o mal. Porque a veces, simplemente, las cosas son y no son, y el problema está en que queremos que sean sólo una de las dos.
Dialeteismo
El dialeteismo sostiene que algunas contradicciones no solo existen, sino que son verdaderas: hay proposiciones cuya negación también lo es.
Su principal defensor actual es Graham Priest, de la Universidad de Melbourne, quien justifica esta postura desde tres frentes: los dilemas formales de la lógica (como la paradoja del mentiroso), las tensiones internas de la teoría de conjuntos (como la paradoja de Russell) y las contradicciones del mundo real (leyes, movimiento, cambio). Según Priest, los intentos clásicos por evitar estas paradojas acaban traicionando el sentido común sin lograr resolverlas del todo.
Priest toma inspiración tanto del budismo mahayana —donde las paradojas son vías hacia la iluminación— como de los límites impuestos por los teoremas de incompletitud de Gödel, que insinúan que todo sistema lo bastante complejo carga, como un cáncer genético, su propia imposibilidad de cerrarse sobre sí mismo sin sangrar verdad o falsedad desde las costuras. Priest no intenta suturar esas heridas: las convierte en una topografía habitable.
En este paisaje también aparece JC Beall, otro filósofo que defiende las dialetheias, pero desde una postura más contenida. Para Beall, hay algunas situaciones —como el paradoja del mentiroso («esta frase es falsa»)— donde la contradicción es inevitable, y negarla no la resuelve, solo la desplaza. Su propuesta: aceptar que ciertos enunciados son verdaderos y falsos, sin que eso nos condene al nihilismo lógico.
Así, una dilateia recuerda a un un dragón heráldico de doble cabeza, pero más siniestro aún: no dos cabezas que rugen al unísono, sino dos bocas enfrentadas en un mismo cráneo, una afirmando con furia y la otra negando con idéntico ardor. Ambas exhalando llamas lógicas que se entrecruzan sin anularse.
Que semejante engendro haya sido no solo concebido, sino defendido por ciertos filósofos —con Graham Priest, como su domador más célebre— dice mucho de la audacia, o acaso de la temeridad, de la especulación humana. ¿Es un gesto de lucidez extrema, una exploración del límite donde el logos se agrieta? ¿O es, por el contrario, la expresión última de un pensamiento que, fascinado por su propia capacidad de invención, ha comenzado a cortejar lo absurdo con un aire de dignidad académica?
La dilateia representa, en última instancia, una tentativa de reconciliar lo irreconciliable, una rendija por donde se cuela la sombra del abismo. Aceptar que una proposición pueda ser verdadera y falsa a la vez —no por error, sino por necesidad— es mirar a los ojos de la contradicción y no pestañear. Es el equivalente intelectual de encontrar simetría en lo grotesco, armonía en el ruido, sentido en la paradoja. Quien sostiene tal posibilidad se asemeja al pensador que, tras contemplar durante demasiado tiempo el caos, comienza a discernir en él una forma superior de orden.
Así, la dilateia no es solo una noción lógica: es un desafío estético, una provocación epistemológica y, quizás, un síntoma de que el pensamiento humano, llevado hasta sus extremos, no teme conjurar monstruos, sino que a veces les pone nombre y los invita a la mesa.
Hasta ahora, así ha sido siempre la filosofía: un mundo de ideas que van y vienen, en una espiral cada vez más profunda sin consenso, porque las herramientas de los filósofos no son como las de los matemáticos o los científicos: no hay una prueba de la realidad, ni un método claro para revelar la verdad. Y, oh, hay tan, tan pocas cosas que pueden someterse al escrutinio matemático o científico. Apenas una porciúncula parte de nuestra realidad. Apenas dos o tres trazos que prestan servicio en laboratorios, hospitales, industrias, aeronáutica, astronomía, física, química… poco más. Y, a menudo, incluso así cometemos errores flagrantes.
Quizá no haya salida. Quizá nunca la hubo. Tal vez pensar sea eso: aprender a habitar Veritópolis sin perder la cordura. O perderla del modo correcto. Porque en esta ciudad, toda verdad necesita a su mentira como el cuerpo necesita a su sombra. Y toda lógica —si quiere sobrevivir— debe atreverse, al menos una vez, a dialogar con los demonios que la niegan.
Me has recordado a Protágoras, que con su célebre afirmación “El hombre es la medida de todas las cosas”, anticipa en clave sofística lo que las paradojas lógicas, las tensiones matemáticas y las contradicciones del mundo real acabarían revelando: que no hay un punto de vista absoluto desde el cual todo pueda ser medido sin ambigüedad. Que puede defenderse una cosa y su contraria con enorme frecuencia. La paradoja del mentiroso muestra que el lenguaje tropieza cuando se intenta medir a sí mismo; la paradoja de Russell revela que incluso los sistemas más abstractos colapsan al enfrentarse a su propia autorreferencia; y el cambio constante del mundo, que escapa a una lógica estática, encarna el límite de cualquier medida objetiva. En ese contexto, la propuesta de Protágoras no es un relativismo ingenuo, sino un reconocimiento profundo de que toda verdad —sea lógica, matemática o física— está mediada por una perspectiva humana que interpreta, ordena y da sentido a lo múltiple, a lo inestable, a lo contradictorio. Gracias por las referencias.
Por esto digo que soy contradictoria, y a mucha honra :)
No tanto para buscar respuestas, sino aprender a habitar la duda con cierta elegancia.