Hay cosas que no tienen precio aunque debamos ponerle un precio
El dinero no es sucio. Lo sucio, si algo hay, está en los marcos morales con los que lo envolvemos, en las metáforas que usamos para describirlo.
Peter Singer es, sin lugar a dudas, una de las figuras cardinales del pensamiento filosófico contemporáneo.
Y, sin embargo, se equivoca, como ya hemos apuntado. Se equivoca en el corazón mismo de su proyecto: en su defensa del utilitarismo, en su concepción de nuestras obligaciones morales hacia los desconocidos, en su confianza en la razón como árbitro último, y —quizá lo más grave— en su visión de la verdad moral como si esta fuera una función matemática, susceptible de ser reducida a una fórmula de cálculo racional.
Con todo, en el ágora del pensamiento importa más la forma del debate que el veredicto final. En ese sentido, Singer representa esa tensión fecunda: es el adversario necesario, no el enemigo. No ocurre lo mismo con el singerismo —la doctrina destilada, imitada o malinterpretada por sus seguidores—, que adolece de los mismos defectos que ciertas lecturas reduccionistas del marxismo o del psicoanálisis: convierte una intuición potente en un dogma plano, y lo hace sin el genio original que justificaba la audacia inicial.
Tomemos un ejemplo clásico: ¿cómo debe abordarse la muerte de un niño desde una perspectiva económica? En suma, ¿cuánto cuesta una vida humana?
La aparente paradoja encuentra su elucidación en una de las investigaciones más reveladoras de la socióloga Viviana Zelizer, quien estudió cómo las sociedades modernas comenzaron a asignar —o más bien, a intentar asignar— un valor económico a la vida de los niños.
A finales del siglo XIX y comienzos del XX, los tribunales estadounidenses se enfrentaron por primera vez a la incómoda tarea de calcular indemnizaciones por la muerte de menores en accidentes laborales o de tránsito. Pero surgió entonces un dilema conceptual: ¿cómo tasar la pérdida de una vida que aún no generaba ingresos, que no producía riqueza, sino que representaba dependencia, vulnerabilidad y afecto?
Fue precisamente ese fallido ejercicio de contabilidad moral el que provocó un giro simbólico: de activos económicos, los niños pasaron a convertirse en figuras sacralizadas. No por esencia natural, sino por el cortocircuito del cálculo. Como si el lenguaje del dinero, al toparse con sus propios límites, obligara a la cultura a inventar un nuevo código: uno más alto, más simbólico, acaso más humano.
El utilitarismo clásico, como el que defiende Peter Singer, propone que nuestras decisiones morales deben guiarse por la lógica de maximizar el bienestar y minimizar el sufrimiento. Una especie de contabilidad moral: suma de placeres, resta de dolores. En principio, parece sensato. Pero el ejemplo anterior muestra su límite.
Hay cosas —la muerte de un hijo, el amor incondicional, el duelo profundo, la dignidad humana— que no encajan en ninguna ecuación. Su valor no puede reducirse a una medida útil, porque precisamente lo que las define es que exceden toda utilidad. No sirven para nada, pero lo significan todo. Son fines en sí mismos, no medios.
Y cuando intentamos forzarlas dentro del marco del cálculo racional, como ocurrió con los niños fallecidos en los tribunales del siglo XIX, no obtenemos claridad, sino extrañeza, incomodidad e incluso horror.
El significado moral del dinero
El ejemplo anterior revela no sólo los límites del cálculo, sino también los contornos invisibles de nuestras creencias sobre el dinero.
Una de las razones por las que tantos consideran al dinero como algo inherentemente corruptor es que han heredado, casi por ósmosis cultural, una visión particularísima: la concepción moderna occidental que lo asocia con lo impuro, lo mecánico, lo deshumanizado. Así, lo que debería ser una convención operativa se transforma en un objeto de aversión moral, como si la herramienta misma estuviera contaminada. Han confundido un código social con una ley de la naturaleza.
Pero el dinero, en sí, carece de carga ética intrínseca. No es más que un sistema de signos, una prótesis simbólica para facilitar intercambios. No es un fetiche maligno ni un ídolo corruptor: es, sencillamente, una herramienta. El desprecio que muchos sienten hacia él nace no de una experiencia directa con su funcionamiento, sino de una narrativa: una fábula cultural que lo presenta como el enemigo invisible de todo lo puro. Esa historia ha calado hondo. Pero no es la única posible. No todos los pueblos, ni todas las épocas, han compartido ese relato. Y tú, lector, tampoco estás obligado a hacerlo tuyo.
El dinero no es sucio. Lo sucio, si algo hay, está en los marcos morales con los que lo envolvemos, en las metáforas que usamos para describirlo. Llamarlo «vil metal» dice más sobre nuestros miedos que sobre su naturaleza. Es como culpar al cuchillo por el crimen, olvidando que también sirve para partir el pan.
Una vez que se desactiva ese temor reverencial —como si el dinero fuera una fuerza oscura, irresistible, un Midas de manos letales—, uno empieza a verlo por lo que es: un lenguaje. Y como todo lenguaje, puede servir tanto para encubrir como para revelar, para herir como para cuidar. Puede edificar imperios o financiar hospitales. Puede usarse para dominar o para liberar. No es el dinero el que debe inspirarnos sospecha, sino el uso que de él hacemos.
Peter Singer defiende que debemos tomar decisiones morales calculando sus consecuencias. Pero cuando se intentó poner precio a la vida de un niño, la sociedad descubrió que hay cosas que no se pueden medir. Eso muestra los límites del utilitarismo. Aun así, no debemos culpar al dinero. Lo que importa no es el cálculo en sí, sino cómo lo usamos y qué valores ponemos en juego al hacerlo. Y el dinero sirve para eso, también.
Si nos comemos a los ricos, nos comemos a nosotros mismos
Si se cobran mil euros por salvar una vida, se está diciendo que una vida, un valor sagrado, es el equivalente mil monedas de un euro. Por lo tanto, se suele creer que poner precio a las cosas es incompatible con verlas como sagradas o valiosas, como fines en sí mismas.
Sin embargo, para algunas culturas, ponerle un precio a algo es, de hecho, la forma de indicar que tiene un significado sagrado.
Nosotros no solemos ser así, como hemos visto. Muchas personas encuentran repugnantes incluso las transacciones rutinarias del mercado. Creen que introducir dinero en las relaciones «desplazará» el altruismo y la virtud, y en consecuencia propiciará que las personas sean más desagradables, menos amables y más egoístas. No obstante, la investigación empírica tiende a mostrar el efecto opuesto: el dinero nos hace más amables.
Al estudiarse cómo reaccionaban las personas al donar cuando recibían fondos externos, descubrieron que la generosidad no se apagaba al aparecer el dinero, sino que, en muchos casos, se avivaba. Solo cuando el dinero era percibido como una imposición o una sustitución de su propio esfuerzo, la gente se retraía. Pero cuando se vivía como una oportunidad para ayudar más, sin coste personal, el impulso altruista no se desplazaba, sino que se reforzaba. El hallazgo es claro: el dinero no corrompe la virtud por sí mismo; es la narrativa que lo acompaña la que puede hacerlo.
Otro ejemplo: un metaanálisis de 471 estudios realizados entre 1968 y 2024 en 60 sociedades, con un total de 2.340.806 participantes, concluyó que la gente con más recursos materiales tiende a ser ligeramente más prosocial: dona más, colabora más y ayuda más que las personas de menor clase. El concepto de «warm glow» (calor moral) postula que gastar dinero en otros suscita una satisfacción intrínseca, más allá del beneficio material. James Andreoni formalizó esto en los años 80, mostrando que dar dinero aporta una utilidad emocional y refuerza conductas altruistas.
También la empresa privada, tan denostada, ha sido uno de los motores más poderosos del bienestar humano: en apenas unos siglos, el comercio con fines de lucro ha multiplicado por treinta los niveles de vida. Y aun así, la mayoría sigue funcionando con una regla simplista: si algo se hace por dinero, es malo; si no hay lucro, debe de ser bueno.
Para comprobar hasta qué punto este prejuicio está arraigado, Bhattacharjee, Dana y Baron diseñaron un experimento: ofrecieron a los participantes una lista de empresas del Fortune 500 junto con sus márgenes de beneficio. Luego les pidieron que valoraran si esas empresas beneficiaban a la sociedad, si merecían sus beneficios, si perjudicaban a otros para lograrlos, si se aprovechaban de la falta de competencia o si estaban dirigidas por personas con buenas o malas intenciones.
¿El resultado? Cuanto más rentable era una empresa, peor la valoraban los sujetos. Asumían que hacía daño a la sociedad, que se enriquecía de forma injusta, que tenía prácticas turbias, que explotaba su posición dominante y que sus directivos actuaban por codicia. Todo esto sin prueba alguna. Solo porque ganaban dinero.
Para ir un paso más allá, los investigadores cruzaron las valoraciones de los participantes con el índice independiente Kinder, Lydenberg & Domini (conocido también como Social Domini Index o KLD), que mide la responsabilidad social, ambiental y laboral de las empresas. El resultado fue inequívoco: las empresas más rentables obtenían en promedio puntuaciones más altas en ese índice, mientras que las menos rentables mostraban mayores carencias éticas. En otras palabras: la percepción popular va en dirección contraria a los hechos.
Bhattacharjee, Dana y Baron no se detuvieron ahí.
En uno de esos experimentos, presentaron a los participantes cuatro actividades comerciales hipotéticas. A la mitad les dijeron que las empresas eran con ánimo de lucro; a la otra mitad, que eran organizaciones sin fines lucrativos. Todo lo demás —misión, estructura, impacto— era idéntico. Y, aun así, la mayoría asumió que las empresas con ánimo de lucro eran perjudiciales, mientras que las sin ánimo de lucro eran beneficiosas. Una conclusión que no se apoyaba en ningún dato objetivo. Solo en una creencia automática.
En otro estudio, les pidieron a los participantes que estimaran cuán rentables serían unas empresas imaginarias que adoptaban prácticas éticas o no éticas. El resultado fue inquietante: cuanto más inmoral se presentaba una empresa, más beneficios creían que obtendría. Las compañías que se comportaban bien, por el contrario, eran vistas como menos rentables. En la mente de los encuestados, la ética y el beneficio económico eran incompatibles.
En resumen: tanto liberales como conservadores estadounidenses mostraban un prejuicio compartido contra el lucro. Presuponían que las empresas más rentables son, por definición, más dañinas, más corruptas y dirigidas por personas de peores intenciones. Creían que la falta de ética aumenta los beneficios, y que actuar bien te penaliza en el mercado. Daban por hecho que las organizaciones sin ánimo de lucro son socialmente superiores. En otras palabras, la mayoría sigue convencida, sin pruebas, de que ganar dinero es malo.
Esto nos deja atrapados en una paradoja cultural. Como sociedad, parecemos divididos entre lo que decimos y lo que hacemos. Como individuos, albergamos creencias que se contradicen entre sí. Y si queremos avanzar, tarde o temprano algo tiene que ceder.
Podríamos empezar por abandonar nuestros prejuicios antidinero, antimercado y antilucro, porque tales prejuicios contradicen los datos del mundo real. No solo por coherencia interna. Hay una razón más urgente: si seguimos creyendo que ganar dinero es inmoral, acabaremos votando políticas que entorpecen precisamente los mecanismos que permiten generar valor para los demás. Si demonizamos el lucro, destruimos el incentivo que ha permitido reducir la pobreza global, extender la tecnología y mejorar la calidad de vida de millones de personas. No entender cómo funcionan los mercados es como morder la mano que te alimenta.
Y hay aún otra razón suplementaria, acaso más incómoda. Cuando se dice «los ricos», la mayoría piensa en Elon Musk, Amancio Ortega o en magnates con yates lujosos. Pero también deberíamos pensar en nosotros mismos. Si vives en Occidente hoy, eres más rico que el 90 % de los seres humanos que han pisado la Tierra. Tienes agua potable, calefacción, nevera, antibióticos y acceso instantáneo al conocimiento de toda la humanidad. Eso, durante casi toda la historia, era inimaginable.
De modo que antes de gritar «comeos a los ricos», recuerda que tú eres uno de ellos. Todas esas críticas al dinero, al beneficio, al deseo de conservar lo que uno gana… también te afectan. Cuando nos preguntamos si está bien ganar dinero, no estamos juzgando a ejecutivos de Silicon Valley. Nos estamos preguntando si tú y yo somos malas personas por querer vivir mejor. Si deberíamos sentirnos culpables por trabajar, por ahorrar o por querer más. Si deberíamos dejarlo todo y regalar lo que tenemos, como también propuso Peter Singer.
Pero incluso si estuviéramos dispuestos a regalarlo todo, seguiría ahí una pregunta más inquietante: ¿qué mundo construiríamos con esa renuncia? Porque no basta con abdicar del dinero para alcanzar la virtud. Hay algo más profundo en juego: la forma en que articulamos nuestras aspiraciones, nuestras recompensas, nuestras formas de vivir juntos. El dinero no es el enemigo: es el espejo. Y lo que vemos reflejado en él depende del ángulo desde el que lo miremos. Podemos utilizarlo para corromper o para cuidar, para someternos a él o para ponerlo a nuestro servicio.
La virtud no consiste en destruir los instrumentos de la civilización, sino en aprender a usarlos sin que nos posean. Y tal vez ese sea el auténtico desafío moral de nuestro tiempo: no abolir el dinero, sino desactivar los dogmas que proyectamos sobre él. No despreciarlo, sino domesticarlo. No comerse a los ricos, sino aprender a ser ricos.
El dinero no nos envilece por sí solo. Nos brinda un lenguaje preciso para pensar en términos de valor, urgencia, utilidad o eficiencia. También nos permite, paradójicamente, establecer qué cosas deberían quedar fuera de ese cálculo: aquello que, por su naturaleza, no debe medirse ni intercambiarse. Tal vez la vida de un hijo. Quizá nuestro orgullo. O el amor de nuestra vida. Esas pocas cosas por las que estaríamos dispuestos a darlo todo: todo nuestro dinero, toda nuestra vida.
Si esas cosas no están en tu vida, solo hay dos opciones posibles: o aún no las has encontrado, o tus brújulas morales apuntan hacia otros horizontes. En ambos casos, no es una pérdida, sino una invitación: a buscar con más hondura o a comprender con más verdad quién eres.
Necesaria reflexión y necesario seguir insistiendo en esto: el dinero no es malo, es una herramienta que se puede usar para el bien o para el mal. Me da la sensación que esta perspectiva del dinero es tabú en nuestras sociedades. Por eso, a seguir insistiendo 🙏🏻