El libro como formato ideal para podar lo que no quieres saber
El efecto 'bonsái' para moldear tu conocimiento y escoger ser ignorante desde la libertad que te brinda el conocimiento
Thomas Jefferson escribió: «Si una nación espera ser ignorante y libre en un Estado civilizado, espera lo que nunca fue y nunca será». Y tenía razón, más allá del argumento de autoridad, porque nadie puede escoger ser ignorante: la ignorancia es la antítesis de la libertad.
Solo desde el conocimiento podemos escoger, no tanto no saber lo que ya sabemos como seleccionar lo que preferimos ignorar. Como el horticulor que poda un bonsái (que significa literalmente bon = "bandeja" + sai = "cultivar"): solo puedes controlar su tamaño si pugna por crecer. Solo puedes moldearlo si le sobran cosas, no si le faltan.
Pero ¿cuál es el equivalente cultural de las tijeras de doble filo para pinzar, del defoliado o del trasplante? Si tuviera que escoger solo una herramienta, sería el libro.
Ventajas del libro frente a cualquier otro soporte
El libro es un formato que ha perdurado durante siglos, y que difícilmente puede ser sustituido. A diferencia del CD o el DVD, o del vinilo, que lo sustituido es simplemente el dispositivo donde se consume el producto audiovisual, el libro es más que un dispositivo de lectura, es también la propia lectura. En un DVD no podemos ver una película (necesitamos un reproductor de DVD), pero el libro es, simultáneamente, receptáculo de la información y reproductor de la misma.
Por eso es difícilmente sustituible por otro soporte. Es un producto tan idóneo en ese sentido que los libros electrónicos, por el momento, siguen a la zaga, y no parece que las previsiones a corto plazo cambien.
Tampoco el audiolibro es un perfecto sustituto. Es cierto que la escritura tiene menos de 6.000 años, tiempo insuficiente para la evolución de los procesos mentales especializados dedicados a la lectura. Usamos el mecanismo mental que evolucionó para comprender el lenguaje oral para apoyar la comprensión del lenguaje escrito. De hecho, las investigaciones muestran que los adultos obtienen puntajes casi idénticos en una prueba de lectura si escuchan los pasajes en lugar de leerlos.
Sin embargo, no siempre es así. Los audiolibros funcionan cuando los textos son planos, sencillos, sin metáforas complejas, sin imágenes crípticas. Porque hay textos más densos que requieren reducir la velocidad de lectura, e incluso releer un fragmento, o incluso quedarnos detenidos en una palabra. Disfrutar de lo que nos evoca como nos deleitamos con el sabor de un café.
Por ello, un estudio comparó lo bien aprendieron los estudiantes sobre un tema científico en un podcast de 22 minutos comparándose un artículo impreso. Aunque los estudiantes dedicaron un tiempo equivalente a cada formato, en un cuestionario escrito dos días después, los lectores obtuvieron un resultado del 81 por ciento y los oyentes, un 59 por ciento.
En otras palabras: leer es algo que se hace, que exige compromiso, mientras que escuchar es algo que sucede, que puede ocurrir aunque no estemos compromeditos con la tarea. Los audiolibros progresan con o sin nuestra participación. Podemos sintonizar, prestar atención al libro mientras nuestra mente divaga acerca de otro tema en cuestión y, aun así, el libro seguirá adelante.
Es decir, que un lector medio se implicará menos en un audiolibro. Lo procesará con menos intensidad.
Exclusividad no solo en el continente, sino en el contenido
No solo el soporte del libro es especial, sino también lo que hay en sus páginas. Porque los contenidos que podemos encontrar en muchos libros difícilmente existen en formato audiovisual. El segundo motivo, de más peso, es que la lectura exige una implicación cognitiva mayor que el consumo de otros productos, incluido internet o los hipertextos.
Sin embargo, los libros, síntesis pulimentadas de un cerebro, no son todos iguales. Se publican miles de libros inanes. ¿Cuáles son los que verdaderamente producen conocimiento emancipatorio?
En primer lugar, las buenas lecturas, las lecturas ricas en conocimientos consensuados sobre todas las disciplinas, no deberían ser tanto mecanismos para transmitir datos como un lugar donde nos enseñen a aplacar nuestros defectos neurobiológicos de fábrica y, sobre todo, fomentar la capacidad de jerarquizar conocimientos, relacionarlos entre sí y descartar fácilmente los que carecen de sostén.
Naturalmente, ahora estaréis esperando una lista de recomendaciones. No os voy a defraudar, ahí va esa lista, pero no es tanto una recomendación como una serie de libros que a mí me han funcionado. Buscad vuestro propio camino porque no todo el mundo avanza al mismo ritmo ni quiere llegar a la misma cima:
La tabla rasa, de Steven Pinker. Compórtate, de Robert Sapolsky. El canon, de Natalie Angier. Romper el hechizo, de Daniel C. Dennett. Consilience: la unidad del conocimiento, de Edward O. Wilson. Más allá de las imposturas intelectuales, de Alan Sokal.
Si queréis más, aquí tenéis una lista más larga en formato audiovisual: