La publicidad no funciona pero funcionará (de otra manera)
La publicidad no es prescriptiva, sino descriptiva.
La publicidad es ubicua, está entrelazada con todo. Es como un parásito que establece una relación mutualista con cualquier clase de fragmento de información audiovisual o escrita. Hagas lo que hagas, pam, ahí está.
Hay medios en los que la invasión de banners, pop-ups y flechas, enlaces o imágenes nos obligan a pinchar sobre cosas que no queremos, y acceder a páginas de venta, a timos piramidales, a encuestas y un sinnúmero de ardides para obtener dinero o información de nosotros. En algunas páginas ilícitas de descargas de películas, por ejemplo, debemos conducirnos con el mismo cuidado que si atravesáramos con un campo de minas: cualquier paso en falso y se descargará un archivo distinto a la de la película, como un troyano, o llegaremos a otra página que nos conmina a suscribirnos a quién sabe qué.
Pareciera que si la publicidad dejara de existir, todo se desmoronaría y no habría ni radio, ni televisión, ni revistas, ni nada. Como si fuera el mismo andamiaje de la cultura. Una de las mejores síntesis sobre este proceso de depredación informativa la ha realizado, como nos tiene acostumbrados, la serie de televisión South Park (19×09).
Afortunadamente, el fin está cerca. La publicidad está a punto desaparecer por dos motivos. El primero: no es efectiva (o no tanto creíamos), porque es más descriptiva que prescriptiva. El segundo: los contenidos no necesitarán de publicidad para mantenerse y, de continuar existiendo, no será exactamente publicidad, sino información que nos gustará leer (de verdad).
PRIMERO
Si bien es cierto que ahora no somos tan inocentes como los consumidores de hace un par de décadas, o que internet ha cambiado las reglas del juego, la publicidad nunca ha surtido el efecto lava-cerebros que se empeñan en mantener las empresas de marketing.
La publicidad tampoco opera a nivel subliminal, logrando que adquiramos cosas sin advertir de donde nace nuestro deseo, por mucho que se invoque el libro Las formas ocultas de la propaganda, de Vance Packard, donde se menciona el experimento del publicista James McDonald Vicary, de 1957. En él, se introducían fotogramas ocultos en un filme llamado Picnic donde se conminaba a beber Coca-Cola y comer palomitas. Según Vicary, las ventas subieron un 18% en el caso de la Coca-Cola y un 58% en el caso de las palomitas.
En realidad, Vicary admitió años más tarde que había manipulado los resultados. Actualmente, el mayor metaánalisis jamás realizado sobre esta tesis fue el de Trappery en 1996, donde se analizó el resultado de 23 experimentos diferentes. Ninguno demostró que los mensajes subliminales surtan efecto alguno en el comportamiento, si bien podría matizarse que hay algunos casos donde parece que sí puede originarse alguna influencia, según recientes estudios (en cualquier caso, es lo de menos: lo importante es que ni siquiera hay aún consenso científico sobre un asunto que en el mundo de la publicidad parece darse por válido sin más).
En realidad, todo es mucho más complicado. Entre el punto A (el anuncio) y el punto B (el deseo de adquirir el producto del anuncio) no hay un solo paso trazado por una línea clara y definida, sino múltiples pasos zigzagueantes jalonados de nodos que se influyen y retroalimentan continuamente, como explico más extensamente en «¿La publicidad moldea el cuerpo de las mujeres?».
Si bastara con concebir un anuncio persuasivo para que la gente comprara un producto, el negocio de vender objetos sería, generalmente, muy rentable. Quienes invierten en bolsa o en el ladrillo solo deberían invertir en potenciar la publicidad de cualquier producto. Sin embargo, la mayoría de empresas no duran más que unos pocos años en el mercado. Incluso productos de consumo masivo como la cerveza cada vez tienen menos éxito frente al vino en países como Estados Unidos, a pesar de que la inversión publicitaria en la cerveza es cada vez más alta.
En muchas ocasiones decidimos adquirir una cosa sencillamente porque los demás lo hacen, asumiendo (quizá erróneamente) que tanta gente no puede andar equivocada. Como admite incluso una persona que se dedica profesionalmente al marketing, como es Jonah Berger, en su libro Contagioso:
Visitamos páginas web que nos recomiendan nuestros vecinos, leemos libros ensalzados por nuestros familiares, votamos a los candidatos que apoyan nuestros amigos. El boca a boca es el factor principal que determina entre el veinte y el cincuenta por ciento de todas las decisiones de compra.
El matemático Duncan Watts, por ejemplo, creó dos versiones de una página web donde se podía descargar música rock: en una versión no se veían la descarga de cada canción, pero en la otra sí. En la primera página apenas había diferencias de popularidad entre las canciones, pero en la segunda, los usuarios tendían a descargar las canciones con más descargas, convirtiéndolas a su vez en las más descargadas, originando un efecto bola de nieve.
Muchos productos que todo el mundo consume puede que emitan caros spots publicitarios (como Coca-Cola), pero tal vez estamos confundiendo correlación con causalidad: quizás Coca-Cola se vende mucho porque mucha gente suele beber Coca-Cola, no porque se anuncie más. Pepsi, por ejemplo, también invierte una generosa partida presupuestaria en publicidad, pero vende menos (aunque en catas a ciegas, donde el consumidor no sabe si bebe Coca-Cola o Pepsi, el consumidor admita que le gusta más la Pepsi a pesar de que previamente haya afirmado que prefería Coca-Cola). Starbucks, por ejemplo, es un ejemplo clásico de servicio que no gasta en publicidad y, sin embargo, es tremendamente popular.
solemos confundir la popularidad de un anuncio con el hecho de que finalmente se adquiera el producto que anuncia, como sucedió con el vídeo de Evian de los bebés patinadores: recibió millones de visitas, y entró en el Libro Guinness de los récords como el anuncio más visto en la historia de internet. Ese mismo año, no obstante, Evian perdió cuota de mercado y sus ventas cayeron casi un 25%.
SEGUNDO
Hay otra fuerza que devalúa la publicidad: gracias a que internet está empoderando a las personas para que lleven a cabo proyectos que antaño solo eran posibles gracias a una fuerte inversión económica (blogs, Wikipedia, Linux, etc.), se abre un horizonte de abundancia de contenidos y servicios que abarata no solo la producción, sino la distribución y el consumo de los mismos. Mucha gente ofrece su tiempo, como los editores de Wikipedia o los subtituladores de series y películas que no han sido dobladas al español, sin recibir nada a cambio, salvo reputación virtual. Y más aún: estamos entrando en una era de prosumidores.
Los consumidores pasivos son ahora prosumidores de información, conocimiento y entretenimiento (y dentro de poco incluso de productos impresos en 3D o de energía). Esta nueva economía se basa en colaborar y compartir y prefiere el acceso a la propiedad. Ello afecta directamente al poder de la publicidad, ya de por sí cuestionado, porque los consumidores se fían más que nunca de sus semejantes a la hora de adquirir nuevos productos y servicios, no de los banners, ni de los anuncios caros con estrellas de Hollywood, ni de cualquier otro spot tradicional.
Antes no teníamos otra fuente de información sobre los productos y servicios que la de nuestros allegados 1.0 (un puñado de personas muy poco representativo) y lo que nos decían las campañas de publicidad (información poco objetiva y veraz). Ahora, sin embargo, podemos acceder a las opiniones de millones de personas. Si bien es cierto que algunas empresas empiezan a manipular la imparcialidad de dichas opiniones, como las que hallamos en Foursquare o Tripadvisor, ello solo evidencia que ya se han dado cuenta de dónde está el poder prescriptivo: en los pares o semejantes, no en las campañas de marketing de personas que quieren llevarse nuestro dinero.
Todo esto no significa que la publicidad desaparezca, sino que lo hará en la forma en que ha existido hasta ahora. Vaticinar de qué forma se metamorfoseará la publicidad o cómo se financiarán los contenidos, básicamente, se parece a consultar una bola de cristal: a medida que la tecnología evolucione (y lo hace cada vez más deprisa), los modelos cambiarán. En cualquier caso, ahí van algunas ideas al vuelo:
1. Publicidad útil: si al abrir un vídeo de YouTube debo ver, a modo de peaje, el tráiler cinematográfico de un estreno próximo seguramente lo veré de buena gana, porque es algo que estaría dispuesto a ver en otras condiciones. Es decir, que la publicidad no funciona porque no está perfectamente segmentada. A medida que los algoritmos para reconocer nuestros gustos y preferencias se afinen, la publicidad será más información que nos interesa que verdadera publicidad.
2. Venta de datos: ya sea para conocer mis gustos mejor y, por tanto, anunciarme productos que verdaderamente me interesan, ya sea para mejorar el cálculo de una póliza de seguros, mis datos cuestan dinero y puedo usarlos para pagar los servicios que consumo. Cuando mi app para gamificar mis salidas para practicar running detecta, a través de geolocalización, que siempre paso por la misma avenida, y que esa avenida, a su vez, está continuamente transitada por otros runners, esos datos estadístico pueden venderse a Nike para que instale un cartel en la calle anunciando sus nuevas zapatillas. Lejos de acerbas disquisiciones sobre la privacidad (Jeff Jarvis, en Partes públicas, ofrece una visión digna de tener en cuenta que evita los clichés), la mayoría de usuarios ya están cediendo sus datos para usar gratuitamente plataformas como Google, Facebook o Twitter.
3. Universo Freemium: los contenidos tienen publicidad a menos que pagues una cuota mensual para eliminarla, tal y como ya suceden en muchas apps gratuitas.
4. Product Placement interactivo: Hulu, una plataforma similar a Netflix que todavía no ha llegado a España, permite detener la imagen de cualquier serie y, simplemente pasando el ratón por encima de un personaje, nos informa de quién es mediante un pequeño resumen biográfico. Imaginemos que podemos hacer lo mismo sobre cualquier objeto que aparezca en una serie o una película, y que pinchando en él podemos adquirirlo a un módico precio. Todas las producciones audiovisuales recibirían un porcentaje de esas ventas. Las marcas podrían pagar más por aparecer en una producción habida cuenta de que los consumidores serían más activos a la hora de investigar acerca de todo lo que aparece en pantalla. Yendo un poco más allá: ¿sería posible que parte de la decoración estuviera realizada digitalmente con objetos mercables personalizados en función de los parámetros del usuario?
5. Suscripción: pagar directamente por plataformas que ofrezcan contenidos interesantes sin publicidad, sin horarios y sin esperas. Así como Netflix y HBO ya crean sus propios contenidos para obtener más suscripciones, otras empresas de telecomunicaciones, como Telefónica, hacen lo propio: a ellas les interesa que contratemos más ancho de banda y la mejor forma que tienen de conseguirlo es produciendo o financiando contenidos que puedan llegar hasta nosotros a través de sus cables de fibra óptica.
6. Monitorización del éxito: las primeras transmisiones de radio comercial estadounidense de la década de 1920 «era el único medio de entretenimiento que no cobraba por el contenido», explica Bill Bryson en 1927: un verano que cambió el mundo. En aquella época, la radio era un medio de comunicación muy costoso, pero la idea de usar la publicidad para financiarla, tal y como ya ocurría en periódicos y revistas, tardó mucho en arraigar porque se consideraba un medio efímero. Por otra parte, Herbert Hoover se oponía a ello, considerando que la radio debía dedicarse a propósitos más nobles. Antes de que acabara la década, la radio ya empezó a probar las mieles de los astronómicos beneficios que podían aportar la publicidad. Lo importante, sin embargo, es que la radio pudo existir sin publicidad, como actualmente existe Wikipedia. Si, como Hoover, consideramos que la información es importante, ¿por qué no sufragarla entre todos?
Actualmente destinamos grandes partidas económicas en mantener televisiones públicas o producir películas, pero esas inversiones distan de ser rentables para el público porque su uso es discrecional. También SGAE, CEDRO y otras entidades de gestión de derechos llevan a cabo repartos económicos opacos. Ahora imaginemos que tomamos todas esas partidas, y otras destinadas para fomentar la cultura, y creamos un sistema de monitorización perfecto del consumo de contenidos. Una suerte de Spotify cultural en el que cada autor recibe una cantidad mínima de dinero de dichos impuestos cada vez que un usuario consuma su contenido. Incluso podría añadírsele un sistema de micromecenazgo, algo así como la X que todos ponemos para fines sociales.
7. Abundancia: finalmente, el coste marginal de la copia y distribución de contenidos en forma de bits es próximo a cero, lo que equivale a que cada vez haya más personas creando contenidos y, muchos de ellos, no lo hacen a cambio de dinero, sino de otros incentivos, como la reputación o el simple entretenimiento. La mayoría de contenidos no pueden competir con los contenidos profesionales, pero si bien el porcentaje de contenidos amateur supera o completa de algún modo la atmósfera profesional, la cantidad es tan abrumadoramente gigantesca que cada vez se devalúa más el contenido profesional. El ejemplo paradigmático es Wikipedia, realizada por personas en su tiempo libre, que ha dejado sin trabajo a los enciclopedistas profesionales.
Es difícil que ocurra lo mismo en todos los contenidos, pero el descenso del coste y la facilidad de crear microaudiencias que traduzcan la reputación obtenida en otros trabajos remunerados, reducirá ostensiblemente el número de contenidos sostenidos por la publicidad. Todos los modelos de negocio que han existido hasta hace apenas una década estaban basados en la escasez, se impone un cambio de paradigma basado en la abundancia, como explica más ampliamente Clay Shirky en su libro Excedente cognitivo, Chris Anderson en Gratis o, incluso, Peter H. Diamandis en Abundancia.
Los contenidos del futuro podrían financiarse con uno, dos o la mezcla de todos los modelos de negocio anteriormente presentados, y probablemente con muchos otros que irán apareciendo a la vez que se desarrolla la tecnología. Lo que queda bastante claro es que ya hemos dejado atrás la era de anunciar lo mismo a todo el mundo de forma machacona bajo el prisma de que le convencerás para comprarlo aunque no lo necesite o no le sea útil. Y ya era hora.