Escribe como decidas, decide como escribas
ChatGPT no escribe como escribe un ser humano, ni puede hacerlo, en virtud de su propia naturaleza estocástica. Nosotros no deberíamos vivir, tampoco, como ChatGPT.
Una lista de tareas no es otra cosa que un catálogo visible de intenciones: un intento por liberar al pensamiento de su carga, delegando en el papel aquello que la mente preferiría no retener. Es, si se quiere, un acto de pereza sofisticada, una rendición táctica ante los límites de la memoria.
Externalizar es confesar: que pensar cansa, que sostener un modelo mental en el interior del cráneo es como llevar agua en las manos. Y en esta tendencia a aligerar la carga interna no estamos solos en la naturaleza.
Daniel Dennett, en La conciencia explicada, habla de la ascidia, un animal marino cuya conducta encarna esta economía radical de la cognición. En su fase juvenil, la ascidia dispone de un rudimentario cerebro que le sirve para buscar una roca o coral donde fijarse. Una vez hallado su lugar en el mundo, deja de necesitar ese cerebro… y lo devora. Porque es más útil por las calorías que proporciona que por su capacidad de aportar respuestas sobre el mundo.
El gesto puede parecer grotesco, pero encierra una lección inquietante: cuando la mente cumple su función instrumental, es desechada. Tal vez nuestras listas de tareas no sean sino una versión civilizada de ese mismo impulso: construir cerebros temporales fuera de nosotros, usarlos como prótesis cognitivas, y luego olvidarlos. Pensar menos, sí, pero para poder seguir actuando. Como si la inteligencia no consistiera tanto en resolver, como en saber cuándo ya no es necesario resolver más.
Así, en ocasiones, hay que pensar menos. Hay que actuar más. El problema es que no siempre sabemos qué ocasiones son esas. Paradójicamente, averiguarlas requiere pensamiento. Pensar sobre qué momentos son los más oportunos para no pensar. Y ¿cuánto debemos pensar sobre esos momentos en los que debemos decidir si es procesalmente oportuno pensar? Tampoco lo sabemos. Eso requiere más pensamiento.
Porque no poseemos, desdichadamente, un algoritmo universal que nos dicte con precisión cuándo conviene entregarse al cálculo y cuándo al impulso. No hay brújula definitiva que nos oriente en esa frontera invisible entre la reflexión fértil y la parálisis analítica.
En su lugar, improvisamos. O bien, como briznas de hierba en la corriente del río, nos dejamos arrastrar. Algunos —como la ascidia— devoran su propio cerebro apenas encuentran una roca a la cual adherirse; renuncian al pensamiento en cuanto parece innecesario. Otros, en cambio, intentan seguir viviendo con su mente en llamas, incluso cuando el mundo exige respuestas simples y rápidas. Luchan por sobrevivir sosteniendo el andamiaje entero del razonamiento, aunque se mueran de hambre.
Entre estos extremos, el arte de vivir podría definirse como una coreografía sin partitura entre la lucidez y la entrega, entre la luciérnaga de la razón y la ceguera instintiva del salto. Siempre basculando, una y otra vez, una y otra vez.
Bascular
Las creaciones humanas son, en última instancia, el resultado de una alquimia sutil entre lo que el ojo percibe y lo que la mente, con su bagaje de formas arquetípicas, está dispuesta a reconocer. Nuestros primeros dibujos —esos monigotes entrañables trazados por niños— nacen de un repertorio visual rudimentario: círculos, líneas rectas, ángulos rectos. Son los bloques de construcción con los que la conciencia infantil intenta representar un mundo aún indescifrable.
El dibujo realista, por el contrario, exige un esfuerzo deliberado: aprender a suspender los filtros conceptuales que nos hacen ver lo que «deberíamos» ver, en lugar de lo que verdaderamente está frente a nosotros. Es un ejercicio de desaprendizaje, una pedagogía del asombro visual.
Hay quienes, por accidente o don, no basculan, sino que se sitúan en los extremos de este espectro. Oliver Sacks, en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, documenta tanto a individuos con lesiones cerebrales que sólo pueden percibir el mundo como un conjunto de formas platónicas —incapaces de identificar un rostro o una flor— como a sabios autodidactas capaces de reproducir con precisión fotográfica escenas que apenas han contemplado. Pero en ambos casos, la proeza perceptual convive con una discapacidad adaptativa: una mirada tan literal o abstracta que el sujeto queda exiliado de la vida común.
En efecto, una percepción estrictamente mecánica —como una cámara sin criterio— no es una virtud, sino una limitación disfrazada de destreza. Admiramos, con razón, la habilidad de quienes dibujan como si imprimieran, pero rara vez advertimos que esta capacidad suele formar parte de un perfil neurológico que los priva de operar como adultos funcionales en el mundo social.
Así, podríamos decir que el pensamiento humano normal no es ni pura mímesis ni pura geometría, sino un equilibrio danzante entre la fidelidad sensorial y la abstracción simbólica. Ver con claridad es, en realidad, saber oscilar —como un péndulo sabio— entre lo real y lo ideal, entre el caos irreductible de lo que es y el orden tranquilizador de lo que creemos que debería ser.
Escribir más allá del algoritmo
La escritura no es mera disposición de signos sobre una página. Es una forma de decisión encarnada. Así como las grandes historias desbordan los márgenes de una lengua, también una lengua viva —inestable, mutante, fértil— interpela sin cesar a quienes pretenden narrarla. De ese antagonismo fecundo nace toda tradición literaria auténtica, como un río que, al tiempo que alimenta sus propios cauces, los erosiona.
Encerrar la lengua en los barrotes del diccionario, en los moldes oxidados de argumentos formales o en los reglamentos gramaticales de salón equivale a embalsamarla en vida. Es domesticar el relámpago y pretender que siga iluminando.
La toma de decisiones —en escritura o en estrategia— no es otra cosa que navegar una tormenta con mapas en constante reescritura, cual palimpsesto. A menudo, esa navegación se reduce a buscar la próxima maniobra fácil, dictada por léxicos tácticos que mutan como banderas al viento. En esa danza efímera puede ganarse una ventaja local, un respiro breve, pero la naturaleza —con su lógica no negociable— termina por imponerse.
Y, sin embargo, cabe una suerte de sabiduría táctica: no para vencer a la naturaleza, sino para no ser vencido por la repetición ciega. Tal como es sencillo vencer a quien siempre juega «piedra» en un juego de piedra, papel o tijera, así también puede superarse a quienes se aferran a fórmulas universales, sin advertir que toda fórmula es ya una reliquia.
Jugar siempre «piedra» en el ámbito de la decisión es confundir lo vivo con lo fijo: es convertir la distinción creativa y destructora entre estrategia y táctica en una frontera pétrea y prescriptiva. Cada vez que se hace eso, se impone una forma particular de ceguera. Cada distinción mal entendida engendra su propio laberinto. Y el arte —ya sea de escribir o de decidir— consiste en no quedarse atrapado dentro.
Es en este punto donde conviene deslizar que ChatGPT no escribe como escribe un ser humano, ni puede hacerlo, en virtud de su propia naturaleza estocástica. No porque carezca de sintaxis o de recursos retóricos —que no le faltan—, sino porque no participa del dilema esencial de la escritura: decidir entre el caos y la forma, entre lo que quiere decirse y lo que puede decirse.
Nosotros, en cambio, sí: podemos escribir como lo haría ChatGPT, o exactamente como todo lo contrario. Es en esa oscilación —en ese temblor entre obedecer una forma y traicionarla— donde se halla el quid de la verdadera escritura. Escribir no es repetir modelos, sino vivir entre sus ruinas.
Externalizamos ideas, suspendemos filtros, imitamos máquinas, nos rebelamos contra ellas, y aún así seguimos buscando la forma justa de decir lo que no sabíamos que queríamos decir. En esa búsqueda, ni la perfección automática de una inteligencia artificial ni la improvisación sin forma bastan por sí solas.
La verdadera maestría reside en saber cuándo pensar y cuándo actuar, cuándo obedecer y cuándo desobedecer, cuándo dejar que la lengua nos hable y cuándo forzarla a decir lo inédito. La escritura, en última instancia, no es ni técnica ni talento, sino el arte milenario de moverse —con lucidez y temblor— entre el abismo y la forma. Sabiendo pero sin saber, o sin saber sabiendo.