El sesgo gamma vuelve improductivo el debate sobre las cuestiones de género
¿Cómo podemos saber si vamos por la senda correcta? ¿Cuándo es el momento procesalmente oportuno para celebrar los logros de unos y reivindicar los problemas de otros?
Rob Henderson, doctorando en la Universidad de Cambridge, acuñador del neologismo luxury beliefs (o creencias de lujo) y autor de Troubled, escribía recientemente que, cuanto más libres son las personas y cuanto más justamente se las trata, más tienden a crecer las diferencias entre ellas en lugar de reducirse.
Mutatis mutandis, si aspiramos a que hombres y mujeres tiendan a igualarse, estamos obligados a introducir un sistema de desigualdad. O: tratar a hombres y mujeres por igual los hace diferentes, y tratarlos de manera diferente los hace iguales.
Este podría ser uno de los factores, de los múltiples que se barajan, para explicar la paradoja de la igualdad de género, esto es, que las diferencias de género en la personalidad y la elección ocupacional son mayores en países con mayor igualdad de género. Por ello, "en los países con menos igualdad, como Arabia Saudí, las mujeres son alrededor del 45% de los graduados en informática. En cambio, en países como Suecia son menos del 15%".
Por lo tanto, no debería sorprendernos que los hombres y mujeres de las sociedades más avanzadas en materia de igualdad de género diverjan en líneas políticas en mayor medida que las generaciones anteriores. El patrón existe no solo para la ideología política (las mujeres son más de izquierdas y están más a favor de la censura; los hombres son más derechas y están más a favor de la libertad), sino también para aspectos como las preferencias académicas, la agresión física, la autoestima, la frecuencia del llanto, el interés en el sexo casual y rasgos de personalidad como la extraversión.
En todas estas categorías, las diferencias han sido mayores en las sociedades que han ido más lejos al intentar tratar a mujeres y hombres por igual.
Igualdadesigualdad
Ya sea por cultura o biología (o por ambos, retroalimentándose), hombres y mujeres tienen distintas preferencias y cosmovisiones. Las diferencias son pequeñas, y además solo se detectan en promedio (hay hombres que se parecen más a mujeres que las propias mujeres y viceversa), pero originan diferencias. ¿Entonces? ¿Cómo debemos proceder si aspiramos a un mundo más justo? ¿En qué métrica deberíamos centrarnos para saber que vamos por buen camino o si ya hemos alcanzado nuestro objetivo?
¿Deberíamos hablar de hombres o mujeres o de grupos de personas, con independencia de su sexo, con diferencias preferencias y diversos lastres psicosociales? ¿En qué momento debemos dejar de introducir cuotas y regulaciones asimétricas? ¿Cuando hay igualdad de resultados o cuando hay igualdad de oportunidades? ¿Cómo podemos calcular lo segundo si nuestra única pista es lo primero? ¿En qué exactamente debemos alcanzar la igualdad? ¿Igualdad en STEM? ¿Igualdad en enfermería? ¿Habremos alcanzado la verdadera igualdad cuando haya tantas mujeres sin techo como hombres o cuando haya más hombres que trabajan en guarderías? Si cada vez hay más matemáticas pero menos filósofas, ¿estamos yendo a mejor o a peor?
El sesgo gamma
A todo esto se suma otra capa de complejidad: somos incapaces de valorar los problemas y ventajas de cada sexo en su justa medida debido a la circuitería de nuestros cerebros. Dicho en román paladino: todos estamos sesgados.
Por ejemplo, las mujeres afrontan a multitud de discriminaciones por su condición. Alcanzan menos puestos directivos, estudian menos carreras de Física o Matemáticas. La escasez e invisibilización de las mujeres en la ciencia y tecnología contribuyen a la desigualdad de acceso a la formación e investigación en carreras científicas, consecuentemente contribuyendo a efectos como el techo de cristal o el efecto Matilda. Hay más mujeres que sufren abuso sexual.
Sin embargo, 80 % de las personas sin hogar son hombres. El 92% de los trabajadores que mueren durante la jornada laboral son hombres. Los hombres tienen un mayor tasa de abandono de estudios. Los hombres se suicidan tres veces más que las mujeres. Hay más universitarios que universitarias. Los tres cánceres más mortales afectan más a los hombres que a las mujeres. La esperanza de vida es menor en hombres que mujeres. Hay más hombres que son asesinados.
Estos son ejemplos, de los muchos que hay, escogidos al azar. No importa cuáles sean. Lo que podemos afirmar, dados los datos, es que hay pruebas de que las mujeres se encuentran en desventaja en comparación con los hombres, como también hay pruebas de que los hombres están desfavorecidos en comparación con las mujeres.
Pero no solemos abordar los datos de forma objetiva, porque somos seres narrativos, así que sufriremos el sesgo alfa (exageración o aumento de las diferencias de género) y el sesgo beta (minimización de las diferencias de género).
Recientemente, también se ha propuesto el sesgo gamma. Ocurre cuando se minimiza una diferencia de género mientras que, simultáneamente, se magnifica a otro. Celebraremos más los logros de uno u otro sexo, así como protestaremos más por los problemas de uno u otro sexo en función de nuestro sesgo.
Este sesgo es muy elemental y alude solo a una división sexual. El problema mollar es que la división sexual no deja de ser una brocha gorda. La división sexual, al igual que muchas otras categorizaciones sociales, es una simplificación excesiva de la complejidad humana. Aunque es cierto que el género puede influir en diversos aspectos de la vida, no es el único factor que determina nuestras experiencias y oportunidades. Tal vez el sexo ni siquiera sea la más importante. Existen numerosas otras variables que también juegan un papel crucial y que a menudo se pasan por alto cuando se utilizan categorías de género como única referencia.
Hay diferencias por edad, estatura, índice de masa corporal, barrio, color de la piel, acento, belleza, ideología… estas variables no actúan de manera aislada. La intersección de estas diferentes características puede crear experiencias únicas de privilegio o discriminación.
Por ejemplo, las mujeres negras sufre una forma más grave de hipertensión arterial. Un análisis de los registros médicos de un grupo racialmente diverso de más de 6.000 mujeres sugiere que alguna combinación de factores biológicos, sociales y culturales, y no solo la raza, es probablemente responsable de tasas más altas de preeclampsia entre las mujeres negras nacidas en el Estados Unidos en comparación con las mujeres negras que inmigraron al país.
Así pues: ¿cómo podemos saber si vamos por la senda correcta? ¿Cuándo es el momento procesalmente oportuno para celebrar los logros de unos y reivindicar los problemas de otros? ¿Quiénes son unos u otros? ¿Debemos valorar una brecha de la misma manera en un país que en otro? ¿Y en las ciudades? ¿Y en los barrios? Y, en suma, ¿podemos responder a estas preguntas sin un relato sesgado inspirado en nuestras vivencias, nuestra selección de segmetos de información, nuestras legítimas preocupaciones y nuestra cosmosivión?