En contra de los juegos educativos
A nivel educativo hay muy poca evidencia de que estas actividades tengan beneficios importantes en los estudiantes. Se pueden llevar a cabo como afición u ocio, o quizá para inculcar alguna vocación.
El juego es un refugio de la monotonía.
Al igual que el sexo, el consumo de drogas y la ingesta de alcohol, el juego tiene la capacidad de anular temporalmente la conciencia de la realidad que nos rodea. Sin embargo, a diferencia de estos, no lo hace a través de la obnubilación de la conciencia, sino intensificando la concentración hasta alcanzar un nuevo nivel de agudeza.
Satisface simultáneamente dos impulsos humanos fundamentales: el deseo de dar rienda suelta a la fantasía y la inclinación por enfrentar desafíos innecesarios.
Al establecer un terreno de igualdad entre los participantes, el juego, según Roger Caillois, aspira a reemplazar "la confusión habitual de la vida cotidiana" por un entorno ideal. Recrea la sensación de libertad y la perfección evocadora de la niñez, separándola de la rutina diaria mediante límites artificiales en los que las únicas restricciones son las reglas aceptadas voluntariamente por los jugadores.
El juego convoca la habilidad y la inteligencia, demandando una profunda concentración. Sin embargo, esta energía mental se canaliza hacia actividades absolutamente inútiles, que no contribuyen a la lucha del hombre contra la naturaleza, ni a la riqueza, el bienestar de la comunidad, ni a la supervivencia física.
A menudo, la inutilidad percibida del juego ha sido motivo de crítica por parte de reformadores sociales que buscan elevar la moral pública, o por críticos funcionalistas de la sociedad como Thorstein Veblen. Veblen criticaba la futilidad de los deportes practicados por las clases altas, considerándolos vestigios anacrónicos del militarismo y de una noción anticuada de honor. Sin embargo, es precisamente esta "futilidad" lo que confiere al juego su encanto singular: su carácter artificial, los obstáculos arbitrarios establecidos por la única razón de desafiar a los jugadores a superarlos, y la ausencia de cualquier finalidad utilitaria o exaltadora.
El juego pierde rápidamente su atractivo y su esencia cuando se intenta instrumentalizar para fines educativos, el desarrollo del carácter o el progreso social, pues su verdadera esencia reside en su naturaleza intrínsecamente libre y desprovista de propósitos pragmáticos.
El juego es pura evasión. Si no lo es, deja de ser juego.
EL OCASO HOMO LUDENS
En su obra clásica Homo ludens, el profesor, historiador y teórico de la cultura neerlandesa Johan Huizinga aborda la evolución de la cultura y destaca cómo, desde una perspectiva, parece haberse producido una progresiva erradicación del elemento lúdico en todas las esferas culturales: desde la religión y la ley hasta la guerra y, especialmente, el trabajo productivo. La racionalización impuesta en estas áreas ha reducido considerablemente el espacio para la invención arbitraria o la disposición a dejar las cosas al azar. Elementos clave del juego, como el riesgo, la osadía y la incertidumbre, se encuentran notablemente ausentes en la industria y en actividades regidas por criterios industriales, cuyo objetivo es precisamente predecir y controlar el futuro, eliminando cualquier riesgo.
Por esta razón, el juego ha cobrado una relevancia sin precedentes, superando incluso a la antigua Grecia, donde una gran parte de la vida social se centraba en competencias atléticas. Los deportes, que satisfacen la creciente necesidad de realizar esfuerzo físico —renovando la percepción de que la vida tiene una base física—, se han convertido en un entusiasmo no solo de las masas, sino también de aquellos que se identifican como parte de la élite cultural. Estas actividades ahora cumplen un papel crucial en equilibrar nuestras vidas, proporcionando un necesario contrapunto a la rigidez y la previsibilidad de la vida moderna.
LA INSTRUMENTALIZACIÓN DE LAS AFICIONES
Con el resto de aficiones que otrora eran puramente lúdicas ha pasado tanto de lo mismo. Ahora, tocar el piano o jugar al ajedrez no se practica tanto por placer o evasión como para aumentar las habilidades cognitivas.
La cuestión radica en que los estudios que establecen asociaciones entre ciertas actividades y la inteligencia a menudo se basan en correlaciones. Surge la pregunta: ¿son las personas más inteligentes quienes eligen jugar al ajedrez, por ejemplo? En una revisión publicada en Current Directions in Psychological Science, Giovanni Sala y Fernand Gobet, de la Universidad de Liverpool, concluyen que estas actividades mejoran la habilidad en una área específica: la propia actividad.
Sala y Gobet realizaron tres metaanálisis (que agrupan los datos de múltiples estudios anteriores), enfocándose en tres actividades frecuentemente sugeridas para potenciar ciertas funciones cerebrales: ajedrez, música y entrenamiento de memoria. Las investigaciones se centraron en niños, ya que se esperaría que los beneficios cognitivos sean más significativos en aquellos cuyo desarrollo cognitivo todavía está en proceso.
Los resultados indicaron que la instrucción en ajedrez o música, o el entrenamiento de la memoria de trabajo, generaron mejoras pequeñas a moderadas en habilidades más amplias como la memoria, la inteligencia general y el rendimiento académico. Sin embargo, al desglosar los estudios para una evaluación más detallada, Sala y Gobet descubrieron algo desalentador: la magnitud de los efectos estaba inversamente relacionada con la calidad del diseño experimental.
Al limitar el análisis solo a los estudios mejor diseñados, encontraron poca o ninguna evidencia significativa de beneficios extendidos. La única excepción fue un efecto considerable del entrenamiento de la memoria de trabajo en otras tareas de memoria. Este hallazgo sugiere que, si bien ciertas actividades pueden mejorar habilidades específicas, su impacto en las capacidades cognitivas generales podría ser limitado.
Esto concuerda con una evaluación en profundidad del entrenamiento cerebral publicada hace tres años que concluyó que dicho entrenamiento mejora el rendimiento en las habilidades específicas que se practican, pero que las afirmaciones sobre sus beneficios más amplios tienen poco apoyo una vez que se descartan los estudios diseñados de manera menos estricta.
En otras palabras: a nivel educativo hay muy poca evidencia de que estas actividades tengan beneficios importantes en los estudiantes. Se pueden llevar a cabo como afición u ocio, o quizá para inculcar alguna vocación, pero poco más.
O, al menos, sería un poco deshonesto exagerar sus efectos en aras simplemente de introducir estas materias en el currículo. Habida cuenta, sobre todo, porque estamos perdiendo la costumbre de jugar solo por jugar.
Perjuicios supongo que tampoco, ¿no? O sea, que no se convierten en asesinos por jugar a videojuegos. Está muy bien el artículo, hay que divulgarlo más y que lo lean los padres pesados.