Me siento tan superior que me siento inferior
Todo el que se haya creído superior a los demás (o realmente lo sea, en el terreno que él considere oportuno), en alguna ocasión ha experimentado cosas similares a las aquí narradas.
TEMPERAR: ser más que inteligente, más que sabio, capaz de relativizar, capaz de evitar que el árbol no te deje ver las ramas, propenso a reírse de todo e incluso de uno mismo.”
PENSAMIENTO ESPIRAL: no tanto tu opinión como los argumentos que subyacen a tu opinión, que inevitablemente se enriquecerán hasta el punto de que pensarás lo que pensabas antes pero distinto, piensas lo que pensarás mañana pero distinto, siempre dando vueltas y más vueltas alrededor del mismo centro.
Sus ojos se volvieron tan negros que parecía que se los hubiera pintado con Crayola.
Aquel hombre empezó a pensar demasiado. Empezó a pensar más que a vivir, lo cual debería ser anatema para cualquier ser humano, sinécdoque del ocaso del pensamiento o de la máxima lucidez, que después de todo es lo mismo, pues el cenit y el nadir de la temperación están unidos, la espiral se quiebra, las espiras se vuelven erráticas.
Es lo que denominamos un proceso autocatalítico de pensamiento, es decir, un proceso cognitivo que se acelera a una velocidad que aumenta progresivamente con el tiempo, porque dicho proceso se cataliza a sí mismo. Cruzar la duodécima espira te obliga a perderte en un bosque de espirales de Fibonacci.
Son los peligros de pensar demasiado.
Superar las doce espiras podría suponer un colapso neuroquímico para el cerebro. Puedes llegar a una masa crítica. Anatómicamente, un cerebro no está preparado para llegar a semejante nivel de razonamiento. Se satura. Se siente abrumado. Todo deja de tener sentido. Ni siquiera el suicidio roza el sentido. Demasiada información redundante y cíclica. Demasiadas radiaciones. El cerebro sólo es un subproducto de la evolución y de la selección natural, un subproducto cuyo objetivo principal es sobrevivir y reproducirse recombinándose con otros cerebros. El cerebro no está concebido para la pura temperación: si das demasiadas vueltas a las cosas puedes marearte y vomitar el alma.
Llegar a la decimotercera espira calentaría demasiado los circuitos sinápticos y ahogaría los nodos con oleadas de discernimiento. Demasiada luz no sirve para ver mejor sino para cegarte. Tienes que bajarte del tiovivo, o ya nunca bajarás de él. Tienes que desconectar el disruptor de ondas mentales o tu cabeza implosionará en una burbuja de sangre y sesos y todo el mejunje te saldrá por las fosas nasales a modo de epistaxis metafísica. Unos cuajarones grumosos que sabrán a ti, aunque esto tú nunca lo comprobarás. El archipensamiento diluyéndose y colándose por alguna alcantarilla, extraviándose para siempre de este mundo de ceguera y sinrazón. No lo hagas. O serás comida para ratas en un par de latidos de tu corazón.
Pero aquel hombre lo hizo.
Dio un salto de eje y se desplazó a un punto de vista macro. Llegó al trece. Al terror. Se dejó llevar por la corriente hacia su acueducto cerebral, plantó su bandera en las islas de Langerhans, hackeó los sistemas de ubicación tridimensional que le imponía el cerebelo, los ganglios basales y el sistema vestibular para acceder a un universo triscaidecadimensional, y luego volvió a subir para navegar por la Cisura de Silvio, el hipocampo y el diencéfalo. Para finalmente desembarcar en el esquizocórtex. Entonces lo percibió enseguida. Fue como un fogonazo. Fue como encontrar un perro perdido por la calle y empezar a probar nombres con él hasta que levantase las orejas y sacudiera el rabo. Bingo. Pronuncias el nombre y el perro sufre un terremoto neuroquímico al igual que si hubiera oído el tañido de la campana de Paulov.
En ese instante, aquel hombre descubrió con prístina sabiduría que su consciencia sólo era una gota en un océano de ignorancia. Pero también se sintió como los hermanos Wright la primera vez que emprendieron el vuelo desafiando la ley de la gravedad, poniendo proa a las regiones que se extienden más allá de la humanidad, indetectables para cualquier radar terrícola.
La literatura taumatúrgica y los textos teúrgicos apenas contienen referencias, guías o mapas que reconozcan siquiera la existencia de este estado alterado de la temperación. Para muchos sólo constituye un mito sin fundamento. Pero aquel hombre, os lo aseguro, había dado con la piedra Rosseta neurocognitiva. Las líneas aserradas de las ondas Alfa, Kappa y Gamma se le entrelazaron en un sincopado muestreo del Saber. Una combustión mental espontánea que le fundiría los plomos.
Entonces, aquel hombre se desbocó. Le sobrevino una crisis momentánea de hiperventilación, se le tensaron los tendones del cuello y su mirada se volvió borrascosa, como la mirada psicótica del que acaba de tragarse un frasco entero de barbitúricos. Los músculos de todo su cuerpo también temblaban como agitados por diminutas perturbaciones sísmicas. Cerró los puños, sus metacarpianos chasquearon y se le enrojecieron al instante los nudillos a causa del estallido en cadena de los vasos capilares. Una retícula de venas de su frente y cuello cobraron volumen para mantener el riego de sangre y oxígeno de aquel órgano hipertrofiado en el que se había convertido el cerebro, hinchándose cada vez, originando un relieve fluvial que imitaba el grabado de un relámpago muy bifurcado y zigzagueante o las raíces de un árbol milenario.
Los músculos maxilofaciales resaltaban de tal forma que la cara de aquel hombre parecía ocultar un puñado de engranajes que recordaban a la configuración estructural de un poderoso cascanueces.
El patrón arrítmico de su respiración se asemejaba al de un náufrago que está a punto de agotar sus últimas energías en mantener la cabeza fuera del agua. Agitaba su libro como si estuviera abriendo aparatosamente una navaja mariposa.
II
Todo el que se haya creído superior a los demás (o realmente lo sea, en el terreno que él considere oportuno), en alguna ocasión ha experimentado cosas similares a las anteriormente narradas, aunque quizá con menos pompa. Por ejemplo, la película Armados y cabreados (God Bless America), en la que un tipo asqueado con el mundo, divorciado, despedido de su trabajo y con un tumor en su cerebro, decide coger una pistola y empezar a segarle la vida a todas las personas que se lo merecen en base a su estulticia. Al jurado de una suerte de American Idol, a esas pijas de dieciséis años de padres millonarios que, llenas de melindres, aspiran a tener la mejor fiesta de cumpleaños de la historia; gente así.
Una de mis películas favoritas es El club de la lucha. Tengo orgasmos mentales cuando Tyler Durden se carga un New Beetle o las cintas de VHS de película Independence Day o larga cosas como “que se joda Martha Stewart”. Pero sé perfectamente que, en el mundo real, Tyler Durden no sería una solución a ningún problema social: destruir todo el planeta es solo una pataleta, no una solución.
Y ahí reside el problema de las personas que se creen moralmente superiores y que aspiran a crear mundos utópicos. O sus alternativas son demasiado fantasiosas, en el mejor de los casos, o dado que son incapaces de hallar soluciones, deciden cortar por lo sano y destruir, matar y discriminar todo aquello que no está a su nivel, en el peor.
Los genocidios existen gracias a la capacidad del ser humano de convertir en no humanos a los individuos que no cumplen sus expectativas. Los individuos despreciados por mí, cuando eran joven, los tildaba de cucarachas; los genocidas de la historia han tildado a sus enemigos de ratas, serpientes, gusanos, piojos, moscas, parásitos, y, naturalmente, cucarachas. La idea que lo alimenta todo es: mata a esa gente peligrosa y nociva, y mátalos a todos para que no se reproduzcan masivamente como los animales empleados metafóricamente para señalarlos.
Como señala Steven Pinker en su libro Los ángeles que llevamos dentro, “no sólo aplicamos metáforas repugnantes a pueblos infravalorados desde el punto de vista moral, sino que tendemos a infravalorar moralmente a personas físicamente asquerosas.” Por ello, Lynn Hunt elaboró la siguiente teoría: un incremento de la higiene en Europa provocó una disminución de los castigos crueles a las personas.
III
Daniel Goldhagen, en su libro Peor que la guerra, una historia de los genocidios del siglo XX, establece que toda las causas de los genocidios son siempre las mismas, y pueden clasificarse en dos tipos: se deshumaniza al otro, o se demoniza al otro. Al grupo deshumanizado se le puede exterminar como si fueran alimañas, no sentimos compasión por ellos porque no son humanos (colonizadores europeos respecto a los pueblos indígenas, por ejemplo). En el caso de que se demonice al otro, se le considera un igual, un ser humano, pero se cree que está profundamente equivocado, que respalda una fe falsa o una herejía. También puede darse el caso de que vemos al otro deshumanizado a la vez que demonizado: el caso paradigmático son los nazis con los judíos.
Como decía Solzhenitsyn, para matar a millones de personas hace falta una ideología. ¿Por qué una ideología utópica desemboca tan a menudo en un genocidio?
Liderar un mundo utópico precisa de alguien cruel, frío, metódico, narcisista, un dirigente poseído de la certeza de la rectitud de su causa y de la impaciencia por llevar a cabo reformas crecientes o ajustes a la carrera guiado por el feedback de las consecuencias humanas de sus planes megalómanos. Como Mao. Como Hitler. Como Tyler Durden. Como yo hace veinticinco años.
Esta clase de pensamiento, no obstante, también formó parte de un paradigma cultural que hasta hace apenas unas décadas no empezó a erosionarse y que podría resumirse, también, tal que así: el genocidio no es malo, siempre que no me afecte. La creencia en las bondades del genocidio fue algo que mantuvieron intelectuales de todas las épocas con tanta alegría como se creyó que la mujer o los niños no tenían tantos derechos como los hombres, o que los negros eran inferiores en general, o que la esclavitud no era algo moralmente reprobable. El premio Nobel de la Paz Theodore Roosevelt afirmó tal cosa en 1886: “No llegaré al extremo de pensar que los únicos indios buenos son los indios muertos, pero creo que es el caso de nueve de cada diez, y me gustaría estudiar a fondo el caso del décimo.”
IV
La espiral. Siempre la espiral. No importa cuántas vueltas des. No importa el quintar de argumentos que sostengan tus ideas. Siempre se puede dar una vuelta más. Siempre puedes llegar a sentir que antes sabías menos, o que, en suma, no sabes nada. Y, entonces, te das cuenta, quizá solo espacio de unos segundos, que eres un completo idiota que se cree superior a los demás para no aceptar su propia estulticia.
El hombre desciende de un cuadrúpedo peludo y con cola, probablemente de costumbres arborícolas. —Charles Darwin
Me has recordado las enseñanzas de un compañero: A veces ponemos "el listón tan alto" que... que, sin darnos cuenta, empezamos a pasarlo POR DEBAJO.
Gracias