Este número es tan grande que necesitarías todo el tiempo del universo para decirlo en voz alta
No lo puedes saber todo, porque el saber sí que ocupa lugar, así que escoge muy bien lo que quieres saber (y lo que no)
La longitud de Planck es la longitud por debajo de la cual se espera que el espacio deje de tener una geometría clásica. A una escala menor, el espacio empieza a tener ya algún tipo de comportamiento probabilístico cuántico. Es decir, que no hay nada más pequeño que la longitud de Planck. Son los píxeles de la realidad. En la práctica es, aproximadamente, 1,6 × 10−35 metros en longitud.
Es un espacio tan diminuto que no somos capaces de imaginarlo, así que usemos una analogía. Un átomo típico posee una anchura de 0,32 nanómetros, es decir, 0,00000032 metros. Por eso, en un grano de arena encontramos 2,2 trillones de átomos. Sin embargo, un átomo es realmente gigantesco si lo comparamos con un electrón, pues pasamos de 0,00000032 metros a 0,0000000000000001 metros. A la vez, un electrón tiene el tamaño de un planeta si lo comparamos con la longitud de Planck.
Una vez asimilado lo diminuto que es la longitud de Planck, imaginemos que usamos ese espacio para situar un número. Y al lado, otro. Y luego, otro. Y así hasta cubrir el mundo, el sistema solar, la galaxia, el universo entero. Incluso aprovechando tan bien todo el espacio del universo, ni siquiera así, seríamos capaces de situar todos los números que componen el llamado número de Graham
El número de Graham recibe su nombre del matemático estadounidense Ronald Graham, tiene el registro de ser el mayor número jamás usado en una demostración matemática. Concretamente, es un número usado para la solución de un determinado problema en la teoría de Ramsey, un campo de las matemáticas que estudia las condiciones bajo las cuales debe aparecer el orden. Y como hemos visto, no hay espacio físico suficiente en todo el universo para contenerlo.
Afortunadamente, podemos tratar de imaginarlo, aunque no tenga un soporte físico. No obstante, esto tampoco es posible. El número de Graham es tan extremadamente grande, contiene tantísima información, que nuestro cerebro solo puede mencionar su nombre. Sencillamente, no podemos almacenar en nuestro cerebro tantos bits de información. Solo podemos hacer eso: decir “número de Graham”. Porque ni siquiera podemos citarlo, tal y como haríamos como el “300”: trescientos.
No podemos escribir este número monstruoso, ni imaginarlo, ni citarlo. Ni siquiera podemos escribir el número de esos dígitos que contiene el número. Ni siquiera se puede escribir como una pila de potencias. Solo mencionarlo como si fuera una criatura fantástica que nadie ha podido ver jamás.
Todo lo asociado a ese número contiene una cantidad de información tan desaforada que no sabemos cómo gestionarlo. No cabe. No entra. No se procesa ni en nuestro cerebro ni en el universo.
Y, a pesar de todo, el gargantuesco número de Graham se queda en una simple anécdota, en casi un cero, si lo comparamos con un número extraordinariamente más grande: TREE(3). Es lo más parecido al infinito siendo finito y está asociado a la teoría de grafos, una rama de las matemáticas y las ciencias de la computación.
Es un número seguido de tantos ceros que no podrías escribirlo aunque dejaras apretado el número “cero” de tu teclado indefinidamente. En tal caso, imaginemos que se escriben 320 ceros por segundo. Se acabaría tu vida y aún no habrías logrado escribir todos los ceros. Incluso si diseñáramos un dispositivo que dejara pulsado el “0” durante 72 quinvigintillones años… tal vez, solo tal vez, lograras escribirlo. Eso supone varias veces la edad del Universo.
Vale, ¿y qué?
Todo esto es un ejemplo límite para asimilar hasta qué punto el saber sí que ocupa lugar. Quizá me he extralimitado un poco, dispensad, pero me apetecía que conociérais el número de marras.
Porque, de todas las bengalas aforísticas, la que más me sorprende es la de "el saber no ocupa lugar". Si fuera así, que no lo es, no tienes tiempo de aprenderlo todo. Tienes que cribar. Si todo valiera lo mismo, como parece inferirse, ¿por qué no se memorizan todos los pokémon en clase?
Me siento menos solo sabiendo que al menos Unamuno ya lo dijo antes que yo hace más de un siglo, mutatis mutandis, en La enseñanza del latín en España (1894):
A todas horas se oye el fatal aforismo de que “el saber no ocupa lugar”, al cual, aun cuando no fuera error a la letra, porque el saber ocupa lugar, se podría siempre oponer este otro: “El aprender ocupa tiempo”, y el tiempo es oro.
Además, como ya se ha dicho, el saber sí que ocupa lugar, exceptuan todo el tiempo que necesitamos para adquirirlo y procesarlo. Robert Birge, profesor e investigador de la Universidad de Connecticut que analizaba la capacidad de almacenamiento de las proteínas, la estimaba entre 1 y 10 Terabytes en el año 1996, presuponiendo que una neurona era un bit.
Más cerca en el tiempo, en el año 2008, consideraba en una entrevista para la radio que en realidad podría ser algo más cercano a 30 o 40 Terabytes, dado que el cerebro no almacena información del mismo modo que un ordenador.
Es mucha información, pero no es toda la información. Además, aunque eventualmente existan personas que lo puedan recordar todo, esto no es conveniente: aprender también pasa por olvidar, y por pasar por alto, y por buscar más patrones en vez de información bruta sin más.
Cosas que es mejor ignorar
No solo debemos cribar, también no saber. Sí, hay cosas que quizá es mejor no saber. Como el spoiler que desvela el final de una película o el resultado de un partido de fútbol que aún no hemos visto; como el receptor del placebo en un estudio farmacológico de doble ciego; como la cara del secuestrador; como la verdadera opinión que tiene la gente sobre ti.
Algunos sabios, paradójicamente, han apostado por estos y otros ejemplos de ignorancia selectiva. Un desarme unilateral del conocimiento para evitar una escalada de conocimiento que colapse la razón. Ralph Waldo Emerson fue todavía más sucinto: «Hay muchas cosas que un hombre sabio deseará desconocer».
En el canto XII de la Odisea, la diosa Circe acoge a Ulises y a sus hombres y les advierte de los peligros en su próxima singladura, de camino a Ítaca, cuando crucen la Isla de las Sirenas:
«Pasa sin detenerte después de taponar con blanda cera las orejas de tus compañeros, ¡qué ni uno solo las oiga! Tu solo podrás oírlas si quieres, pero con los pies y las manos atados y en pie sobre la carlinga, hazte amarrar al mástil para saborear el placer de oír su canción».
Taponarse las orejas puede traducirse como evitar recibir cierta información.
El conocimiento es libertad, cierto. Pero no siempre estamos preparados para gestionar tal dosis de libertad. El canciller alemán Otto von Bismarck, lo tenía claro: «Con las leyes pasa como con las salchichas: es mejor no ver cómo se hacen».
Hay que saber saber. Cribar cosas como el número de Graham. Y, también, hay que taparse los oídos cuando esa información no nos hace ningún bien. Al fin y al cabo, somos monos sin pelo que viven en cavernas platónicas. De vez en cuando, vale la pena asomarse fuera para ver que no hay más cera que la que arde, pero pronto hay que regresar. Antes de que el brillo fulgurante del exterior nos ciegue.