Me quejo selectivamente porque no me quejo pero quiero que parezca que me quejo muy fuerte
O cómo decimos que no nos importa la belleza pero nos importa porque, quizá, las personas bonitas por fuera también lo son por dentro.
Cuando protestamos porque nos debemos plegar a determinado código indumentario, determinado canon de belleza o determinado acento (lo que acaba por instrumentalizarse a través de movimientos como el Januhairy, la gordofobia, la glotofobia...), nunca he visto, irónicamente, la que debe ser una de las imposiciones estéticas más persistentes y estigmatizantes de este siglo: tener todos los dientes intactos y perfectamente alineados.
Una mella, sobre todo frontal, tiene tantas connotaciones negativas que no permitimos que se exhiba bajo ninguna condición.
Unos dientes feos, descuidados o directamente ausentes están tan asociados a la pobreza y la degradación que nunca han sido vindicados por quienes afirman que nos les importa lo que los demás piensen de ellos.
De igual modo, salvo excepciones, tampoco se reivindica la fealdad demasiado consciente: vestir descuidado, ir en pijama, despeinado, incluso un poco sucio. No se da carta de naturaleza a los modales desabridos. Ni siquiera a la falta de simpatía. Suponemos que esa clase de cosas son imprescindibles para vivir en sociedad, porque hemos configurado la sociedad para que esa clase de cosas prosperen y nos cohesionen.
Así pues, protestar porque no queremos pasar por el aro (cuando previamente hemos pasado por nueve mil aros distintos) es, cuando menos, un comportamiento extraño. Algo conceptualmente parecido a cortar la cabeza de una hidra a sabiendas de que aparecerán otras diez. La necesidad un tanto ingenua de demostrar que somos libres cuando, en realidad, vivimos entre barrotes. O más bien: ganar estatus exhibiendo que no nos importa el estatus, que estamos profundamente concernidos por los problemas de estatus de este mundo injusto y cruel que nos obliga a vestir y peinarnos dentro de unos marcos estéticos.
La belleza de Schrödinger
La belleza es toda la información que los demás reciben de nosotros cuando no hemos tenido a contarles quienes somos. Es decir, que la belleza somos nosotros, en toda su amplitud y profundidad, casi todo el tiempo con casi todas las personas.
Precisamente por esa razón, la belleza se manifiesta de muchas maneras, aunque todas convergen en un mismo punto: estamos saludables, somos fértiles, somos cuerdos, somos jóvenes, sabemos leer la situación, nos preocupa lo que somos…
A la vez, la belleza es un rasgo tan universalmente aceptado, con todas sus variantes (y hasta antítesis, como la que propone la teoría del hándicap), que mantenemos una tortuosa relación con ella. Fingimos que no nos importa, pero nos importa; afecta a nuestro juicio, pero de manera distinta si es una belleza demasiado rutilante o más bien modesta; es una ventaja pero también un inconveniente en función del contexto; etc.
La belleza es tan poderosa (y la falta de ella tan gravosa) que incluso genera brechas salariales mucho más profundas que las originadas por cualquier otro factor, como el sexo o la etnia. Pero no siempre. O no siempre de la misma manera. En un reciente metaanálisis, por ejemplo, se demostró que dos factores se combinan para explicar la prima de belleza media reportada en la literatura científica, lo que reduce bastante su impacto general.
Al corregir el sesgo de publicación en evaluaciones laborales reduce las ventajas percibidas (primas) en un tercio, sugiriendo que muchos beneficios adicionales son el resultado de percepciones sesgadas. Cuando se ajusta por capacidad cognitiva, estas primas desaparecen en casi todas las ocupaciones, excepto para las trabajadoras sexuales, donde la apariencia física sigue siendo un factor decisivo en los ingresos. Esta observación se refuerza con el efecto similar de la belleza en ingresos y productividad en otros campos, sugiriendo un posible vínculo, tal vez genético, entre belleza e inteligencia, que afecta tanto la percepción como el rendimiento laboral.
Así, la literatura empírica sobre el efecto de la belleza en el ámbito laboral muestra resultados inconsistentes, sugiriendo que la discriminación no se basa exclusivamente en la atracción física. Tras un análisis exhaustivo, en el que se revisaron 1.159 estimaciones de 67 estudios, evaluando cómo la belleza influye en los ingresos y la productividad, la belleza, medida en un aumento de una desviación estándar, aumentaba inicialmente los ingresos en un 4.3%, cifra que se reducía a 2.9% tras ajustar por sesgo de publicación.
Al controlar por capacidad cognitiva, la prima por belleza se reducía casi a cero, sugiriendo que la belleza está más correlacionada con características productivas que causando un efecto directo en los ingresos. A pesar de intentos por corregir sesgos de medición y variables omitidas, no se encontró un sesgo de atenuación significativo. Además, se observó que no hay diferencias sistemáticas entre los 'premios' y 'penalidades' por belleza, ni entre distintas categorías ocupacionales, excepto en trabajadores sexuales donde la belleza juega un papel productivo más claro.
Más allá de la belleza
Si aceptamos las conclusiones de este metaaánlisis, entonces la belleza quizá no sería tanto lo que produce que aumenten los ingresos como una señal de que merecemos mayores ingresos. ¿Cómo es posible eso? ¿Por qué ser más atractivo físicamente puede estar asociado a ser más competente o más apto a nivel cognitivo?
Porque la belleza, como nuestro peso, cómo nos peinamos, qué dientes exhibimos, cuán simpáticos somos… todo lo que parece superficial, en suma, está también conectado e imbricado con lo que no es superficial, en eternos bucles de retroalimentación, tan injustos como relevantes.
Los estudios empíricos han revelado que las personas tienden a percibir a los individuos atractivos como más inteligentes que aquellos menos agraciados. Algunos estudios sugieren que, de hecho, esto ocurriría porque las personas atractivas podrían ser realmente más inteligentes. Esta audaz afirmación se basa en cuatro pilares fundamentales:
Los hombres más inteligentes suelen alcanzar un estatus social más elevado.
Los hombres de alto estatus tienden a emparejarse con mujeres más atractivas.
La inteligencia se transmite genéticamente.
La belleza también tiene una base hereditaria.
Si estas premisas son ciertas, la conexión entre belleza e inteligencia no solo es plausible, sino que se convierte en una conexión empíricamente verificable.
Dicho de otro modo: nuestros prejuicios y los estereotipos, en muchas ocasiones, funcionan, son racionales. Si existe un estereotipo, lo racional es que las personas se plieguen a él. Si no lo hacen, si deciden por acción u omisión, consciente o inconscientemente, que no vale la pena plegarse al estereotipo, quizá estamos frente a una persona con problemas de salud mental, rara, esquinada, irracional, cognitivamente limitada. Así, juzgar al otro por sus pintas nos informa, también, de cómo es esa persona, de cómo piensa, de dónde viene… quién es.
Por esa razón, precisamente, usamos ortodoncia, para demostrar que también estamos ordenados por dentro. También es la razón por la que usamos ortodoncia a fin de que nuestros dientes estén torcidos, tal y como hacen algunas mujeres en Japón, a fin de parecer más infantiles y, por tanto, atractivas para los hombres (yaeba). Pero eso no dejan de ser manifestaciones de la teoría del hándicap que refuerzan el juego del estatus.
La belleza y la antibelleza, según el contexto, es nuestra forma de encajar. Que somos inteligentes. Que no estamos locos. Que somos confiables. Ese prejuicio se mantiene porque funciona. Y funciona porque, después de todo, jugar al juego del estatus ya te convierte en alguien más confiable que quien ha optado por dejar de jugar.
Muy interesante, como siempre. Un apunte: tener (todos) los dientes alineados no es sólo una cuestión física o de belleza. La salud bucodental incide en otras partes del cuerpo. Por ejemplo, una boca con la mordida cruzada puede afectar a las cervicales (y por tanto al dolor de espalda, cabeza etc.)