La gente gana menos dinero cuando va a la universidad (si es pobre)
Este fenómeno se llama «regresividad universitaria»: la universidad ya no reduce tanto la desigualdad como antes.
En general, acudir a la universidad siempre ha supuesto ganar más dinero. Sin embargo, desde 1960, esa ventaja económica ha disminuido a la mitad para los estudiantes estadounidenses de familias con menos ingresos. Este fenómeno se llama «regresividad universitaria»: la universidad ya no reduce tanto la desigualdad como antes.
Los autores de un reciente estudio han analizado datos de encuestas y registros desde 1900 hasta 2020, y han descubierto que tres factores explican el 80 % de esta regresividad creciente:
Las universidades públicas centradas en la enseñanza, donde suelen estudiar los alumnos con menos recursos, han perdido financiación, presentan peores tasas de finalización de estudios y ofrecen menores beneficios económicos desde 1960.
Desde los años 80 y 90, muchos estudiantes con pocos recursos han acabado en instituciones de menor calidad, como los community colleges o las universidades con ánimo de lucro, que ofrecen peores resultados laborales.
Los estudiantes de familias acomodadas han cambiado sus preferencias: han dejado las humanidades y se han pasado a carreras más rentables, como informática, lo que ha aumentado el valor económico de sus títulos.
Otros factores, como quién decide ir a la universidad o a qué universidad concreta, tienen un efecto mucho menor.
Antes de 1960, la universidad ofrecía beneficios más equitativos entre clases sociales. Ahora, en cambio, refuerza parte de la desigualdad y explica aproximadamente un 25 % de la transmisión de ingresos de padres a hijos.
Paradojas dentro de paradojas
En los países menos desarrollados, muchas mujeres optan por carreras técnicas. Lejos de responder a una afinidad natural con la ingeniería o las matemáticas, esta elección suele ser estratégica: en contextos donde las oportunidades laborales son escasas y la movilidad social está muy limitada, elegir una carrera STEM no es un capricho, sino una tabla de salvación.
La tecnología, la programación o la ingeniería ofrecen una salida pragmática hacia una vida mejor. Esta decisión, que a menudo se toma con un alto coste personal, responde a un cálculo frío: maximizar el retorno de la inversión educativa en un entorno que no garantiza segundas oportunidades.
Este fenómeno, que se ha observado en diversos países asiáticos, del norte de África o de Europa del Este, es conocido como la «paradoja de la igualdad de género». Así, cuanto mayor es la igualdad entre hombres y mujeres en un país, menor es la proporción de mujeres que eligen carreras técnicas. En cambio, en contextos más desiguales o inseguros, las mujeres se ven más inclinadas a escoger formaciones que les aseguren independencia económica, incluso si no coinciden con sus preferencias personales más profundas.
Pero este patrón se tuerce al observar lo que ocurre en países como Estados Unidos. Como hemos visto, a pesar de ser una de las economías más desarrolladas del planeta, el acceso a la educación superior y, sobre todo, los beneficios que se obtienen de ella, se han vuelto crecientemente desiguales. Lo irónico de esta situación es que los hijos de las élites estadounidenses se comportan ahora como los jóvenes más pobres de los países menos desarrollados: eligen carreras técnicas por el retorno económico que ofrecen.
Podrían estudiar filosofía o bellas artes sin preocuparse por su futuro financiero, pero prefieren las ciencias de datos o la biotecnología. ¿Por qué? Porque el mundo ha cambiado, y con él la lógica del prestigio y la influencia.
Las nuevas cartas para el juego del estatus
Durante buena parte del siglo XX, las élites culturales norteamericanas se formaban en humanidades. Harvard, Yale o Princeton eran templos de la retórica, el pensamiento crítico y la literatura. Pero hoy ese capital simbólico ya no basta. En un contexto hipertecnológico y competitivo, incluso las familias ricas apuestan por lo útil.
El prestigio ya no se asocia a escribir un ensayo brillante, sino a diseñar un algoritmo disruptivo o levantar una startup que sea comprada por Google. Las humanidades, aunque valiosas, han perdido centralidad como credencial de poder. El mundo de hoy no sólo exige talento, sino también capacidad de ejecución técnica.
Además, la meritocracia se ha vuelto más agresiva. Las élites ya no sólo compiten por herencia o apellidos, sino por influencia real. Y esa influencia se ejerce cada vez más en los sectores estratégicos del futuro: inteligencia artificial, bioingeniería, finanzas algorítmicas. Incluso quienes tienen asegurada su renta buscan asegurar su relevancia. El miedo ya no es a la pobreza, sino a la irrelevancia.
Todo esto nos conduce a una conclusión inquietante: elegir una carrera técnica no significa lo mismo en todas partes. En un país con escasas oportunidades, puede ser una forma de sobrevivir. En otro con un sistema universitario desigual, puede ser una apuesta que fracasa si no se acompaña de la institución adecuada, de las redes adecuadas, del apellido adecuado. Mientras tanto, las élites globales han comprendido que en el nuevo tablero del poder, lo técnico es lo simbólico. Ya no basta con ser: ahora hay que saber hacer.
En última instancia, la educación ha dejado de ser un terreno neutral. No es sólo una cuestión de mérito, ni de esfuerzo, ni siquiera de talento. Es una cuestión de contexto, de estructura, de posición social. Y quizá, también, de honestidad: la de reconocer que no todos jugamos con las mismas cartas, ni siquiera cuando elegimos la misma carrera.
El bucle del prestigio y la evolución de los cerebros útiles
Cuando se interviene en un sistema complejo con la ilusión de que tiene arreglo, lo que suele aparecer no es la solución, sino una cascada de efectos secundarios. Es la dinámica del segundo orden, del tercero, del cuarto… y así sucesivamente.
Cada respuesta genera nuevas preguntas, cada optimización desequilibra otra parte del sistema. El mundo real no es un engranaje mecánico, sino un bosque tupido de interdependencias. Y uno de los campos donde esto se ve con más claridad es en la evolución reciente del prestigio social en las economías avanzadas.
Durante siglos, el prestigio se vinculó a lo simbólico: al arte, a la filosofía, al pensamiento. Hoy, sin embargo, los códigos se han desplazado. Fundar una startup, diseñar un algoritmo, liderar una empresa de biotecnología o crear una plataforma con millones de usuarios es el nuevo ideal aspiracional. Lo curioso es que esta transformación no sólo afecta a lo que admiramos, sino también —y esto es más inquietante— a quién admiramos. Las sociedades empiezan a seleccionar, reproducir y premiar a determinados perfiles cognitivos. Y eso tiene consecuencias.
Este nuevo régimen de admiración no es neutro. Cuando ciertas formas de pensar se vuelven deseables, acaban recompensadas no solo laboralmente, sino también afectiva y reproductivamente. Las sociedades empiezan a seleccionar, replicar y premiar determinados perfiles cognitivos. Si las carreras técnicas de mayor prestigio están cada vez más dominadas por personas con alta capacidad sistematizadora o rasgos ligados al espectro autista —como muestran numerosos estudios en matemáticas, física o informática—, no es extraño que asistamos a un incremento de diagnósticos en estos perfiles. No sólo porque ahora sepamos detectarlos mejor, sino porque el ecosistema cultural favorece con más fuerza ese tipo de mente.
Este fenómeno no ocurre únicamente a través de incentivos económicos. También opera en la atracción social, en la selección sexual, en los modelos de referencia. Un tipo de cerebro útil tiende a multiplicarse. La cultura actúa como filtro: lo que encaja en sus reglas se amplifica. Y lo que se amplifica se hereda, o al menos se imita.
La evidencia científica sugiere que las personas con rasgos autistas tienen mayor afinidad por entornos hiperestructurados, abstractos, predecibles. Las disciplinas técnicas ofrecen justamente eso. Si el mercado laboral y el estatus social giran en torno a estos entornos, entonces no es descabellado pensar que ciertos fenotipos cognitivos tengan una ligera ventaja evolutiva en términos reproductivos, especialmente en las capas más altas. Como decía Robert Trivers, «la evolución no premia la verdad, sino la utilidad».
Ahora bien, ¿y si esto cambia? ¿Y si, como parece, la inteligencia artificial empieza a desplazar las tareas sistematizadoras que hoy confieren prestigio? Si los algoritmos sustituyen progresivamente a los humanos más algoritmizados, el capital cognitivo útil podría desplazarse hacia otro tipo de perfil: más ambivalente, más emocional, más neurótico incluso. La sensibilidad, la capacidad de negociación o la gestión de la incertidumbre podrían volver a ganar valor, como ya ocurrió en otras épocas de la historia.
La selección social no es ciega, pero tampoco es lineal. Los rasgos premiados cambian según las reglas del juego. Por eso, como decía Thomas Sowell: «Gran parte de lo que se denomina “problemas sociales” consiste en que los intelectuales tienen teorías que no se ajustan al mundo real. A partir de ahí, concluyen que es el mundo real el que está equivocado y necesita un cambio».
Porque lo útil hoy puede ser disfuncional mañana. El prestigio, como la selección natural, nunca se detiene: se adapta, muta, se desplaza. En un sistema tan inestable como el mundo social, no hay formas definitivas, sólo equilibrios transitorios. Y cada vez que creemos haber descifrado las reglas, el bosque vuelve a moverse. Porque, en última instancia, el verdadero prestigio no es saber cómo funciona el mundo, sino aprender a escuchar cómo cambia.
Muy interesante y bueno 😃