¿Cómo saber si debes votar a la izquierda o a la derecha? ¿Tribu roja o tribu azul?
Si hablamos en términos simbólicos o de coordinación social, sigue votando al PSOE como el meme de la charo unineuronal o sigue votando al PP como ese capillita que llora al ver una bandera española.
Nada se sabe, todo se imagina.
Rodéate de rosas, ama y bebe.
Calla, sí. El resto es nada.Ricardo Reis
En lo tocante hacia qué lado del espectro ideológico debes escorarte, por supuesto quede por delante que lo juicioso es hacerlo hacia uno u otro en función del contexto. Ninguna receta es mejor que la otra en abstracto.
Hecha esta salvedad, vayamos al meollo del asunto.
En primer lugar, deberías preguntarte: ¿qué expresión de tu inteligencia aspiras a cultivar?
Si tu objetivo es epistémico y no simbólico —es decir, si buscas comprender mejor el mundo en lugar de reafirmar tu identidad de grupo o ganar amigos— entonces la pregunta clave no es quién tiene las mejores ideas, sino quién confía más en los procesos. De este modo, deberías respaldar a quien sacralice más la arquitectura de los protocolos que a los expertos individuales; a quien valore más la inteligencia de las conexiones entre personas que la brillantez de cada persona por separado.
Los prejuicios, en este contexto, no son una señal de ignorancia, sino una forma evolucionada de inteligencia colectiva. Funcionan como parte de un sistema de cognición distribuida: una suerte de cerebro social que nos permite tomar decisiones funcionales apoyándonos en el saber compartido. Los estereotipos —aunque a veces imprecisos o injustos— no deberían ser eliminados sin más, sino afinados. La inteligencia social no consiste en suprimir los atajos mentales, sino en mejorarlos con experiencia, deliberación y apertura.
Pensamos que los racistas son estúpidos, del mismo modo que ellos reducen a los demás a clichés. Pero ese prejuicio contra los prejuicios puede ser también una forma de estereotipo. Un estudio reciente demuestra que las personas más inteligentes no solo no están libres de sesgos: pueden ser más propensas a estereotipar, precisamente porque disponen de más recursos mentales para detectar patrones.
Como escribió Alfred North Whitehead, una civilización progresa cuando aumenta el número de cosas importantes que podemos hacer sin pensarlas. Y eso incluye también nuestras decisiones políticas.
Efectivamente, los humanos somos criaturas altamente evolucionadas que reconocen patrones, y la descarga cognitiva es un sello distintivo del progreso de la especie (¿sabes realmente cómo funciona tu refrigerador o cómo funcionan los soportes estructurales?). De igual manera, los estereotipos son una heurística muy útil (¿la más útil?) para analizar los resultados promedio esperados en las interacciones interpersonales, especialmente en una sociedad pluralista.
De modo que, en lo que concierte a la política, respalda a quienes no sacrifiquen el proceso en nombre de una idea brillante ni la pluralidad en nombre de una solución perfecta. Porque cuando la inteligencia se distribuye, cuando se reparte entre normas, incentivos y redes sociales bien diseñadas, florece algo más sabio que cualquier genio individual.
El problema es saber quién tiene esto más claro: ¿la derecha o la izquierda? La respuesta no es evidente. Ambas tribus políticas se disputan el relato del sentido común, el amor por las normas y la desconfianza hacia las élites ilustradas… pero también coquetean con el culto al líder, al plan maestro, al experto que lo arregla todo. A veces, la izquierda sacrifica las instituciones en nombre de la justicia. A veces, la derecha lo hace en nombre del orden. Y en ambos casos se erosiona esa inteligencia colectiva que nace del equilibrio imperfecto entre visiones enfrentadas.
Sin embargo, si seguimos el lúcido análisis de Thomas Sowell en Conflicto de visiones, podríamos decir que la derecha, por ser más conservadora, tiende a confiar menos en la maleabilidad del ser humano y, por tanto, en su capacidad para rediseñar el mundo desde cero. Desde esta «visión trágica», como la llama Sowell, la inteligencia no reside tanto en los individuos como en las prácticas que han sobrevivido al tiempo: la tradición, la costumbre, la experiencia acumulada.
Esa desconfianza hacia los ingenieros sociales, tan típica del pensamiento conservador, puede conducir (aunque no siempre) a una mayor valoración de los procesos descentralizados, las normas espontáneas y las limitaciones institucionales. No es una garantía, pero al menos parte de una premisa más prudente: que el ser humano, por listo que se crea, no es tan listo.
En todo caso, profundicemos un poco más.
Tribus epistémicas equidistantes
La tribu roja observa con inquietud al Partido Popular, a Vox y a su ecosistema mediático afín —desde canales como 13TV hasta ciertas tertulias de radio— como espacios contaminados por la desinformación, el sensacionalismo, las teorías conspirativas, el populismo emocional y la posverdad. En sus momentos más optimistas, confían en poder reconducir esta deriva mediante herramientas institucionales y tecnocráticas: regulaciones contra los bulos, políticas de moderación en redes sociales, verificación constante de hechos y campañas de alfabetización mediática.
Su aspiración es devolver a España a un ideal ilustrado en el que, aunque los valores fuesen divergentes, al menos existía un suelo común de hechos compartidos. En sus momentos más sombríos, consideran a la tribu contraria como una amenaza reaccionaria, una especie de secta política, enloquecida y peligrosa, que debe mantenerse alejada del poder para preservar el equilibrio democrático.
Desde el otro lado, la tribu azul percibe algo muy distinto: una alianza entre élites progresistas engreídas, medios como La Sexta, eldiario.es o TVE, y una masa de ciudadanos domesticados por la corrección política, el feminismo institucional, el ecologismo moralizante y un cientificismo convertido en ideología. A esta masa la llaman NPCs, figuras sin agencia real, que repiten consignas sin pensar. En sus momentos optimistas, creen que aún es posible frenar esta hegemonía desmontando sus dogmas y despertando conciencias, con referentes como Elon Musk, Javier Milei o incluso ciertos influencers disidentes. En sus momentos más pesimistas, ven en la tribu azul una suerte de quinta columna que controla universidades, medios, escuelas y centros de poder cultural, y a la que solo una ruptura sistémica —una especie de regeneración desde fuera del sistema— podría desactivar.
Naturalmente, ambos aciertan y se equivocan. Ambos invocan evidencias y, al mismo tiempo, dejan al descubierto flagrantes puntos ciegos. Pero el desacuerdo trasciende el plano de las opiniones: remite al fundamento mismo de lo que consideramos origen de la verdad.
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