Aliades, Magila el gorila y la pantomima de las políticas DEI
DEI favorece justo lo contrario que ambiciona. Los aliades son los grotescos monstruos de la corrección política. Recoge el micrófono como gorila fascista que eres porque soy animalista.
Admiro profundamente a César Astudillo, cuya agudeza intelectual y estilo literario me resultan fascinantes. Lo sigo en Twitter con genuino interés, pues su capacidad para arrojar nueva luz incluso sobre los temas más trillados, gracias a un vocabulario propio, rico y evocador, tiene la virtud de resonar como un adagio que se graba en la memoria.
Por supuesto, como ya hemos visto en Diego Ruzzarín o cómo la inteligencia te vuelve un imbécil funcional, ser creativo y brillante no nos exime de cometer errores, ya sea en ciertos momentos o en áreas específicas. La condición humana es así: incluso aquellos que brillan como supernovas no son inmunes a fallos, algunos clamorosos. Nuestra inteligencia, lejos de ser una constante, parece encenderse y apagarse de manera selectiva —y, tristemente, con mayor frecuencia acontece antes lo segundo que lo primero.
Por supuesto, el tuit de Astudillo —que quizá es un audaz anzuelo para crear controversia o hacer proselitismo—, es solo la excusa para profundizar de las bondades de DEI, y no tanto un argumento en contra del tuit —y no digamos ya de Astudillo.
Dicho esto, voy a tratar de demostrar que entre los que denostamos las políticas DEI no solo hay traumados o villanos con antifaz, sino también gente desencatada y empachada del postureo y de los gestos cosméticos cuyo impacto real contradice las nobles metas que proclaman alcanzar. O como la ha expresado Paul Graham:
Hay un tipo de persona que se siente atraída por una pureza moral superficial y exigente, y que demuestra su pureza atacando a cualquiera que rompa las reglas. En todas las sociedades hay personas así. Lo único que cambia son las reglas que imponen. En la Inglaterra victoriana era la virtud cristiana. En la Rusia de Stalin era el marxismo-leninismo ortodoxo. Para los progresistas, es la justicia social.
¿Quiénes son las nuevas élites?
En épocas pretéritas, las élites buscaban afirmar su estatus y distinguirse de las masas a través del conocimiento y la devoción por la llamada «alta cultura». Este afán se redobló con el auge de la cultura de masas y la «industria cultural» en torno a la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, a partir de la década de 1960, afloró una nueva generación de capitalistas simbólicos que rompió con esta tradición.
En su intento de marcar distancia respecto a sus predecesores y ganar simpatías populares, condenaron la actitud de desprecio hacia la cultura pop, calificándola de reaccionaria y estrecha de miras.
Adam Kirsch lo describió con precisión:
Personas como profesores de humanidades, administradores de arte y conservadores de museos, cuya identidad y sustento dependían del prestigio de la 'seriedad', pronto comprendieron que ya no era necesario asumir la ingrata tarea de persuadir al público de que apreciara lo que no disfrutaba. Ahora podían explicarle al público por qué estaba bien que no lo hiciera.
Esta estrategia, siempre que logre mantenerse al compás de las tendencias, permite a los capitalistas simbólicos gozar de un doble privilegio. Por un lado, continúan exhibiendo un gusto sofisticado que los separa de las masas. Por otro, al abrazar la cultura pop, logran presentarse como una élite distinta: más cosmopolita, más inclusiva, más flexible, más «auténtica» y, en muchos sentidos, moralmente superior a las élites tradicionales.
Otro rasgo distintivo de la mayoría de las élites contemporáneas es su inclinación a demostrar su valía y pertenencia a círculos prestigiosos —como los de Google, el New York Times o las universidades de la Ivy League— mediante una desvinculación retórica, aunque meramente simbólica, de sus privilegios. Conceptos como el antirracismo, el feminismo y otros discursos progresistas han pasado a ser no solo posturas ideológicas, sino auténticos marcadores de estatus entre las élites urbanas altamente educadas. Estos gestos actúan como señales hacia los guardianes institucionales, indicando que quien los enarbola merece estar rodeado de otras almas «ilustradas».
Al igual que los antiguos aristócratas con sus ostentaciones de virtud, estas proclamaciones de conciencia social rara vez vienen acompañadas de sacrificios tangibles o esfuerzos significativos por renunciar a los privilegios que las sustentan. Así, estas expresiones, aunque ostensiblemente críticas del poder, se convierten en herramientas para reforzar la exclusividad y perpetuar el mismo estatus que dicen cuestionar.
Los hilos que tejen la justicia social y otras revoluciones sociales
La creciente precariedad en los empleos de la economía no simbólica intensifica la competencia por credenciales de élite y puestos en profesiones simbólicas, dejando a muchos aspirantes frustrados. Estos «perdedores» tienden a canalizar su descontento cooptando movimientos de justicia social ya existentes, no tanto por altruismo, sino para mejorar su posición. Este ciclo de tensión se repite y cobra fuerza en momentos en que tanto las élites como las clases no privilegiadas afrontan dificultades económicas simultáneamente.
El fenómeno subyacente, conocido como sobreproducción de élites, surge cuando una sociedad genera más aspirantes a estatus elevado de los que puede absorber. Esto crea un grupo de élites desplazadas que, incapaces de ascender, buscan aliarse con los marginados para desafiar el orden establecido. Sin embargo, estas alianzas suelen estar motivadas más por intereses personales que por una preocupación genuina por los desfavorecidos.
En períodos de crisis compartida, estos aspirantes frustrados se adhieren a movimientos sociales, adoptando discursos progresistas como feminismo, antirracismo o justicia queer para expresar sus ansiedades. Aunque inicialmente se presentan como aliados, su objetivo final es recuperar prestigio y relevancia. Una vez dentro de estos movimientos, los aspirantes a élite tienden a asumir roles de liderazgo, redefiniendo objetivos y estrategias según sus propios intereses. Esto, con frecuencia, desplaza a los activistas originales y desvía la lucha hacia prioridades que reflejan más las sensibilidades de los capitalistas simbólicos que las necesidades de los verdaderamente marginados.
Así, el ciclo perpetúa una paradoja: mientras aparentan ser agentes de cambio, estas élites frustradas suelen reforzar las dinámicas de poder que dicen combatir, dejando a los marginados nuevamente al margen de los beneficios reales.
¿Por qué los empresarios y las nuevas élites apoyan DEI?
Hasta aquí, podemos ir intuyendo la razón de que las élites, los empresarios y el propio sistema hegemónico apoyen las políticas DEI, un conjunto de principios, prácticas y procedimientos diseñados para garantizar que todas las personas dentro de una organización sean bienvenidas y tratadas con respeto e igualdad de oportunidades, independientemente de su origen, género, edad u orientación sexual.
Naturalmente, estas élites no quieren adoptar la etiqueta de élites porque ello puede menoscabar la legitimidad de sus propuestas y, sobre todo, los intereses morales que la sustentan. Así, vemos con verdadero asombro cómo los que administran las instituciones afirman ser engranajes indefensos de un sistema y un país que no tienen salvación.
Quienes tienen ingresos saludables de seis y siete cifras se definen a sí mismos en oposición a «los ricos», a quienes describen como codiciosos, materialistas, ostentosos, privilegiados, etc. Los multimillonarios generalmente se consideran parte de la «clase media», y los más sofisticados retratan las exhibiciones abiertas de riqueza como algo de mal gusto.
La mayoría de los millonarios estadounidenses actuales, especialmente aquellos vinculados a industrias de la economía simbólica, se presentan como modelos de humildad: adoptan vestimenta informal y practican el "consumo discreto." A menudo declaran un compromiso ferviente con la filantropía y la solución de problemas sociales.
Esta narrativa proyecta una imagen peculiar: parece que nadie está realmente al mando, nadie busca activamente riqueza o estatus, y los privilegios que poseen son casi una carga involuntaria, fruto de un talento excepcional. Según esta lógica, su posición en la cima no es el resultado de una búsqueda intencional de poder, sino un subproducto inevitable de su genio.
A pesar de su influencia, estas élites rara vez asumen responsabilidad por las desigualdades o crisis sociales. Sin embargo, en un giro paradójico, la solución que proponen con frecuencia implica dar aún más poder y autonomía a personas como ellas, consolidando así su rol como supuestos benefactores indispensables del sistema que perpetúan.
Por supuesto, no hablamos solo del 1 % de los más ricos, o no solamente. Hablamos del 20 % más privilegiado. El verdadero peligro, sobre todo porque son muchos más, son ellos. Después de todo, los multimillonarios difícilmente son capaces de crear, hacer cumplir, gestionar y perpetuar la sociedad y la cultura por sí solos. En cambio, los capitalistas simbólicos son indispensables para el funcionamiento del capitalismo contemporáneo en general. Es difícil entender cómo funciona cualquier proceso sistémico sin tener en cuenta a personas como nosotros (me incluyo, y también lo hace el sociólogo Musa Al-Gharbi en su libro We Have Never Been Woke):
Nosotros somos quienes dirigimos las organizaciones sin fines de lucro y las empresas de relaciones públicas a través de las cuales las superélites intentan blanquear su reputación. También somos quienes gestionamos las empresas financieras a través de las cuales blanquean su dinero y evitan pagar impuestos. Asimismo, normalmente somos quienes diseñamos e implementamos políticas corporativas y gubernamentales que explotan, empobrecen, engañan y oprimen. La gente "de arriba" puede establecer la agenda, pero somos nosotros quienes realmente hacemos que las cosas sucedan. Y para aquellos que tienen una queja contra una organización o institución, somos nosotros con quienes hay que contar para que se aborden sus problemas. Por ejemplo, un ciudadano que lucha por obtener beneficios del gobierno federal no puede plantear su problema directamente al presidente de los Estados Unidos. En cambio, se ve obligado a relacionarse con los funcionarios de la agencia que supervisa el programa en cuestión. Y estos burócratas a menudo tienen una amplia libertad para responder a los problemas que se les presentan, y por lo tanto ejercen un poder arbitrario significativo sobre las vidas de otras personas.
Sin duda, gran parte de lo que los capitalistas simbólicos diseñan, implementan, supervisan, sostienen y justifican se hace en nombre de las superélites, directa o indirectamente. Pero eso está lejos de ser todo. Los capitalistas simbólicos servimos a la riqueza, pero también tenemos una agencia y un poder significativos.
Damos forma al sistema de acuerdo con nuestros propios gustos y deseos, independientemente de las preferencias y prioridades de las superélites y, a veces, en conflicto con ellas. Pareceríamos meros aduladores de los intereses de los ricos y poderosos en lugar de observadores, árbitros y asesores desinteresados. Sin embargo, la distancia entre los capitalistas simbólicos y las superélites nos permite "servir a demandas externas bajo el disfraz de la independencia y la neutralidad". Es decir, no sólo es cierto que tenemos una libertad significativa, sino que las superélites en realidad están obligadas a respetar esta independencia para proteger nuestra capacidad de promover eficazmente sus propios intereses y objetivos (a través de nosotros).
En síntesis, los capitalistas simbólicos no somos meros receptores pasivos ni ejecutores automáticos de los designios de las superélites. Tampoco, pese a nuestras frecuentes autojustificaciones, nos situamos al margen de la sociedad como observadores neutrales, imparciales o desvalidos ante el orden establecido. Por el contrario, somos actores activos en su configuración. Al igual que el "1 %", buscamos modelar la sociedad conforme a nuestras propias voluntades e intereses.
No solo contribuimos a la operatividad del sistema, asegurando su continuidad y viabilidad, sino que también desempeñamos un papel crucial en la implementación de reformas que lo adaptan y perpetúan. Y aquí reside el quid de la cuestión: también somos grandes beneficiarios de las mismas desigualdades que, en ocasiones, decimos criticar. Porque los capitalistas simbólicos disfrazamos nuestros intentos de consolidar el poder detrás de una retórica altruista sobre el empoderamiento de los marginados y vulnerables.
Si queremos entender a quién sirve un orden social o quién se beneficia más de las desigualdades sistémicas (y a costa de quién), el punto de partida del análisis debería ser observar quiénes prosperan en la sociedad y quiénes se quedan atrás. En casi cualquier medida, los capitalistas simbólicos son los principales «ganadores» del orden imperante. Una nueva aristocracia abrumadoramente blanca que se concentra en los mismos centros urbanos. En general, comparten ciertas disposiciones ideológicas y culturales. Sin embargo, en el mejor de los casos, podrían entenderse como una clase en statu nascendi, es decir, una clase aún en proceso de formación.
Una nueva aristocracia que tiene muchos incentivos a la hora de promover las políticas DEI. De nuevo, Paul Graham:
En 2010 emergió una nueva categoría de administradores cuyo trabajo esencial se centraba en ejercer una especie de vigilancia moral. Su papel recordaba al de los comisarios políticos asignados a las organizaciones militares e industriales en la URSS, encargados de velar por el alineamiento ideológico.
Estos nuevos burócratas adoptaron una agenda progresista con la intensidad de quienes dependen de ello para mantener su puesto, porque efectivamente era así. Si se contrata a alguien para identificar un problema específico, inevitablemente lo encontrará, ya que, de otro modo, su existencia carecería de propósito. Muchos de ellos participaron en los procesos de contratación y, siempre que les fue posible, se esforzaron por garantizar que las nuevas incorporaciones compartieran sus mismas convicciones políticas. Entre los casos más controvertidos se encontraban las «declaraciones DEI» que algunas universidades comenzaron a exigir a los candidatos a la facultad, como prueba de su compromiso con los valores progresistas.
Graham se pregunta, entonces: ¿debería exigirse a los candidatos a un puesto de trabajo que redacten declaraciones de DEI? La respuesta, en principio, debería ser un rotundo no. Si nos resulta inconcebible que un empleador exija pruebas o declaraciones explícitas sobre las creencias religiosas de un candidato, ¿por qué normalizar prácticas que, en esencia, buscan lo mismo desde otro ángulo ideológico? La obligatoriedad de estas declaraciones introduce una forma de escrutinio ideológico que, más que garantizar la inclusión, podría perpetuar una exclusión bajo un nuevo disfraz.
Asimismo, ¿es aceptable que estudiantes o empleados se vean obligados a participar en sesiones que funcionan como adoctrinamiento progresista, respondiendo preguntas diseñadas para evaluar sus creencias personales y garantizar su alineamiento ideológico? De nuevo, la respuesta debería ser negativa. No aceptaríamos catequizar a las personas en materia religiosa; entonces, ¿por qué hacerlo en el ámbito político o social? Este tipo de prácticas se sitúan peligrosamente cerca de exigir conformidad ideológica, lo que atenta contra principios fundamentales como la libertad de pensamiento y de expresión.
Además, nadie debería sentirse culpable por no querer consumir productos culturales alineados con una ideología específica, sean películas progresistas o música cristiana. Así como es perfectamente válido que alguien no disfrute del rock cristiano por motivos personales o estéticos, también lo es que alguien no desee ver contenido progresista. La imposición de un juicio moral sobre estas preferencias lleva implícita una coerción cultural, que contradice los valores de pluralismo y libertad individual que se supone que buscamos proteger.
Por supuesto, el argumento central de Graham (conceptuar DEI como un simple credo religioso) es acertado pero no está exento de limitaciones, como bien apunta Scott Alexander. La tolerancia hacia la religión, históricamente, se ha enfrentado a tensiones cuando las creencias religiosas tienen implicaciones políticas o afectan al mundo real, como en el caso del uso del pañuelo islámico en Francia, la negativa de ciertas escuelas cristianas a emplear personas homosexuales o la inclusión del creacionismo en la enseñanza. Dado que el fenómeno woke está profundamente arraigado en implicaciones políticas y sociales, las normas del pluralismo religioso no parecen del todo preparadas para abordar esta situación.
Además, gran parte de las normas asociadas al pluralismo religioso se basan en un supuesto de «neutralidad»: se espera que las instituciones eviten posicionarse religiosamente. Sin embargo, el progresismo cuestiona de raíz qué significa realmente ser neutral. Por ejemplo, si un estudio cinematográfico lanza diez películas con protagonistas blancos, ¿es esto un ejercicio de neutralidad, o es una aceptación tácita de una «religión» opuesta, el racismo? Si un empleado progresista exige una mayor representación de minorías en los protagonistas, ¿está rompiendo las reglas del pluralismo, o simplemente responde a una ruptura anterior en la que la neutralidad ya había sido comprometida?
El progresismo prospera precisamente desafiando estas nociones de neutralidad, lo que obliga a las instituciones y a los individuos a reevaluar continuamente sus posiciones. Si las demandas progresistas se justifican desde una perspectiva empresarial —por ejemplo, argumentando que una mayor representación atrae a un público demográficamente diverso—, entonces resulta difícil separarlas de las dinámicas tradicionales del mercado. Esto propicia un dilema: aplicar las normas regulares del pluralismo para descalificar dichas demandas como imposiciones ideológicas requiere un esfuerzo activo, mientras que responder a ellas implica aceptar que la neutralidad es, en sí misma, un terreno en disputa.
En resumen, mientras las reglas del pluralismo religioso ofrecen una base inicial útil, se enfrentan limitaciones significativas en contextos donde las ideologías están profundamente entrelazadas con decisiones políticas, culturales y económicas. Resolver estas tensiones requiere ir más allá de las nociones tradicionales de neutralidad y replantear qué significa realmente la convivencia en un entorno donde las creencias y valores están en constante confrontación.
La contradicción de DEI
Hasta ahora hemos visto las motivaciones de las élites a la hora de apoyar las políticas DEI. Sin embargo, incluso aceptando esta premisa, podríamos adoptar una ética utilitarista y plantear que DEI es algo bueno para todos, después de todo.
Sin embargo, hay suficiente evidencia para afirmar justo lo contrario.
Cuando una empresa realiza declaraciones enfáticas sobre sus compromisos con la diversidad, equidad e inclusión (DEI), implementa formaciones en la materia, contrata a empleados "diversos" o celebra avances simbólicos hacia objetivos igualitarios, paradójicamente, suele surgir un efecto contraproducente. Los líderes y empleados tienden a tomar menos en serio las quejas de los empleados pertenecientes a minorías, mientras que estos últimos se sienten menos inclinados a protestar por un trato injusto, percibiendo que sus voces serán desestimadas en un entorno que se autopercibe como progresista. Como resultado, los problemas subyacentes permanecen sin resolverse.
Esta combinación de efectos—menor receptividad entre los miembros del grupo mayoritario y mayor inhibición entre los empleados de minorías—suele culminar en un aumento en la rotación de personal perteneciente a minorías tras estos gestos simbólicos.
Además, estas iniciativas simbólicas frecuentemente blindan a las organizaciones de consecuencias legales. Los tribunales, en muchas ocasiones, tienen dificultades para conciliar la idea de que una empresa que profesa un fuerte compromiso con la diversidad pueda simultáneamente incurrir en comportamientos discriminatorios, otorgando así una especie de inmunidad implícita frente a acusaciones de maltrato o subrepresentación posterior.
Abundan ejemplos que ilustran esta dinámica. Cuando una institución adopta un discurso igualitario, a menudo genera un efecto paradójico: sus líderes, empleados e incluso observadores externos se vuelven ciegos ante conductas desiguales o perjudiciales en las que la organización está implicada. En otros casos, estas declaraciones simbólicas permiten a las personas presenciar o participar en comportamientos que reconocen como problemáticos, sin llegar a percibirse a sí mismas, a sus colegas o a la institución como "malos actores."
Este fenómeno no se limita al ámbito organizacional; también opera en las interacciones cotidianas y a nivel interpersonal. En tales contextos, cuatro mecanismos cognitivos interrelacionados parecen jugar un papel clave: acreditación moral, licencia moral, limpieza moral y desapego moral. Estos procesos permiten a las personas justificar, minimizar o ignorar comportamientos que contradicen los principios igualitarios que dicen defender.
Vamos a verlos en mayor detalle.
Los 4 caballeros andantes de la moralidad
La acreditación moral describe un fenómeno en el que las personas, tras afirmar su compromiso con el igualitarismo o participar en acciones que perciben como igualitarias, se vuelven más propensas a actuar de manera parcial, convencidas de que sus decisiones carecen de sesgos. Por ejemplo, los estudios muestran que las personas blancas que expresan públicamente su compromiso con el antirracismo tienden a favorecer posteriormente a otros blancos en decisiones como contrataciones o ascensos, mientras aumentan su confianza en que la raza no influyó en sus elecciones. De manera similar, los hombres que se identifican como feministas suelen favorecer a otros hombres en sus juicios, aunque creen firmemente que sus decisiones son imparciales.
Este efecto es particularmente pronunciado cuando las personas anticipan que sus acciones podrían ser cuestionadas o vistas como controvertidas. En tales casos, tienden a resaltar sus "credenciales morales" para reafirmar, ante sí mismos y ante los demás, su identidad como personas virtuosas. Esta estrategia no solo busca legitimar sus conductas, sino que también influye en cómo estas son interpretadas posteriormente, permitiendo que las decisiones sesgadas pasen desapercibidas o sean justificadas como éticas.
Vayamos ahora con la «licencia moral»
En ocasiones, alinearnos de manera ostentosa con causas de justicia social no sólo puede hacernos cegar ante la inmoralidad de nuestras acciones, sino que incluso puede hacernos sentir con el derecho a hacer cosas que reconocemos como inmorales y a considerar aceptables esas conductas en ese momento y en esas circunstancias. Esto se llama "licencia moral". En virtud de las acciones prosociales que las personas han realizado o planean realizar (o incluso al contemplar malas acciones que se abstuvieron de realizar), las personas pueden sentir que es aceptable tomarse personalmente libertades que normalmente condenarían en otras personas.
Pueden eximirse de los estándares morales que aplican a todos los demás, confiados en que las buenas acciones que han realizado o realizarán (u otras malas acciones que han tomado o se abstendrán de tomar) básicamente "equilibrarán las cosas" éticamente, darán un resultado neto positivo o al menos no dañarán su reputación. Al igual que con las credenciales morales, las personas a menudo son estratégicas en cuanto a las licencias morales: cuando queremos violar una regla o norma que otros están obligados a respetar, a menudo buscamos y exhibimos evidencia de nuestro carácter moral ejemplar, presentándonos como dignos de un poco de indulgencia (o de indulgencia en el juicio, por lo menos).
Un ejemplo lo pudimos ver cuando, recientemente, la periodista Ana Pardo de Vera le arrebató el micro al activista camerunés Bertrand Ndongo para, acto seguido, soltarle un «recógelo como gorila fascista». En declaraciones posteriores, Pardo de Vera negó haber dicho esas palabras. Además, adujo que, en cualquier caso, ella es animalista y antirracista, de modo que no entendería tal expresión como un vituperio.
Las empresas operan bajo esta misma lógica. Porque en la medida en que las empresas no se presenten como orientadas hacia alguna causa superior a la de maximizar las ganancias, en última instancia perderán la licencia para operar de los accionistas clave y, como resultado, ofrecerán retornos inferiores a los inversores. Las conductas reconocidas como «greenwashing», «pinkwashing», «diversitywashing» y «rainbowwashing» son, por lo general, torpes intentos de otorgar licencias morales. En la medida en que estos compromisos institucionales se presenten como "sinceros" o "auténticos" (lo que sea que signifique para una institución ser sincera), se puede considerar que la organización ha participado con éxito en la obtención de licencias morales.
Si todo falla, tambien existen los rituales de limpieza moral.
En ocasiones, somos plenamente conscientes de que nuestras acciones son incorrectas y no podemos disipar esa percepción simplemente enfatizando nuestra moralidad. A veces, también nos vemos a nosotros mismos (o somos vistos por otros) como cómplices de conductas inmorales perpetradas por instituciones o grupos con los que estamos vinculados. O bien, afrontamos dilemas morales en los que no hacemos lo que creemos que deberíamos, generando daño no por lo que hicimos, sino por lo que dejamos de hacer. En estas situaciones, donde nuestra autoimagen y reputación se ven comprometidas, recurrimos a rituales de limpieza moral: conductas destinadas a restaurar la sensación de que seguimos "del lado de los ángeles."
Una de las estrategias más efectivas para aliviar esta carga moral es señalar y condenar las malas acciones de los demás. La literatura científica es prolija en mostrar cómo castigar o criticar las faltas ajenas no solo mitiga nuestra culpa, sino que reafirma ante nosotros y los demás que no somos como «esas personas» que condenamos, incluso si hemos cometido faltas similares o peores.
Curiosamente, este proceso puede transformarnos en moralistas más fervorosos que antes de nuestras fallas. En tales casos, la limpieza moral no solo elimina nuestra vergüenza, sino que también nos otorga una forma de licencia moral, permitiéndonos futuras transgresiones, esta vez con una conciencia aparentemente tranquila. Así, lo que comienza como un esfuerzo por redimirnos puede terminar reforzando el mismo ciclo de conducta que buscamos reparar. El hecho de que haya tantos abusadores sexuales entre los aliades no es casual. Como tampoco lo es entre el clero.
Y si ya no nos queda nada más, siempre tenemos la desvinculación moral.
Si la acreditación, la concesión de licencias y la limpieza morales no logran preservar nuestra imagen y reputación, a menudo redefinimos las situaciones de manera que neutralicen sus riesgos morales. A veces lo hacemos restando importancia a los riesgos o los costes que nuestras acciones imponen a los demás o insistiendo en que cualquier eventualidad negativa fue causada por circunstancias que escapan a nuestro control, minimizando así nuestro propio papel percibido en la desgracia de los demás. Otras veces, nos decimos a nosotros mismos que las dificultades impuestas a los demás sirven a algún objetivo digno o a un «bien mayor».
En ciertas ocasiones, optamos por redefinir a las personas perjudicadas de manera que queden fuera de nuestra esfera de preocupación moral, o incluso llegamos a considerarlas merecedoras de su situación. Un ejemplo destacado en este contexto es cómo los capitalistas simbólicos tienden a etiquetar a las minorías con opiniones incómodas como "comprometidas" o sesgadas, lo que facilita ignorar sus perspectivas. Este mecanismo opera a pesar de los compromisos declarados con la deferencia epistémica y moral hacia los grupos históricamente marginados. Este proceso ejemplifica el fenómeno de la desvinculación moral en acción, un medio sutil pero eficaz para neutralizar las tensiones entre nuestras creencias y nuestras prácticas.
Cada uno de estos fenómenos opera dentro de dinámicas grupales que amplifican sus efectos. Cuando observamos a personas o instituciones con las que nos identificamos hacer declaraciones igualitarias o adoptar acciones prosociales, tendemos a ver tanto a ellos como a nosotros mismos como modelos de igualdad. Al mismo tiempo, esto nos lleva a reinterpretar como justas o aceptables conductas posteriores de esas mismas personas (o nuestras propias acciones) que, en otras circunstancias, consideraríamos desiguales o problemáticas. La proyección de un ejemplo moral por parte de nuestros pares nos otorga, implícitamente, una licencia para eximirnos de estándares que aplicaríamos estrictamente a otros.
Cuando afrontamos pruebas de que personas «como nosotros» han causado un daño injusto, a menudo recurrimos al victimismo competitivo: justificamos o excusamos esos actos alegando que nuestro grupo también ha sufrido injusticias en el pasado. En otros casos, la culpa derivada de tales daños alimenta una indignación moral que se redirige hacia chivos expiatorios externos, lo que permite limpiar simbólicamente nuestra vergüenza mediante actos retributivos contra ellos.
Si estas estrategias fallan, encontramos maneras de desestimar colectivamente la preocupación por quienes se ven perjudicados en nuestra búsqueda de intereses grupales. Por ejemplo, los capitalistas simbólicos suelen retratar a los «perdedores» de la economía simbólica como moralmente despreciables—racistas, sexistas, transfóbicos o partidarios de líderes autoritarios como Donald Trump. Esta deshumanización convierte su sufrimiento en algo no solo tolerable, sino merecido, erosionando cualquier obligación moral hacia ellos. Y, por supuesto, si Elon Musk ejecuta un movimiento que se parece a un saludo nazi, nada como coordinarnos socialmente para interpretarlo como tal y así de reforzar una deshumanización y un encasillamiento moral, no solo de Musk sino de todos sus seguidores, defensores y aduladores.
Bienvenidos a la guerra moral: una guerra de religión laica
Una consecuencia inquietante de estas tendencias cognitivas es que, en contextos en los que las personas y las instituciones se dedican a denunciar constantemente el racismo, el sexismo o la desigualdad (presentándose como firmes defensores de la justicia social y condenando a quienes son «atrasados» o «regresivos»), a quienes se encuentran en esos círculos les resultaría casi imposible ver el papel que desempeñan en la perpetuación de las desigualdades sistémicas.
Y, en parte por esta razón, esas mismas personas promoverían aún más diversas formas de desigualdad, al tiempo que se sentirían increíblemente moralistas en cuanto a su igualitarismo.
En entornos donde el antirracismo, el feminismo y otros marcos igualitarios gozan de amplia aceptación y visibilidad pública, puede resultar paradójicamente más fácil que las personas actúen de manera racista, sexista o discriminatoria, convencidas de que sus comportamientos son justos. Asimismo, estas acciones tienden a ser interpretadas como legítimas por quienes comparten las mismas inclinaciones ideológicas y políticas o pertenecen a los mismos grupos sociales o institucionales.
En tales contextos, cada gesto visible hacia la justicia social puede cegarnos —tanto a nosotros mismos como a nuestros pares— ante los mecanismos que perpetúan diversas formas de desigualdad, explotación y exclusión. Además, estos gestos generan tanto oportunidades como incentivos para que actuemos de maneras que, en otras circunstancias, reconoceríamos como inmorales.
Es fundamental señalar que, si bien la obtención de credenciales morales, la concesión de licencias, la limpieza y la desvinculación son tendencias cognitivas y conductuales generales, los capitalistas simbólicos pueden ser especialmente susceptibles a estas formas de razonamiento moral egoísta.
Como se ha comentado a lo largo de este texto, los tipos de personas que se convierten en capitalistas simbólicos (aquellos que tienen un alto nivel educativo, son cognitivamente sofisticados, etc.) tienden a ser particularmente propensos a, y eficaces en, el razonamiento motivado en general. Los capitalistas simbólicos también tienen muchas más probabilidades que otros de identificarse explícitamente con el antirracismo, el feminismo, la defensa de los derechos LGBTQ, el ambientalismo y causas relacionadas con la justicia social (y de estar asociados con instituciones que también están notoriamente comprometidas con estas causas).
Sin embargo, los estilos de vida y las posiciones sociales de los capitalistas simbólicos se basan en gran medida en la explotación, la exclusión y la condescendencia. Como colectivo, poseen medios especialmente influyentes, disfrutan de oportunidades mucho más frecuentes y manifiestan una marcada necesidad de generar credenciales y licencias morales, así como de participar en rituales de limpieza o desapego moral que legitimen sus acciones y preserven su estatus. Como las políticas DEI.
Nuestras sospechas se despiertan en primer lugar cuando vemos que los autoproclamados apóstoles de la ética y del "derecho a la diferencia" se horrorizan claramente ante cualquier diferencia sostenida con vigor... El célebre "otro" sólo es aceptable si es un buen otro, es decir, ¿qué, exactamente, si no es igual a nosotros? ¿Respeto por las diferencias? ¡Por supuesto! Pero con la condición de que el diferente sea parlamentario-democrático, partidario de la economía de libre mercado, a favor de la libertad de opinión, del feminismo y del medio ambiente... Bien podría ser que la ideología ética, separada de las enseñanzas religiosas que al menos le confieren la plenitud de una identidad "revelada", sea simplemente el imperativo final de una civilización conquistadora: "Hazte como yo y respetaré tu diferencia".
—Alain Badiou
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Una reflexión necesaria sobre, entre otras cosas, cómo las “buenas intenciones” pueden convertirse en excusas peligrosas para la incoherencia moral. Gracias, me gustó leerlo.
Veo que la bibliografia no esta en apa septima edición correctamente citada y me voy