La obsesión de quienes quieren preservar la inmaculada pureza de sus lengua o su cultura me recuerda a la otrora obsesión de reproducirse exclusivamente con individuos de sangre azul a fin de no mancillar el acervo genético.
Además, preservar la pureza cultural es un anhelo tan infructuoso como el de preservar la virginidad de nuestra hija. Tarde o temprano perderemos. No obstante, aunque hubiera un sistema eficaz para compartimentar las culturas a fin de que no se contaminaran unas a otras, ¿sería algo deseable?
No, si apostamos más por el progreso que por la tradición.
La velocidad de la innovación
Si antes del desarrollo de las telecomunicaciones (las que permiten que copiemos modelos anglosajones, que a su vez copian modelos asiáticos, etc.) el progreso resultó tan agónicamente lento fue precisamente por la naturaleza fracturable de la cultura humana, tal y como refiere Matt Ridley en su libro El optimista racional:
Los seres humanos tienen una profunda capacidad de aislamiento, pueden fragmentarse en grupos divergentes. En Nueva Guinea, por ejemplo, hay más de 800 lenguas, algunas hablabas en áreas de unos cuantos kilómetros, que, sin embargo, son tan incomprensibles para los vecinos como el francés o el inglés. Aún hay siete mil lenguas que se hablan en la Tierra, y las personas que hablan cada una de ellas son notablemente resistentes a tomar prestadas palabras, tradiciones, rituales o gustos de sus vecinos.
A pesar de que nuestra fonética es asiria, nuestra álgebra es árabe, nuestra numeración es india, la doble contabilidad es italiana, las leyes mercantiles son holandesas, los circuitos integrados son californianos y así con muchos otros avances distribuidos a lo largo de los siglos, los continentes y las culturas, aún persisten en nosotros la tendencia innata a quemar puentes.
Cornelia Street Cafe
En una ocasión, tuve la oportunidad de pasar una noche en el Cornelia Street Cafe, una deliciosa cafetería escondida en Greenwich Village, y que era lo más parecido a un club de intercambio cultural. El Silicon Valley de la música.
Aquí fue donde la cantautora Suzanne Vega empezó su carrera, donde los Monty Python interpretaron algunas obras en la década de 1980 y donde el senador Eugene McCarthy recitaba poesía. También aquí, una vez al mes, toca un grupo de neurocirujanos de alto nivel se reúnen para tocar en su banda Amygdaloids, nombre que hace alusión a esos racimos en forma de almendra que hay en el cerebro, que tienen discos como Heavy Mental. Para escucharles, aquí ha llegado a entrar gente como John Nash, el esquizofrénico matemático de Princeton que inspiró la película Una mente maravillosa.
El Cornelia Street Café es un micromundo de reglas cultures muy flexibles, en el que gente de muy diversa catadura tiene acceso libre para mostrar sus creaciones y, acaso, inspirar al respetable con ellas. El Cornelia Street Café no tiene fronteras, y funciona como reducto para ensayar cosas que luego se trasladarán al mundo real.
El mundo real, sin embargo, sería un lugar mucho mejor si se pareciera más al Cornelia Street Café y menos al patio privado de un provinciano armado con una escopeta de doble cañón dispuesto a volarle la tapa de los sesos a cualquiera que pretenda trasponer el umbral de su sacrosanta casa o, peor aún, mantener un idilio con su virginal hija de diecinueve años. O algo así.
La endogamia no es buena a nivel biológico, pero tampoco lo es a nivel cultural. El pedigrí es un retraso. Lo intocable, un lastre. El miedo agorafóbico a lo diferente o lo extranjero, una segura condena al ostracismo.
La innovación, por ejemplo, siempre ha funcionado como focos aislados, como incendios forestales que iban afectando a determinadas sociedades, produciendo que otras experimentaran un retraso respecto a las primeras. La innovación en el pasado seguía esta pauta epidemiológica de propagación precisamente por la naturaleza refractaria del ser humano frente a lo que viene de fuera.
Hace 50.000 años, los hornos, los arcos y las flechas estaban en Asia occidental.
Hace 5.000 años, el metal y las ciudades estaban en Mesopotamia.
Hace 2.000 años, los textiles y el número cero estaba en la India.
Hace 1.000 años, la porcelana y la impresión estaba en China.
Hace 500 años, la contabilidad por partida doble y los inventos de Leonardo da Vinci estaban en Italia.
Hace 400 años, el Banco de Amsterdam estaba en los Países Bajos.
Hace 300 años, el Canal du Midi estaba en Francia.
Hace 200 años, el vapor estaba en Inglaterra.
Hace 100 años, los fertilizantes estaban en Alemania.
Hace 75 años, la producción en masa estaba en Estados Unidos.
Hace 50 años, las tarjetas de crédito estaban en California.
Hace 25 años, el walkman estaba en Japón.
Esta paranoia ante la contaminación produjo una evolución lenta y fragmentaria, aunque cada vez transcurría menos tiempo entre una innovación y la contaminación cultural de dicha innovación. Algo que, gracias a Internet, las telecomunicaciones y la flexibilización de las patentes y los derechos de autor, podría evitarse por primera vez en la historia, produciéndose de forma instantánea, y no solo en el ámbito de la innovación.
Antes, sin embargo, habrá que derribar las defensas numantinas de quienes defienden su corralito cultural, como si lo que ahora piensan, hacen o dicen hubiera sido cincelado en mármol. Olvidando, a su vez, que es un efímero statuo quo que antaño destruyó lo que existía y hogaño será destruido por lo que existirá.
Cuéntame el cuento, del árbol dátil
De los desiertos, de las mezquitas
De tus abuelos.
Dame los ritmos de las darbucas
Y los secretos que hay en los libros
Que yo no leo ...
Contamíname,
Pero no con humo
Que asfixia el aire.
Ven, pero sí con tus ojos y con tus bailes
Ven, pero no con la rabia y los malos sueños
Ven, pero sí con los labios que anuncian besos
Contamíname, mézclate conmigo
Que bajo mi rama
Tendrás abrigo.
—Ana Belen y Victor Manuel
Sólo comentarte que la canción "Contamíname" fue compuesta por Pedro Guerra.
Muchas gracias por Sapienciología, sabiduría pura y dura.
El problema es que si se abre excesivamente la propuesta multicultural, las fuerzas reaccionarias y tribales tensan en sentido contrario, minando la cohesión general. En el equilibrio nos encontraremos. No creo que baste con demonizar a quienes quieren conservar una identidad, porque es una aspiración humana de sentido que no se puede erradicar.