El teorema de Condorcet la razón de que la democracia sea ignorante (y por eso es buena)
El pueblo, en última instancia, tiene el derecho a equivocarse, y eso es parte de la naturaleza misma de la democracia. También tiene derecho a ser libre y morir en el intento.
La politóloga Nadia Urbinati, con su afilada lucidez, nos recuerda que la virtud de la democracia no reside en su capacidad para producir las mejores decisiones, sino en algo más profundo: es el único sistema que nos concede el derecho a decidir juntos qué decisiones son aceptables, incluso cuando nos equivoquemos. La democracia no es la garantía de la infalibilidad, sino el reconocimiento de nuestro derecho colectivo a errar, y en esa posibilidad de equivocarnos radica su esencia más genuina.
Esto nos conduce al eterno dilema entre verdad y legitimidad en el ámbito político. El célebre Teorema de Condorcet nos ofrece una visión optimista: si se cumplen ciertas condiciones, la mayoría puede alcanzar la verdad.
El Teorema de Condorcet recibe su nombre de Marie Jean Antoine Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet, un filósofo, matemático y político francés del siglo XVIII, conocido por su trabajo en teoría de la probabilidad y por su pensamiento político en el contexto de la Ilustración. Condorcet, como buen ilustrado, confiaba en el poder de la razón y la ciencia para guiar el progreso humano, y su teorema refleja esta confianza en la capacidad de las decisiones colectivas, bajo ciertas circunstancias, para llegar a lo correcto.
El problema es que en política, las cosas rara vez son tan simples como sucede en las ciencias duras.
No hay verdades, sino interpretaciones
La política, a menudo, opera en terrenos donde varias verdades pueden coexistir, o donde la verdad misma puede ser impracticable. En el reino de lo político, las respuestas correctas no siempre están al alcance de la razón, porque la política es, en esencia, el arte de lo posible en medio de un pluralismo de valores y visiones del mundo.
Es aquí donde el racionalismo estricto se desmorona. Quienes creen en la existencia de una solución correcta para cada dilema político subestiman la naturaleza plural y conflictiva del campo político. Por supuesto, la política requiere una correcta identificación de los hechos, pero también requiere algo más sutil: la interpretación de esos hechos.
Pretender monopolizar la objetividad es arrogarse un poder que no corresponde; la historia ha demostrado que aquellos que se han creído en posesión de la verdad absoluta han caído, con frecuencia, en el error de ignorar los matices esenciales de la convivencia. La verdad ha sido manipulada para imponer tiranías ideológicas y tecnocráticas, lo que no deslegitima la verdad en sí, pero sí nos advierte de que el debate político debe construirse sobre otras bases.
La política, más que la búsqueda de lo verdadero, es el terreno en el que se confrontan y negocian múltiples dimensiones de la vida colectiva, donde hay decisiones que no encajan en una categoría clara de "verdadero o falso", y donde, a veces, lo que es verdadero no es viable. En política, como en la vida, la verdad debe ceder espacio a la prudencia.
La agradable ignorancia de la democracia
En virtud de lo que expuesto hasta aquí, sería prudente mantener una cierta abstinencia epistémica en política, como sugieren John Rawls o Joseph Raz: no es la verdad la que otorga legitimidad política, sino el consentimiento colectivo, aun cuando se equivoque. La verdad es un elemento necesario, pero no es el único pilar del buen gobierno.
El pueblo, en última instancia, tiene el derecho a equivocarse, y eso es parte de la naturaleza misma de la democracia. También tiene derecho a ser libre y morir en el intento. Porque la vida que merece ser vivida solo es la que abre la posibilidad a la muerte.
La democracia existe gracias a esa ignorancia, porque en ella radica la igualdad que permite que todos, cualificados o no, participemos en la construcción de nuestro destino colectivo, tal y como analizó Jacques Rancière, sugiriendo que no toda ignorancia es sinónimo de sumisión.
Rancière distingue entre una ignorancia que sustenta el dominio de unos pocos y otra que abre la puerta al empoderamiento democrático. La democracia, según Rancière, es ese instante fugaz en el que se borra la línea que separa a los "aptos" de los "no aptos" para gobernar. Al final, la ignorancia no es un lastre, sino el gran nivelador: todos estamos, en esencia, en el mismo punto de partida.
En cualquier caso, hay muchas maneras de llevar a cabo un proceso democrático. Desde aquí, se vindica alguna suerte de democracia líquida balanceada por una suerte de epistocracia. Y siempre, frente a la duda, hacer prevalecer, que no imponer, la libertad sobre la igualdad.
La diferencia fundamental entre el punto de vista liberal y el antiliberal es que el primero considera que todas las cuestiones están abiertas a discusión y todas las opiniones están abiertas, en mayor o menor medida, a duda, mientras que el segundo sostiene de antemano que ciertas opiniones son absolutamente incuestionables, y que no debe permitirse que se escuche ningún argumento en su contra. (…) Este punto de vista no puede ser aceptado por ningún hombre que desee que la razón y no el prejuicio gobierne la acción humana.
Bertrand Russell
Epistocracia?
Es tranquilizador saber que lo que es ahora, fue y será. A nivel historia y política, me refiero.