Autocontrol: ¿la capacidad de retrasar una gratificación es garantía de éxito?
Como de costumbre, la respuesta no es tan sencilla
En un popular experimento con chucherías realizado en la década de 1970 por parte del psicólogo Walter Mischel, de la Universidad de Stanford, se sugirió cuán importante era el autocontrol a la hora de determinar cómo sería tu futuro.
Los participantes en el experimento eran niños de 4 años a los que se les preguntaba si querían comer una golosina. La respuesta unánime fue afirmativa. A continuación, se les realizó una propuesta: podían comerse inmediatamente la golosina o, si estaban dispuestos a esperar unos minutos mientras el experimentador iba a hacer un recado, entonces podrían comerse dos golosinas en cuanto el experimentador regresara.
La mayoría de los niños decidieron esperar para obtener los dos caramelos. Pero no todos lo consiguieron porque no todos tenían el mismo grado de autocontrol. Quince años más tarde, los investigadores se pusieron en contacto de nuevo con los niños para evaluar en qué se diferenciaban los que habían tenido mayor autocontrol frente a los que no, tal y como explica Jonah Leherer en su libro Cómo decidimos:
Los que hacían sonar el timbre antes de haber transcurrido un minuto tenían muchas más probabilidades de presentar problemas conductuales más adelante. Sacaban peores notas y era más fácil que tomaran drogas. Pasaban apuros en situaciones estresantes y tenían mal genio.
Es decir, que las destrezas cognitivas que permitían a esos niños burlar la tentación, también les permitía pasar más tiempo haciendo sus deberes. En ambas situaciones, se obligaba a la corteza prefrontal a hacer uso de su autoridad cortical e inhibir los impulsos que pudieran entorpecer la consecución del objetivo.
EL MUNDO ES MÁS COMPLICADO
Este estudio se ha convertido en todo un clásico en el ámbito de la psicología y se invoca a menudo para insistir en cuán importante es saber postergar una gratificación para tener una vida mejor. Sin embargo, tenemos malas noticias: tu vida será de una u otra manera a causa de una miríada de factores que aún no conocemos en su totalidad y que ni siquiera sabemos muy bien cómo interaccionan entre ellos.
Por esa razón, cuando un equipo de investigación intentó replicar el llamado ya test de la golosina usando una muestra más amplia de individuos y controles adicionales, se halló que solo un tanto por ciento de las conclusiones del experimento original realmente se cumplía. Así, tal y como explican Carl T. Bergstrom y Jevin D. West en su libro Bullshit: contra la charlatanería: el factor importante, el primordial, no es la capacidad de postergar la gratificación, sino formar parte de una familia adinerada:
Los niños de familias adineradas fueron más capaces de esperar a la segunda chuche. ¿Por qué? Tal vez sentían una mayor sensación de estabilidad general, tenían mayor confianza en los adultos, recordaban situaciones anteriores en las que la espera había demostrado ser fructífera y mostraban cierta indiferencia (quizá conseguir una chuche no era algo tan especial para ellos).
Dicho de otra manera, es la situación económica de los padres la responsable de la habilidad del niño a los cuatro años de edad para retrasar la gratificación, y también es la causa de su éxito. La capacidad de retrasar la gratificación no es necesariamente la causa del éxito académico, sino otra consecuencia más. Lo cual nos demuestra lo difícil que es diferenciar correlación y causalidad: que el hecho de que A suceda antes de B no significa que A cause B (incluso si A y B está asociados). Este error es muy común e incluso tiene un nombre en latín: post hoc ergo propter hoc: «después de esto, por lo tanto, a causa de esto».
Esta confusión entre las causas y efectos, sumada a la glorificación de un experimento clásico en psicología que no ha logrado replicar sus resultados, ha propiciado que la psicología popular y los gurús de la autoayuda promocionen métodos de entrenamiento. En otras palabras: se simplifica la maraña de causas y efectos interconectados para vender fórmulas fáciles, como el crecepelo de un estafador, a fin de que los padres sientan que tienen cierto control sobre sus hijos.
Fórmulas que tienen mucho éxito porque sugieren que, de no implementarse, finalmente harán que la crianza del niño sea un fracaso. Las mismas fórmulas que se repiten, por ejemplo, a la hora de demonizar el consumo de pantallas digitales o de sugerir la implantación de límites férreos. Se repiten, a pesar de que la literatura científica no ha hallado aún datos que relacionen causalmente el consumo de pantallas con una peor crianza (los límites que se recomiendan son triviales cuando se controlan la etnicidad, la edad, el género, los ingresos familiares y el nivel socio educativo del cuidador). Y se repiten porque esconden dentro de sí chucherías psicológicas (esta vez sí) que no estamos dispuestos a dejar de consumir como padres: miedo a lo nuevo, ilusión de control, simplificación de la realidad, postureo moral (soy mejor padre que el resto) y, muy probablemente, una patológica inclinación a convertirse en «padres helicóptero», que son más nocivos que cualquier pantalla.
Buscamos, anhelamos, reglas fijas y rápidas que sean capaces de ser eficaces en un mundo complejo que nunca deja de cambiar. Algo que, por ahora, solo se puede hacer caso a caso. Por esa razón, todos nos sentimos tan tentados de abrazar una ideología, y nos sentimos mal si la traicionamos, cuando una ideología solo es un conjunto finito, acaso sucinto, de instrucciones que presuntamente sirve para afrontar un mundo complejo y cambiante (o representa una mente compleja y cambiante en un esquema fijo y muerto).
Pero esa clase de reglas apenas existen y solo se pueden aplicar a sistemas donde controlemos todas las variables o la mayor parte de ellas. En el mundo real, como en el que un niño deberá demostrar si se convierte en una persona con éxito o no, deberemos analizar cada niño caso por caso. Al menos por ahora. O acabaremos convertidos en los padres de la película Canino.