El iki, el gusto chatgepetero, los NPC y las notas en Filmaffinity
Si el gusto opera bajo las normas de la democracia y el algoritmo entonces deja de ser gusto y se convierte en NPC.
La cultura y los gustos culturales en la red siguen una dinámica que difiere del contenido político y las opiniones ideológicas. Aunque ambos tipos de contenido viajan a través de los mismos flujos digitales, lo hacen bajo incentivos divergentes.
Las burbujas de filtros tienden a aislar a los usuarios en facciones opuestas, alimentadas por el desacuerdo y la polarización. En cambio, las recomendaciones culturales buscan agrupar a los usuarios, construyendo audiencias cada vez mayores para un material que tiende a reducirse al mínimo común denominador.
La cultura algorítmica nos empuja a un centro porque rara vez consumimos un elemento cultural motivados por el odio o el conflicto.
Así, mientras que las divisiones ideológicas fragmentan a la sociedad, los algoritmos culturales tienden a unirnos en torno a intereses comunes y accesibles, creando una aparente armonía en la diversidad digital.
El gusto es la antítesis del algoritmo
Hacia 1750, la Enciclopedia Francesa abordaba el concepto del gusto con artículos de Voltaire y Montesquieu, que ofrecen una base sólida sobre su concepción en Occidente. Voltaire afirmaba: «Para tener gusto, no basta con reconocer qué es bueno en una obra; uno debe percibir la belleza y emocionarse ante ella. No es suficiente emocionarse de forma vaga: es esencial discernir los diferentes matices del sentimiento».
El gusto, entonces, va más allá de la observación superficial; requiere apreciar la creación en su totalidad y evaluar la verdadera respuesta emocional que provoca, analizando sus efectos. No es pasivo y requiere esfuerzo.
En su Ensayo sobre el gusto, Montesquieu también deslizaba que el el gusto natural no es teórico, sino una aplicación rápida y exquisita de reglas desconocidas.
Esta idea sugiere que el gusto es abstracto e inefable. Al escuchar música o leer un libro, no podemos prever si nos gustará antes de experimentarlo; el placer en el arte nunca está garantizado. Al enfrentarnos a una obra de arte, la evaluamos inmediatamente según principios mentales y, con suerte, encontramos belleza, aunque no seamos capaces de describirla exactamente.
El diseño de un salón de té
En 1906, Okakura Kakuzõ escribió El libro del té, una forma de recoger el gusto japonés y de comunicarlo, en inglés, a sus amigos y patronos de Estados Unidos. El arte no estaba destinado a ser genérico ni a servir a un público amplio, alegaba Okakura al hablar del diseño de un salón de té: «Que el salón de té se construya de acuerdo con el gusto personal refuerza el principio de la vitalidad en el arte».
Okakura contaba una anécdota del artista del siglo XVII Kobori Enshü. Hablando con sus discípulos, Enshü felicitó a un maestro del té por su colección de utensilios porque casi nadie más la valoraba: «El gran Rikiu ha osado amar solo aquellos objetos que le atraen personalmente, mientras que, sin darme cuenta, yo sirvo a los gustos de la mayoría». Enshü se burlaba de su propio gusto por ser demasiado genérico para ser realmente bueno.
No obstante, es posible que el único objetivo de los flujos algorítmicos sea servir a «los gustos de la mayoría», una mayoría basada en datos.
El iki
En 1930, el filósofo japonés Kuki Shuzo escribió un ensayo en el que trataba de definir un valor cultural japonés conocido como iki, que es algo parecido a un desencanto sofisticado, una marcada ambivalencia en todas las facetas de la vida.
El amor, el dinero y la belleza son tan fáciles de conseguir como de perder, y conseguirlos no siempre es mejor que perderlos. La ausencia debe valorarse tanto como la presencia. «Se considera que el iki es una forma superior del gusto», escribió Kuki.
Montesquieu argumentaba que la sorpresa, que puede generar distancia o plantear un desafío, es fundamental en el gusto. Citaba cómo un recipiente de té japonés, estéticamente wabi-sabi, puede asombrarnos por su fealdad. «Una cosa puede sorprendernos porque nos produce asombro o porque es nueva e inesperada», escribió, señalando que el gusto se encuentra fuera del territorio de lo que ya sabemos que nos gusta. «A menudo nuestra alma experimenta placer cuando siente algo que no es capaz de analizar o cuando un objeto parece algo muy distinto de lo que sabe que es».
Comprender esta sensación puede llevar tiempo, y el gusto cambia mientras digerimos la experiencia de una obra de arte. Montesquieu describía cómo una obra poderosa, como la pintura de Rafael, se impone poco a poco, su elegancia emergiendo de su sutileza inicial. El gusto no tiene por qué ser instantáneo; evoluciona con nuestra comprensión y apreciación. Extramuros del flujo algorítmico.
Cuestión de clase
El gusto es ineludible y afecta «la mayoría de las elecciones de la vida cotidiana, como la cocina, la ropa o la decoración», escribió el sociólogo francés Pierre Bourdieu en La distinción. Criterio y bases sociales del gusto, de 1984.
Estas elecciones simbolizan más que nuestras preferencias estéticas; reflejan clase económica, ideología política o identidad social. «El gusto clasifica, y clasifica al clasificador», afirma Bourdieu. No es sorprendente que nos preocupe qué nos gusta y, a veces, resulte más fácil transferir esta responsabilidad a las máquinas.
Amazon creó un dispositivo para aproximarse a tu gusto llamado Amazon Echo Look. Un pequeño cilindro blanco que tomaba decisiones estilísticas en tu lugar. Se publicitó como una forma fácil de hacer fotos a tu indumentaria; la foto se enviaba a tu teléfono y se almacenaba en una aplicación que recopilaba una enciclopedia de tu armario. Además, la cámara evaluaba tu ropa mediante una función llamada «Style Check», que empleaba una combinación de análisis algorítmico y empleados humanos para determinar si tu conjunto era armónico y seguía las tendencias de moda. Es más, Echo Look también te ofrecía la opción de comprar la ropa que respondiera a su código de vestimenta ideal, que, por supuesto, Amazon te vendía; esta última sacaba provecho de la visión de los promedios algorítmicos de Echo Look.
No obstante, esto es un modelo de preferencias culturales mayoritarias que no se corresponde con la definición personal del gusto ni con el sistema de creadores de tendencias anterior a internet. Una dinámica inextricable que se basa en nuestra propensión a competir con nuestros pares y hallar un nicho social en el que prosperar, al tiempo que, eventualmente, nos sentimos especiales. Únicos pero también que formamos parte de una comunidad.
Amazon Echo Look ilustra cómo la personalización basada en datos puede sofocar la autenticidad. En un mundo donde el gusto es cada vez más democratizado y dictado por algoritmos, se corre el riesgo de que nuestras elecciones se vuelvan predecibles y homogenizadas, como si fuésemos personajes no jugables (NPC) en un videojuego, siguiendo rutas predefinidas sin espacio para la originalidad.
En lo tocante al séptimo arte, las notas en Filmaffinity y otras plataformas similares reflejan esta tendencia. Si bien ofrecen una manera de evaluar obras de arte y productos culturales, también potencian un efecto de rebaño, donde las opiniones individuales se diluyen en un consenso general. Pierre Bourdieu ya advirtió sobre la clasificación del gusto y cómo este clasifica al clasificador. En la era digital, este fenómeno se amplifica: el gusto que opera bajo las normas de la democracia y el algoritmo pierde su esencia, convirtiéndose en una simple función estadística.
El verdadero gusto, ese que Montesquieu y Voltaire defendían como un proceso de discernimiento y sorpresa, queda relegado a un segundo plano. La cultura algorítmica, al buscar complacer a la mayoría, amenaza con reducir la riqueza y la diversidad de nuestras experiencias estéticas a un mínimo común denominador, alejándonos del auténtico deleite que ofrece la apreciación genuina y personal de la belleza.
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